Iñaki Domínguez es filósofo y doctor en antropología pero, sobre todo, estajanovista del ensayo a bordo de la nave de la editorial Melusina. Desde que le entrevistáramos en 2017 a propósito de Sociología del moderneo ha publicado Signo de los tiempos. Visionarios, locos y criminales del siglo XX, Cómo ser feliz a martillazos. Un manual de antiayuda, El expiador. Vida y obras de Charles Manson y, ahora, Macarras interseculares. Una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros.
El nuevo volumen de Domínguez nos lleva de paseo por las calles de Madrid y sus barrios a través de un buen número de caras y nombres. Algunos míticos o de líneas difusas, otros conocidos; la mayoría, luzcan su nombre real o uno ficticio, informantes suyos en el proceso de escritura de Macarras…
Hoy volvemos a hablar con Iñaki para que nos explique de qué va este ensayo. Partimos, de macarra en Macarra, de la Plaza del Dos de Mayo a Lavapiés, hacia las colmenas de la M-30 o La Prospe.
—¿Cómo es el macarra autóctono español?
—Hablemos primero del término “macarra”, que es algo que me fascina. El macarra, originalmente, era el proxeneta. El vocablo proviene del francés «maquereau» que significa literalmente «caballa». Se dice que quizás tenga algo que ver con el olor de los genitales de hombres y mujeres. El proxeneta afroamericano es llamado «mack man» o «mackerel»; un concepto transferido a Estados Unidos, también del francés, a través de Nueva Orleans. Tanto el macarra español como el mack estadounidense cuentan con la misma raíz etimológica: «maquereau». No obstante, con el tiempo el término se usó más ampliamente, como insulto, y remite hoy a un personaje callejero. En España la gente hace vida en las calles, sobre todo en Madrid. Se dice que los madrileños son chulos, palabra que también remite al proxeneta. En el libro lo defino como: “Alguien que habita las calles, que quiere reafirmar su identidad públicamente y que, para lograrlo, en muchos casos hace uso de sus puños o delinque”. Dicho esto, no empleo la palabra a modo de insulto. De hecho, a día de hoy lo macarra está muy de moda.
—Para escribir el libro te has dedicado a buscar macarras de todo tiempo y pelaje para entrevistarlos, ¿cómo diste con ellos? Seguro que hay alguna anécdota de aquellos encuentros que se pueda contar.
—A través de amigos, de conocidos. He entrevistado a más de setenta personas, algunos más macarras que otros, pero siempre se trata de gente que conocía bien las calles. ¿Anécdotas? Me metí en un narcopiso de Malasaña con una amiga a entrevistar a gente… Meses después, cuando estaba transcribiendo la grabación, descubrí que mientras mi amiga y yo estábamos en otra habitación, uno de los entrevistados dijo, sin darse cuenta de que la grabadora estaba sobre la mesa, a su amiga toxicómana: “Estos dos, si tuviesen pasta, nos endrogábamos aquí y nos los acabábamos follando, a él y a ella»”.
—El rumor. El hábitat de los protagonistas de tu libro es la calle (y sus sucedáneos, como los garitos o parques) y el rumor es la forma de comunicación de las calles, lo que está presente en tu libro. Háblanos de lo que supone el rumor en el contexto de tu libro y cómo este lleva al mito.
—Pues mi libro es una historia oral de Madrid, de 1965 hasta 2020, pero también es un tratado de mitología urbana. Me interesa el rumor como distorsión de la realidad que es construida colectivamente. Pero también me intereso en hallar la cosa en sí del mito. Por eso me he acercado a los miembros originales de algunos de los grupos míticos de las calles de Madrid.
—El macarreo aparece muy ligado al urbanismo y a la periferia pero me ha sorprendido que uno de los escenarios generadores de tu libro tenga que ver con el franquismo urbanístico y sociológico.
—Sí, el libro analiza la relación simbiótica entre el macarra y la ciudad que habita. Los macarras modernos son aquellos que surgen con el franquismo tardío, que se desarolla económicamente y se abre a influencias extranjeras. Eso se traduce en desarrollo urbanístico, construyéndose el escenario en el que habrá de vivir el personaje callejero. Hablo de la famosa Costa Fleming, que surge en nuevos barrios construidos a partir de los cincuenta, de las famosas colmenas de la M-30, y de muchos otros lugares. Me he interesado por entrevistar a gente que vive esos barrios y épocas desde dentro.
—Lo siguiente que me ha interesado mucho de tu libro se podría ligar con lo anterior: lo que llamas los “pijos chungos” ¿está relacionada la mentira de la meritocracia también con lo callejero? Cuéntanos de Pachá y así nos lo traemos al barrio...
—Hay que decir que la Panda del Moco, mítica banda de pijos expertos en artes marciales de los primeros años ochenta se hicieron conocidos por sus propios méritos. Aun así, ocurre a veces que cuando algunos pijos tienen problemas, si sus padres son muy poderosos, les sacan del lío. Uno de mis entrevistados fue condenado a cuatro años y medio de cárcel, pero su padre logró que un ministro le indultase. Pachá era la discoteca donde paraba la famosa Panda del Moco, que contó con varias generaciones. Había muchas peleas a las puertas del local. Lo típico era empujarse con alguien o discutir por alguna chica e invitar al otro a salir fuera. Entonces, algún pijo malo lucía sus aptitudes atléticas realizando patadas de full contact.
—¿Sabes que en tu libro aparece la palabra Malasaña 102 veces? (le dedica un capítulo y sale en otros). Cuéntanos algo más de la relación que Malasaña ha tenido en sus distintas vidas con el macarreo.
—Malasaña fue un barrio complicado en los años setenta y ochenta. Una de las cosas que más me han fascinado fue la llegada de muchos iraníes a España tras la revolución de Jomeini, en 1979. Muchos de esos refugiados se iniciaron en la venta de heroína, vendiendo directamente en la Plaza del Dos de Mayo. Lo cierto es que la mencionada revolución de 1979 suspuso un boom en el consumo de heroína durante los años ochenta. Aun así, Malasaña también era zona progre. En los setenta y ochenta bajaban al barrio grupos fascistas como los Guerrilleros de Cristo Rey, con cadenas y cascos, a pegar a los izquierdistas de la zona. Ya en los noventa los skins nazis hacían alguna incursión, pero era más peligroso para ellos, porque en la zona había muchas tribus urbanas antifascistas más violentas que los típicos progresistas hippies de clase media: estaban los sharperos, los raperos o los punkis. No solo se daban las “cazas” de skins nazis contra estos grupos, sino también a la inversa.