Cenas, charlas y política: 40 años de Mastropiero, la primera pizzería de Malasaña
Hoy en Malasaña hay pizzerías a patadas pero como Mastropiero, ninguna. Además de ser la primera que se abrió en el barrio -Sandos (1983) y Maravillas (1984) llegarían poco después- cuenta con Mirta, su dueña, como ingrediente especial
Aunque hace 16 años que debería de haberse jubilado, Lilia Mirta Agostini Castro sigue como referente de Mastropiero, la primera pizzería que se abrió en Malasaña. Este negocio cumple cuatro décadas de existencia en 2021 y toca acercarse a él, o regresar, antes de que ya no esté.
“Yo no me quiero morir aquí, pero me gusta la gente y voy a seguir hasta que pueda. En cualquier caso, me queda poco”, confiesa Mirta, una combativa mujer de 81 años que prefiere hablar de política, de filosofía de vida, de derechos laborales, de dictaduras sudamericanas, de la reciente subida de la luz o de la necesidad de luchar por una sanidad pública -entre otras cosas-, antes que hacerlo de la historia de su local.
Las pizzas y empanadas de Mastropiero, cuya calidad no vamos a descubri a estas alturas, llevan un impagable ingrediente extra, social y reflexivo, que las hace únicas; un sabor que se puede apreciar en toda su intensidad los días de menos ajetreo, cuando Mirta tiene más tiempo para hablar con los clientes.
“Me espanta lo que veo. La gente se ha quejado por el tiempo que hemos tenido que vivir confinados sin darse cuenta de que ya estábamos viviendo así. El sistema tiende a aislarnos: el teletrabajo no nos hace más libres sino más débiles y las nuevas tecnologías, el móvil, provocan que no nos miremos tanto como deberíamos”.
“Hay clientes que vienen al local y comparten pizza pero no el momento porque no despegan la nariz de la pantalla. Cuando veo eso me acerco y les digo que aquí pueden besarse, acariciarse e, incluso, reñir un poquito si toca, pero que como se pasen el rato con el móvil les dejo sin postre. Obviamente es broma, aquí el postre -tarta de chocolate con dulce de leche- lo regalamos a todo el mundo, pero me gusta hacerlos pensar”.
“En la memoria se nos queda aquello que hemos vivido, no los últimos mensajes recibidos de WhatsApp. Sin pensamiento nos dejan sin herramientas, no somos dueños de nada, nos convertimos en prescindibles para un mundo absolutamente liberal que tiene programada nuestra obsolescencia después de habernos exprimido ”.
“Malasaña ha caído en las fauces de la especulación”
El Mastropiero respira espíritu de la Malasaña de los 80 por los cuatro costados, el de la efervescencia cultural, la vida vecinal y los tiempos del asociacionismo más peleón que reclamaba unos derechos que se consiguieron y que, según Mirta, están ahora en retroceso. Es un lugar maravillosamente anacrónico.
“Este es mi barrio favorito, aquel donde elegí vivir y montar un negocio. Me gusta su solera, sus edificios, su gente, su diversidad, cómo ha luchado siempre… Una pena que todo eso se vaya a perder. Esto se está llenando de pijos. Los vecinos y clientes de siempre se están teniendo que ir por el precio de la vivienda. Malasaña ha caído en las fauces de la especulación. Los fondos de inversión están sacando la esencia de la vida de un lugar que siempre fue lindo por ser medio barrio y medio pueblo”, sentencia una Mirta inmersa ella misma en una mudanza que la llevará en unos días a instalarse lejos de las calles de Malasaña.
A sus 40 años llega Mastropiero de milagro. Sobrevivir a la pandemia, para un local con un aforo de solo 22 personas y nocturno, ha sido especialmente duro. A fuerza de consumir ahorros es como Mirta y su hijo, con quien comparte dirección del negocio, lo han podido conseguir. Ahora abren también los fines de semana durante todo el día y, por primera vez en su historia, cierran por descanso los martes.
En los buenos tiempos, en la pizzería llegaron a estar trabajando hasta cinco personas, “siempre bien pagadas y con sus contratos en regla”, destaca esta vieja sindicalista, muy crítica con “la bajada de pantalones” de los sindicatos mayoritarios ante la vigente reforma laboral que sacó adelante en su día el gobierno del PP.
