Una niña subida en bicicleta se acerca a un mostrador: “¡Mira bombones! A mí me gustan, ¿y a ti?”, le pregunta a su padre mientras este le sujeta la mano. A lo largo de los últimos 91 años, es muy probable que imágenes similares se hayan repetido una y otra vez en los alrededores de Santa. Un negocio cargado de historia y una de las últimas bombonerías de Madrid, situada en el número 56 de la calle Serrano, que cierra para siempre sus puertas el próximo 10 de mayo.
Las muestras de afecto y los recuerdos se han sucedido después de que el productor de cine Enrique López Lavigne, nieto del fundador de Santa e hijo de su última responsable, Martine Lavigne (cuya muerte el pasado enero ha derivado en esta clausura ya que así lo detallaba el contrato de alquiler del local), publicase un mensaje en X para difundir la venta de los objetos de la tienda. Balanzas, elementos decorativos de lo más varopintos o hasta la imponente escalera de caracol construida en 1957, después de que Santa se trasladara esta ubicación en el corazón del barrio de Salamanca.
“El objetivo era desmantelar la tienda e intentar que esos muebles históricos, algunos presentes desde la primera apertura en 1933, no acabasen en la basura. Era un tuit instrumental para no perder cosas que han sido parte de una conciencia colectiva para muchas personas cercanas a ellas. Pero al escribirlo, mi hermana y yo nos percatamos de que con ello también estábamos cerrando una etapa emocional de nuestras vidas. De que no supimos apreciar aquello a lo que nuestros padres dedicaron sus vidas”, confiesa el productor de películas como La llamada o Verónica.
“Una vez que abandonamos el nido materno y paterno, mi hermana y yo nos dedicamos a nuestras profesiones. Después de las reacciones al tuit, en pocas horas hemos tomado conciencia de que era un negocio familiar al que la gente tenía muchísimo cariño”, explica. Tal ha sido el impacto, que en su conversación con Somos Madrid admite que se están planteando “reflotar la marca en otro sitio adaptándola a los tiempos”. Reconoce haber aprendido mucho “en tan solo 24 horas” sobre algo que les eran cercano y a la vez distante.
López Lavigne describe sus memorias de infancia en Santa como “una fantasía”. Lo compara con las andanzas de Willy Wonka en la novela de Roald Dahl Charlie y la fábrica de chocolate y sus distintas adaptaciones cinematográficas. “Si a unos niños les das la oportunidad cuando vuelven del colegio y los fines de semana de pasar horas en un espacio como este, te puedes imaginar que la experiencia es muy particular. A veces pienso que a lo que me dedico, la producción de cine, tiene que ver con toda la fantasía que nos rodeaba mientras hacíamos los deberes y esperábamos a que nuestros padres cerraran la tienda a las 20.00”, cuenta.
A veces pienso que a lo que me dedico, la producción de cine, tiene que ver con toda la fantasía que nos rodeaba mientras hacíamos los deberes y esperábamos a que nuestros padres cerraran la tienda
“En ocasiones había contrapartidas un poco más agridulces, como en el día de Navidad, cuando nunca recibíamos regalos porque nuestros padres trabajaban hasta muy tarde en la tienda y no disponían de tiempo para comprarlos. Nuestras vidas, como las de todos los hijos de tenderos, se veían alteradas por este escaparate que por otro lado ha sido maravilloso”, relata.
En mitad de la lujosa Milla de Oro, la trayectoria de Santa contrasta con el oropel que lo rodea hoy día. Según López Lavigne, “en los años cincuenta Serrano todavía era una vía de barrio y de tránsito, antes de convertirse en la calle del lujo”. Con ello, apunta, “el propio bombón se convirtió en un objeto de lujo”. Cree que el local nunca ha perdido su componente de barrio y precisamente uno de los motivos del fin de su actividad es que “ahora supone un anacronismo en esa calle”.
O quizá, volviendo a esa idea de lugar fantástico, “un túnel del tiempo”. “Estamos hablando de un Madrid que era la ciudad de los cafés, la ciudad de las tertulias, la ciudad de unas confiterías que más que un espacio de lujo eran en el lugar donde darse una alegría de vez en cuando si tocaba un bautizo o una comunión”, rememora.
Antes de Serrano, Santa tuvo sedes en la calle Goya o en las inmediaciones de la Puerta del Sol, que llegaron a coexistir aunque con el tiempo acabaron desapareciendo. La marca llegó a dedicarse a la fabricación de bombones, además de su dispendio, aunque hace décadas que se focalizaron exclusivamente en la comercialización.
Una tarea que no se entiende sin las dependientas que han sacado adelante el negocio junto a la familia propietaria. “Las personas que han trabajado en la tienda han estado toda su vida ahí. Han sido un poco nuestras otras madres, siempre que teníamos un problema podíamos acudir a ellas”, dice López Lavigne, que no quiere olvidarse de Antoñita, Inmaculada y Carmen. Esta última atiende todavía el local. Aunque prefiere no responder las preguntas de este periódico cuando lo visitamos (el productor reconoce que Carmen le ha pedido “avisar de estas cosas para la próxima vez”), recomienda los mejores bombones y anima a comprar algún objeto decorativo antes del cierre. Todo ello sin perder la sonrisa.
Carmen ha incorporado ahora a sus tareas la venta de todo ese patrimonio físico e histórico que no quieren que acabe en un contenedor. “Ella me preguntaba cómo iba a contestar a quién se interesase por el precio de un mueble, cuando de lo que sabe es de bombones. Pero al final todos estamos improvisando, lo único que queremos es que todo esto no acabe en la calle”, insiste López Lavigne.
Curiosamente, esa misma falta de apego a la actividad familiar de la que el productor se lamentaba también está presente al otro lado del mostrador que atiende Carmen. Un cliente joven le habla de que es la primera vez que acude a Santa, pese a que ha degustado muchas veces sus bombones y sus trufas. Sus padres los llevaban a casa y él no recuerda haber entrado nunca al local. Al enterarse del cierre inminente, ha decidido ponerle remedio. Porque no hay nada más dulce que recuperar el calor de la infancia, la seguridad de un padre o una madre que te toman la mano en la acera. Aunque solo dure lo que un bombón tarda en deshacerse en la boca.