CONTRA LA CIUDAD
En un barrio céntrico de una de las capitales más pobladas de Europa, en una calle con seis carriles dedicados al tráfico continuo de coches, motos y autobuses, en uno de los puntos más ruidosos de la cuarta ciudad más ruidosa del continente, de repente oigo el canto de un mirlo sobresaliendo sobre el estrépito. Es primavera y probablemente sea un macho avisando a su competencia de que su nido ya está ocupado. Los mirlos tienen tendencia a entonar cantos propios, cada individuo de la especie tiene su estilo, pero, además, los mirlos urbanos se han visto obligados a aumentar el volumen de su voz para hacerse oír entre tanto ruido. Es una de las mutaciones que potencia la ciudad en esta especie. Otros machos, en cambio, se quedan mudos. No es el caso de este.
Los mirlos no son los únicos pájaros vecinos de mi barrio en Madrid. Además de palomas y gorriones, especies menos tímidas y por eso muy visibles, se pueden encontrar ejemplares de otras más esquivas como carboneros, jilgueros o incluso halcones. No es fácil, hay que hacer un ejercicio de atención. Identificar aves es siempre una actividad en la que la escucha cuenta tanto o más que la vista. Pero en un entorno urbano requiere un esfuerzo superior. Es como uno de esos juegos de agudeza visual en los que hay que enfocar para ver la figura que se oculta bajo la imagen aparente. O como palpar un objeto pequeño en un cubo lleno de barro y basura.
El paisaje sonoro de la ciudad está lleno de esos desperdicios, es una masa informe de sonidos que no transmiten información relevante y que anulan otros mucho más interesantes como los de los pájaros. Esta baja fidelidad, esta forma estruendosa de ser urbanos, mutila uno de nuestros más poderosos sentidos y capa nuestra relación con otras especies y personas.
«La ciudad es uno de los grandes logros de nuestra civilización». Leo el titular de una entrevista con una urbanista con la voz del mirlo aún resonando en mi cabeza y pienso cómo este arquetipo sigue dominando el discurso de profesionales y legos. La urbanización se propone como única forma de habitar el desarrollo, confrontándola —implícita o explícitamente— con lo rural e incluso con la naturaleza, como si solo con la ciudad tuviéramos bastante para estar vivos.
De hecho, se tiende a hablar de ciudad como si fuese algo homogéneo —yo mismo lo hago en este capítulo— y no una definición a la que se pueden acoger unos quinientos mil lugares en todo el mundo, poblaciones que es imposible que sean la misma cosa. La ciudad es un sistema abierto y complejo que, sin duda, tiene virtudes, pero también muchísimos defectos. Pero, además, ha sido y es origen y reflejo del modelo económico dominante. Y se ha convertido así en un monólogo en el que el ruido lo ponemos nosotros.
El imperialismo sonoro es una de las tramas del imperialismo económico y tecnológico que tiene origen en la ciudad y se extiende hasta el punto más lejano y presuntamente más virgen del planeta. El imperialismo sonoro es un rumor que nace aquí y obliga a mi vecino mirlo a subir la voz, lo mismo que cambia el paisaje y el comportamiento de animales y plantas en las reservas naturales más protegidas y alejadas de lo urbano.
Hay una rama de la ecología que estudia los paisajes sonoros, la relación a través del sonido entre los seres vivos y su entorno. La ecología acústica fue impulsada en los años sesenta del siglo pasado por el ya presentado R. Murray Schafer y su equipo de la Universidad Simon Fraser de Vancouver. Crearon el World Soundscape Project con el objetivo de «encontrar soluciones para un paisaje sonoro ecológicamente equilibrado en el que la relación entre la comunidad humana y su entorno sonoro esté en armonía», y realizaron estudios y grabaciones de campo en Canadá y Europa.
No es una disciplina multitudinaria, pero está llena de personajes interesantes, profesores y catedráticos, músicos, naturalistas y gente curiosa que sale al campo con equipos de grabación para hacer algo que es casi inaudito ahora mismo: escuchar.
Gordon Hempton es uno de esos personajes. Conocido como The Sound Tracker, el rastreador de sonido, ha participado en series, películas y documentales, ha ganado un premio Emmy y ha publicado unos cuantos discos con paisajes sonoros naturales que se pueden encontrar en YouTube y Spotify. En 2005, Hempton estableció cuál era el lugar más silencioso de Estados Unidos —entendiendo silencioso por falto de sonidos antropogénicos—, un espacio de menos de tres centímetros cuadrados en el Olympic National Park. Decidió ponerle nombre, One Square Inch of Silence, una pulgada cuadrada de silencio, montar una fundación y tratar así de protegerlo del ruido. No lo consiguió. Aunque tuvo su momento de gloria y llegó a desviar alguna línea comercial, los aviones acabaron arruinando la tranquilidad y Hempton se embarcó en otro empeño aún más ambicioso: Quiet Parks International.
«La misión de Quiet Parks International es preservar la tranquilidad en beneficio de la vida, no se trata solo de nuestra salud, es también para la vida salvaje», explica. Quiet Parks otorga la calificación de parques tranquilos o silenciosos a zonas en territorios salvajes en Estados Unidos, Canadá, Finlandia, Polonia, Namibia, Filipinas y Ecuador. También hay parques urbanos certificados en Taiwán, el Reino Unido, Bélgica y España: el Parc del Montnegre i el Corredor, a poco más de cincuenta kilómetros de Barcelona.
Para Gordon, «la tranquilidad es un derecho para todo ser humano; nuestro objetivo es llegar a un punto en que la mayoría de la gente en el planeta pueda tener ese silencio y esa tranquilidad como una opción diaria». Es difícil no estar de acuerdo con este propósito y sería chocante que este libro lo estuviese. Sin embargo, el proyecto encierra una contradicción: convertir la tranquilidad de los paisajes sonoros de la naturaleza en una atracción turística puede ser una vía rápida para acabar con ella. Allá donde llevemos la ciudad, llevaremos el ruido.