Ahora, el negocio sólo da para tener en nómina a un empleado y Mirta no confía demasiado en que la cosa vaya a remontar: “No hemos salido de la crisis en la que estamos inmersos desde hace 15 años. Ahora ser mileurista es un lujo cuando por aquel entonces era una miseria. Además, cada vez hay menos vecinos y el turismo que llegue, cuando todo se recupere, será un turismo low cost que no hace gasto en los restaurantes del barrio”.
Un clásico de la calle San Vicente Ferrer
Mastropiero lleva 18 años instalado en el número 36 de la calle San Vicente Ferrer, en el local donde estuvo el desaparecido restaurante La Gata Flora. Pero donde abrió sus puertas por primera vez fue en la esquina de enfrente, en el número 34, en una antigua carnicería con una larga barra.
Aunque el negocio no se entiende sin Mirta, no fue ella quien lo inició, sino que se incorporó poco después de que lo montaran tres socios, a los que pronto acabaría comprando sus respectivas partes.
“Ninguno de nosotros tenía formación hostelera y ellos quisieron cambiar de aires. Yo, después de aprender el oficio y con un hijo a mi cargo, no tuve más elección que continuar con esto, pese a que soy maestra y en Argentina trabajé como tal. Tampoco me arrepiento de haberlo hecho”, dice esta mujer que llegó a Madrid en 1978 huyendo con lo puesto de la dictadura de Videla, tras recibir un aviso de que los mismos militares que poco antes habían hecho desaparecer a su ex pareja iban a por ella.
De los “huevos” de Matanzo al papel de plata para la droga
La memoria de Mirta sobre estos 40 años en Malasaña al frente de su pizzería dan para escribir un libro bien gordo, salpicado de múltiples anécdotas.
“En la época de La Movida, cuando abrimos, a las 2 y a las 3 de la mañana había un río de gente en esta calle que iba a la Maravillas, al Café Manuela y a otros lugares donde había conciertos, como el Elígeme. Nos fue muy bien. El barrio era pura efervescencia cultural, Tierno Galván gobernaba… Había algún problema entre las múltiples tribus urbanas que poblaban las calles, pero sólo se peleaban entre ellos”, recuerda.
“A finales de los 80, en el aspecto político, nos tocó sufrir como concejal de Centro a Ángel Matanzo, que con su línea de acoso y derribo de lo vecinal y nocturno mandaba a la policía de muy malas maneras a que nos hiciera la vida imposible. Una vez, reunidos los hosteleros con él en el Café Manuela para pedir explicaciones sobre su proceder nos dijo, agarrándose de sus partes, que actuaba así porque le salía de los huevos. Ese era el nivel”.
“También hacia el final de la década de los 80 y en los primeros 90, cabe destacar los estragos que causó la droga en el barrio. Fue duro y triste a la vez. Nosotros envolvíamos la comida para llevar en papel de plata y había quien venía sólo a por ese papel. Cuando me advirtieron que lo usaban para drogarse puse una cartel bien grande donde decía que no dábamos más”
Para que Mastropiero vuelva a ser del todo Mastropiero habrá que esperar aún un poco, hasta que las restricciones por Covid-19 permitan desprecintar el servicio en barra. Con clientes acodados en ella, o compartiendo mesa corrida, entre trozos de pizza y empanada argentina, es como se ha forjado la historia de este lugar.
Catálogo de clientes
Mirta no quiere fotos, así que quien quiera verle la cara deberá acudir a su local. Ella, que durante muchos años estuvo fotografiando a cientos de clientes que acudían a su pizzería, nos niega con amabilidad su imagen. Tratamos de hacerle ver cierta incongruencia, pero es lo que hay.
El primer local en el que estuvo Mastropiero, anteriormente una carnicería con grandes ventanales, se caracterizó, entre otras cosas, por tener pegadas en los cristales fotografías de los clientes que pasaban por el establecimiento.
Sin pretensiones artísticas de ningún tipo, aquellas imágenes de gente disfrutando de la amistad, de unos botellines y de unas pizzas, las tomaba Mirta cuando se le antojaba y se llevaba la cámara al trabajo. Luego, las revelaba y las colocaba en el escaparate.
Ni se vendían ni se regalaban, eran patrimonio de Mastropiero. Hoy, guardadas en una caja, se pueden ver como un catálogo de clientes que pasaron por ese lugar.