Cuesta creer que en parte del barrio hubiera un bosque, que allí se cazara y que, andando los años, estas fueran tierras ganaderas. Cuesta creer también que la gran dehesa de la que hablamos, a la que pertenecerían estos terrenos y que llegaba hasta El Pardo, tuviera un origen común con la actual Dehesa de la Villa, un parque bien conocido pero alejado de nosotros. El nombre de los Montes de Amaniel (que heredará la dehesa) deriva de Lope de Amaniel, Guarda Mayor de los bosques durante el reinado de Enrique II de Castilla, en el siglo XIV.
En el año 1152 Alfonso VII dona al pueblo de Madrid
las tierras entre la Villa y Segovia. A partir de entonces, dichas tierras pasan a ser un comunal administrado por el Concejo. Durante los siglos venideros se vivirá una presión continua por cambiar el régimen de propiedad de los comunales y, poco a poco y a través de diversos procesos administrativos, la mayoría de estos fueron “privatizándose”. Estos montes de la Villa se utilizaban generalmente para pastos, leña, caza y pesca. La villa asumía la guarda y conservación, con guardas y caballeros de monte. Casi no obtenía nada, apenas las multas por infracciones, por lo que el propio ayuntamiento fue también inclinándose por formas de cesión temporal a cambio de arrendamientos. De esta manera, en las dehesas (como la de Arganzuela, el prado de la Tocha en lo que es hoy Atocha, o la de Valañón en San Sebastián de los Reyes) se arrendaban ya en el siglo XV partes para una explotación más intensiva, además de cobrar
los ya tradicionales permisos por construir corrales o parideros. A los arrendatarios les pasaba a corresponder el mantenimiento.
De 1496 se conserva la protesta sobre la dehesa de Amaniel en aras de hacer el uso más exclusivo, porque “comen con sus ganados caballeros y escuderos y los ganados de los carnigeros no hallan qué comer”.
Desde 1483 la dehesa de Hamaniel (así se citaba entonces) se dedicaba “para los ganados de los que se encargaren de las carnicerias”. Es decir, allí pastaban los ganados que habrían de servir de alimento a la Villa. Antes había servido de pasto común, pero dicho año se dispuso que salieran las demás cabezas de ganado “so pensa de 50 maravedíes”, a excepción de los ganados del Real del Manzanares o el Monasterio de San Jerónimo el Real. La dehesa (que también se llamó de San Bernardino y luego de la Villa) fue durante muchos años la única dehesa carnicera de Madrid, a excepción de ciertos periodos, en los que, por la escasez de pasto, se le unió la de Arganzuela.
A partir del siglo XVI empiezan a arrendarse tierras. En 1530, por el aumento demográfico, los monarcas concedieron el permiso para arrendar treinta fanegas en la dehesa de Amaniel (una vez recogida la cosecha la dehesa volvería a dedicarse al pasto). Como consecuencia de estos arrendamientos, se empieza a acotar la dehesa.
Las parcelaciones serían a partir de entonces una constante, como forma de obtener fondos para la corona y el Concejo. Es fácil imaginar como, en su parte más cercana al avance de la urbanización de la ciudad, las pueblas fueron luego comiendo terreno a la antigua dehesa. Enajenaciones, ventas, urbanización o la Ciudad Universitaria limitaron los campos a lo que hoy conocemos como Dehesa de la Villa, un pedazo de bosque trufado de restos históricos (de los capirotes de los viajes del agua a los restos de la Guerra Civil) en el distrito de Tetuán.
Además de la carne, a Madrid llegaba a través de la dehesa el agua, con los viajes del agua de Amaniel, construidos en el siglo XVII, que abastecían parte de las fuentes públicas de la ciudad. Sin duda las que hubo en lo que hoy es el barrio.
Si queremos imaginar cómo eran los habitantes originarios de la dehesa – las encinas – podemos fijar la vista en el árbol centenario de 18 m. oculto en el patio del conservatorio de música de la calle Amaniel, en lo que fueron las huertas del antiguo Noviciado de padres jesuitas de San Bernardo, sobre cuyo solar se levantó posteriormente la Universidad Central. En tiempos, por la misma calle Amaniel bajaba un arroyo, y las huertas del noviciado ocupaban grandes extensiones
en lo que eran afueras de Madrid. Luego la ganadería acabó con las encinas, Madrid con las vacas y el progreso con el régimen de propiedad común que caracterizó esas tierras durante siglos.