Francisco Umbral lo llamó “el corazón podrido de la gran manzana de Argüelles”, pero no siempre lo fue. Su construcción en el XIX se encuadra en el plan de Castro para ensanchar Madrid, y seguramente con inspiración del barrio del marqués de Salamanca, su urbanismo geométrico de triángulo equilátero fue durante un tiempo rara avis en la improvisada planimetría madrileña.
Era un barrio, pequeño sí, pero un barrio, lo que se llevó la piqueta por delante. Un barrio con su plaza, su mercado, su escuela de Artes y Oficios, su cuartelillo de la guardia Civil y su estafeta de correos. En el frontal del tranvía 22 se leía que aquel tren paraba en Pozas.
Si la realidad de los 10000 metros cuadrados no eran una anécdota sin entidad, tampoco sus edificios eran infravivienda, como la de algunos otros barrios de casas bajas hoy desaparecidos. Eran edificios con todas las de la ley, casas que antes del castigo de la guerra habían vivido tiempos mejores, pero que fácilmente podrían haber recuperado el brío de no haberse visto abandonadas hasta caérseles el reboque. Casas de ladrillo de cuatro plantas, con balcones en hierro forjado y trabajado, carpintería exterior de madera y teja árabe. Nada muy diferente de lo habitual en esos años. Tenía calles estrellas (se le conoció como “los callejones”) y un peculiar empedrado a base de gravilla de río que hizo que allí se rodaran varias películas. Baroja también lo utilizó como escenario en El árbol de la ciencia.
El barrio de Pozas estaba en el triángulo delimitado por Princesa, Alberto Aguilera y Serrano Jover, colindante con el barrio, avanzando, por ejemplo, hasta el final de Santa Cruz de Marcenado. Estaba justo donde hoy están El Corte Inglés de Princesa y un hotel de lujo. Fue derribado precisamente para levantarlos.
Pozas tenía dos calles, Solares y Hermosa, un pasaje, el de Valdecilla, y una placita con su árbol en el centro. Los nombres cántabros de las calles recuerdan el origen de Ángel Pozas, el promotor que levantó el barrio en 1863 con la intención de dignificar los hogares de la clase obrera, que, como demuestran los censos eran los vecinos mayoritarios: obreros, jornaleros, sirvientas y, curiosamente, militares y ferroviarios, por la cercanía de los cuarteles y del Ferrocarril del Norte.
Pero los terrenos que en un principio no tenían gran valor, que entonces estaban fuera de la puerta de San Bernardino, fueron convirtiéndose progresivamente, con la explosión definitiva de Argúelles como barrio burgués, en uno de los terruños más caros de la ciudad, “El triángulo de Oro”, el gran pelotazo de los setenta para la Compañía inmobiliaria Metropolitano.
Poco a poco los vecinos fueron aceptando los acuerdos con la inmobiliaria, que incluían una vivienda en otra zona de Madrid y algo de dinero, muy lejos de los más de 300 millones de pesetas de 1970
en los que se valoró la zona. Hubo encierros, luchas y juicios, que de poco sirvieron ante la realidad de un barrio que se iba convirtiendo en escombro por la piqueta, que se cebó con la zona aquellos años: algo antes se acabó con “los Bulevares” de Princesa, un poco después con la Iglesia del Buen Suceso, espléndido templo colindante con Pozas.
Lauro Olmo: el escritor sitiado
Nunca una bandera de España fue una jugada maestra de tal calibre en los barrios humildes. El 11 de febrero de 1972 la policía y los bomberos estaban preparados para emplearse con la piqueta en el número 4 de la calle de Hermosa, pero el comisario dio la voz de alto: en la puerta
estaba la enseña nacional, y su ultraje en aquellos años constituye delito. Lauro Olmo, quien con su mujer e hijos habita la casa, había ido en persona a la droguería Álvarez de la calle Rodríguez de San Pedro a por la pintura. A los dos días un juez decretó que la piqueta pasara por la fuerza colores del movimiento mediante. “Tuvieron que pisar la bandera, como Lauro había preparado. Ese fue su castigo”, en palabras de Pilar Enciso, la cónyuge numantina.
Lauro Olmo, poeta y dramaturgo cuyas obras (quizá la más conocida sea La Camisa) recrean la vida de las clases obreras, escenificó con su resistencia un auténtico episodio de dignidad social hecho carne. Cuando el desahucio se llevó a cabo, con una treintena de amigos y admiradores coreando su nombre, él y su familia, los últimos del barrio de Pozas, llevaban un año viviendo entre los escombros de las fincas vecinas.
La de Lauro Olmo es la más conocida de una historia de resistencia vecinal que se alargó tres años desde las primeras demoliciones en 1969. En el balcón de la casa familiar los paseantes de la calle Princesa podían leer “A este guardia que aquí veis la porra no le hace falta. Su justicia serán hechos respaldando a sus palabras”. No serán estos los únicos versos de resistencia que saldrán de la pluma de Olmo a propósito del “Caso Pozas”, sus coplillas volaban de boca en boca entre los ambientes más antifranquistas del Madrid de los primeros setenta.
Cuando Olmo fue desahuciado los tribunales ya habían dictado sentencias favorables a algunos otros vecinos que de poco sirvieron, como de poco valió la que dos años después daría la razón al escritor: se zanjó con una indemnización de dos millones de pesetas, de los que tres cuartas partes fueron a costear los 13 pleitos necesarios para el reconocimiento.
Malos tiempos para Madrid
Jerarquizar el espacio urbano es un viejo sueño de las clases pudientes que ya estaba en el primigenio plan de Ensanche de Carlos María de Castro, y que resurge con fuerza en los setenta, que tantos pedazos de ciudad se llevaron por delante. Expulsar a las clases populares de los centros urbanos y barrios “bien”, con la connivencia de las autoridades municipales. Los pisos de lujo del Pinar de Chamartín están sobre un antiguo barrio de casas bajas, igual que El Corte Inglés ocupa el solar del antiguo barrio de Pozas…e igual que medio barrio estuvo a punto de desaparecer para siempre con el proyecto de la Gran Vía Diagonal. En este caso la protesta organizada del naciente movimiento vecinal y la llegada del primer consistorio democrático frenaron el furor especulativo. La memoria del barrio de Pozas fue, sin duda, un referente continuo en los debates de aquellos vecinos de los setenta en Malasaña.
El café los cinco hermanitos, donde fuera asiduo el bohemio Emilio Carrere; la imprenta Murillo, de donde habían salido primeras impresiones de Ramón J. Sender o César Vallejo; la taberna Las Cuatro Puertas, de la que uno de sus propietarios, Satur Fernández, recuerda el olor de los callos y el lacón; los callejones donde los chicos jugaban al escondite; la tasca de Carrasco con su billar; el taller de motos de la familia Peláez… Todos recuerdos pescados en Internet que dan fe de lo que se va cuando, por el capricho rentable de una modernidad mal entendida, desaparece el lugar donde han vivido miles de personas. Sólo fue en los setenta y parece que el barrio de Pozas nunca hubiera existido.