En Madrid no hay verano sin verbenas. Desde San Isidro, a mediados de mayo, hasta La Paloma, en agosto, la capital encadena una fiesta con otra al ritmo del chotis. Durante más de cuatros meses las calles de los barrios madrileños se transforman en la pasarela por la que desfilan chulapos y chulapas.
En las plazas más emblemáticas de la ciudad suenan los éxitos indispensables de cualquier orquesta que se precie, desde la Sarandonga de Lolita hasta la Fiesta Pagana de Magö de Oz, sin olvidar el hit rey de cualquier fiesta española, Paquito el chocolatero. Pequeños y mayores, sin discriminación alguna, se lanzan a la pista de baile para darlo todo hasta que salga el sol.
Las verbenas no son algo único de Madrid, de hecho, es una tradición veraniega que se extiende por todo el territorio nacional, aunque eso no las hace menos especiales. A pesar del crecimiento que ha experimentado la capital desde hace varias décadas, sigue conservando sus fiestas más castizas, que con el paso de los años se han ido adaptando a los nuevos tiempos sin olvidar su esencia. Una mezcla de tradición y modernidad que sigue siendo el momento más esperado de cada verano para los madrileños.
Detrás de las fiestas, las orquestas y el reparto de limonada y rosquillas hay mucha historia. Las verbenas tal y como las conocemos en la actualidad son algo relativamente reciente, poco tienen que ver con sus orígenes. Para conocer de dónde vienen estos festejos estivales es necesario trasladarse a la época del Imperio Romano. La planta de la verbena es la que da nombre a esta celebración, una flor de colores rosas y rojizos que hace más de 20 siglos se utilizaba para preparar remedios caseros aprovechando sus propiedades curativas.
La recolecta de la verbena tenía lugar durante el solsticio de verano, coincidiendo con la festividad de San Juan. Además de hacer todo tipo de ungüentos con la planta, también se organizaban ofrendas y rituales en honor a los dioses paganos, que comenzaban a medianoche y terminaban con la salida del sol. Con la llegada de la Iglesia Católica, todas estas celebraciones fueron eliminadas o sustituidas por fiestas de carácter religioso.
A pesar del nuevo significado que adoptaron estos rituales, la flor de la verbena nunca dejó de estar presente. En la Edad Media, durante la noche de San Juan se utilizaba la planta en ofrendas para atraer el amor y la fertilidad. Varios siglos después, esta flor llegó a los jardines madrileños convirtiéndose en un símbolo de cortejo.
De nuevo, por San Juan, los jóvenes recolectaban estas flores del campo para confeccionar coronas con ellas y celebrar la noche más corta del año cantando a sus amadas. Los poderes curativos y mágicos que se atribuían a esta planta seguían siendo los mismos desde la antigüedad, era casi un imprescindible de la medicina natural y un símbolo protector en el ámbito amoroso.
Con el tiempo, recolectar estas plantas la noche del 23 al 24 de junio tomó más sentido. Se creía que tenía más poder a la hora de curar si se cogía coincidiendo con el inicio del verano y de esta forma se terminó fijando San Juan como el día para hacerse con la verbena. La popularidad que alcanzó la recolecta de flores terminó derivando en una celebración multitudinaria en la que se comía, se bebía y se festejaba: el germen de la verbena actual.
Dejando atrás el Siglo de Oro hasta aterrizar en el XIX, la verbena se convirtió en una fiesta del pueblo. Los madrileños y madrileñas aprovechaban el verano para reunirse con sus seres queridos y celebrar la llegada de la nueva estación. En este punto la fiesta tomó otro significado, ya no se iba al campo, los festejos se colaban en las calles de la ciudad, engalanadas para la ocasión con pañuelos, mantones de manila y guirnaldas.
La verbena se había convertido en un encuentro cargado de música, comida y bebida, dejando atrás los rituales iniciales. A las fiestas en las antiguas corralas asistían los madrileños de clase más baja, desde las cigarreras de Lavapiés hasta los organilleros que tocaban los primeros chotis.
Con el paso del tiempo la fiesta fue adquiriendo mayor popularidad, cambiando los patios de las corralas por las plazas más emblemáticas de la capital. La celebración crecía y se transformaba pero había algo que no mutaba: la flor de la verbena seguía siendo parte del evento. Los hombres llevaban un ramillete de la planta en la solapa de sus trajes y las mujeres adornando su escote.
Finalmente, el nombre de la flor terminó bautizando a la fiesta. A principios del siglo XX, la celebración adquirió un significado religioso, consagrando cada verbena a un santo o virgen. San Juan, San Antonio de la Florida, la Virgen de El Carmen, San Cayetano, San Lorenzo o la Virgen de La Paloma son algunas de las más populares actualmente. Al mismo tiempo adquirieron un carácter más vecinal, los patios de las corralas se sustituían por el barrio entero, al que acudían cientos de personas.
En el siglo XX se introducen las primeras orquestas en las verbenas, bandas que tocaban versiones de los artistas del momento y animaban la fiesta hasta la madrugada. Actualmente, los barrios de Lavapiés y La Latina son el epicentro de las verbenas madrileñas, que continúan reuniendo a miles de vecinos cada verano en la plaza Vara de Rey, la plaza de Cascorro o la calle del Oso.
El germen de la trilogía festiva del agosto madrileño
San Cayetano, San Lorenzo y La Paloma son la santísima trinidad de las fiestas de verano en la capital. Tienen lugar durante la primera quincena de agosto y se celebran unas seguidas de las otras. A pesar de tener unas características muy similares, cada una tiene su historia y origen independiente.
Los primeros en celebrarse son los festejos de San Cayetano. Cada 7 de agosto, los vecinos de Lavapiés veneran a su patrón y cumplen con la tradición de besar el pie derecho a la imagen del santo y atrapar una flor del trono durante la procesión para tener buena suerte en el ámbito laboral. Esto se debe a que San Cayetano es el patrón de los desempleados y se tiene la creencia de que consigue trabajo a los que no tienen.
Sin movernos de Lavapiés, el 10 de agosto tienen lugar las fiestas de San Lorenzo. El origen de su veneración, al igual que con San Cayetano, también tiene que ver con su humildad. En este caso, el santo repartió entre los pobres los bienes del Papa que acababa de fallecer y entregó a sus superiores a los leprosos de la ciudad como parte del patrimonio de la Iglesia. Su generosidad le llevó a morir quemado en una parrilla un 10 de agosto, el día en el que se venera y se recuerda al santo.
La última de todas las fiestas, consagrada a la Virgen de La Paloma, tiene un origen muy diferente. El germen de esta festividad del barrio de La Latina se remonta al siglo XVIII. Concretamente a 1787, cuando Isabel TIntero, una mujer devota, encontró en la calle a unos niños jugando con un cuadro que tenía la imagen de una virgen. La mujer tomó el objeto y lo restauró para colgarlo en la puerta de su casa. Toda persona que pasaba admiraba la imagen. Tal fue la fama que alcanzó, que terminaron construyendo una iglesia para acoger a los numerosos fieles que se acercaban al lugar para ver a la virgen, que terminó recibiendo el nombre de La Paloma por la calle en la que todavía se encuentra.