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Estación de Atocha, ¿no-lugar o ciudad de trabajadores?

Uno de los conceptos de la antopología más manoseados en los últimos años es el de no-lugar (Marc Augé). En contraste con el lugar (nombrado desde el punto de vista de su aparato intelectual, como espacio de intercambio social) están aquellos espacios donde solo sucede la transitoriedad. Aunque el propio Augé advierte de que lugar y no-lugar rara vez aparecen de forma pura, desde que tuvo la ocurrencia a principios de los noventa del pasado siglo todos entendemos lo que son a través de los ejemplos: una autopista, una habitación de hotel, un aeropuerto, una estación, una franquicia de cualquier ciudad del mundo o un supermercado.

A pesar de que la estación de tren, quizá por aquello de los ocres vetustos de las más antiguas o las escenas de despedida en el imaginario cinematográfico, se nos presenta con más pedigrí que el aeropuerto de brillos quirúrgicos, también, en cuanto que espacio de tránsito continuo, podría caber en los contornos del palabro. ¿O no?

Me paro a mirar y levanto las alfombras en los rincones de la estación de Atocha, que no solo es un espacio de paso sino que es por el que más viajeros de tren pasan (el 40% de los viajeros de la red española). Me pregunto si estoy en un lugar fuera de la Historia, ajeno a las relaciones personales –preguntar por el andén 5 no cuenta– , dentro de una burbuja extraña a su sociedad...

graffiteros,

En una primera mirada, efectivamente, ante los ojos se dibujan caminos sobre cuyas líneas invisibles andan frenéticamente viajeros, muchos de ellos con su trolley (donde se empaquetan los enseres útiles para la vida, es decir, propios de los lugares). Son los usuarios y usuarias de los tres grandes servicios de transporte que confluyen en la estación: los trenes de cercanías y de media distancia, el tren de alta velocidad y el metro.

Pero si te detienes y miras, si sales del marco de la utilidad primera de lo que una estación es, la cosa cambia. Vamos allá.

Con este post a medio escribir, encontré el trabajo de Álvaro Ramoneda y Ramón Sánchez Ramón, que parte de intuiciones parecidas a las mías. En el artículo académico Del no-lugar al cronotopos, pasando por el vestíbulo de la Estación de Atocha, se plantean cuánto de Augé cabe en Atocha. Se centran en el jardín tropical de la estación histórica, un espacio con bancos y cafeterías, más apropiado para acoger abuelitos con cachaba que el resto de las arquitecturas del gran complejo ferroviario. A través de cientos de fotografías hechas a lo largo del tiempo, analizan individuos y situaciones coincidentes para visualizar las relaciones sociales en la estación. Aquellas “personas repetidas” en las instantáneas surgen en su investigación como llamadas de la insumisión humana ante la tiranía de las estructuras. El planificador urbano dispone y, a veces, nosotros hacemos con el espacio lo que nos da la gana. Llámelo usted reapropiación si prefiere la finura.

Sabemos por tanto que hay gente que pasa el tiempo por elección dentro de la estación. Hay una pareja de adolescentes que siempre está pelando la pava en las escaleras más escondidas del cercanías pero, además, esa enorme superficie que es Atocha para funcionar necesita expropiar, digo contener, vida. Unos van al trabajo y otros lo sufren allí, y acercarse a los lugares de trabajo de la gente es inmiscuirse en un tercio de sus vidas.

Pocas imágenes trasladan de forma tan plástica la idea de la estación como mera pasarela de tránsitos que la de sus escaleras mecánicas. Sobre ellas: un cuerpo inerte con la mente nadie sabe dónde mientras el espacio se mueve por ti, acercándote a tu destino. Sin embargo, con relativa frecuencia –más en tiempos de crisis– las escaleras se rompen. Clausuradas, quedan a la vista las tripas mecánicas del engendro y a su alrededor aparecen unos tipos enfundados en un mono, sellados con el logotipo de la empresa concesionaria del mantenimiento de la estación.

La estación de Atocha es un gigantesco centro laboral donde cada día fichan por centenares limpiadoras, vigilantes, personal de metro y ferrocarril, camareros, personal de mantenimiento… Personas para quienes Atocha es la conversación de oficina, el cagarse en el jefe, enamorarse de un compañero de turno o sufrir conflictos laborales.

Insistimos. En Madrid Puerta de Atocha hay administraciones de lotería, librerías, bares, establecimientos de alquiler de coches (claro), estanco, centro médico, mogollón de restaurantes y bares, tiendas de todo tipo…Si te fijas bien, puedes ver a policías de paisano compadreando con los numerosos guardias jurados –si Atocha fuera un pequeño Estado lo sería policial seguro–, taquilleras echando un piti puertas afuera de Puerta de Madrid, pedigüeños que siempre acaban de salir de la trena y a los que siempre les faltan unos euros para volver a casa. Puta vida la de estos currantes de la miseria: tantos trenes y ningún sitio a dónde ir.

A menudo hablo con E., que trabaja en un puesto de comida rápida de la estación. Vive en Parla, desde donde viene a currar cada día no a Madrid sino a la estación. De andén a andén. Al acercarte a la cabina prefabricada del puesto cambia el sonido ambiente: la música que anima su jornada se come el bullicio y la megafonía exterior; a un lado de la barra suele haber acodado un currela de la estación –cada vez uno distinto–: –“¿No está S.? –Hoy tiene turno de tarde, le toca trabajar el finde”. El puesto está pensado, evidentemente, para la gente de paso…pero algunos pasan muy a menudo, hasta el punto de que E. y sus compañeras ponen sonrientes el almuerzo a sus clientes habituales antes de que abran la boca.

En realidad, siempre fue así: la conformación de esta parte de Madrid en los siglos XIX y XX tiene mucho que ver con el trabajo asociado al ferrocarril. No muy lejos de allí, podemos ver una pequeña parte de los talleres pertenecientes al nudo de comunicaciones convertido en museo de última hora. Una interesante experiencia de vanguardia que, como muchas de su género, han colonizado un edificio industrial sin que en ellas quede rastro de las clases trabajadoras que le dieron sentido. Qué se le va a hacer, al menos no se lo comió la piqueta. Triste consuelo. La presencia de la estación era una con el sur industrial en Madrid y una cuña grasienta en el próspero Ensanche Este, separando físicamente los barrios de Retiro y Pacífico. Así que no, la estación tampoco es un espacio fuera de la Historia.

Ya de vuelta de mi viaje solipsista por la estación de Atocha, me integro en el sendero de hormigas y paso frente a tres o cuatro franquicias antes de picar en el torno. Aún con las gafas de chafardero con ínfulas, reparo en la similitud de la voz de la grabación de los mensajes de megafonía con la de todas las voces de su especie. Quizá no se trata de separar lugares y no-lugares, sino de ¿encontrar los primeros en los segundos?

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