Los toldos de la Puerta del Sol que se anticiparon 160 años a los que Almeida instalará en 2025

Desde que se dio a conocer el último proyecto de reforma de la Puerta del Sol, arreciaron las críticas por no aprovechar la ocasión para revertir el carácter de gran parrilla urbana de la plaza. De entre el debate emergió, irremediablemente, la posibilidad de instalar toldos. La idea, que algunos aprovecharon para recuperar con nostalgia militante la foto aérea de la plaza toldada durante la acampada de Sol, hizo fortuna y fue adoptada también por el Ayuntamiento. Aunque este verano ha llegado tarde a la cita y habrá que esperar al próximo para opinar sobre el resultado final, muchos medios titularon que Sol tendrá toldos por primera vez. Mas la novedad no parece ser tan novedosa, en realidad: existen fotos de Clifford del siglo XIX tomadas en  la céntrica plaza madrileña donde se aprecian grandes toldos sobre fachada que cubren toda la acera.

Los toldos de la imagen llegaron con la reforma que se llevó a cabo entre los años 1957 y 1962 de la mano de Lucio del Valle, Juan Rivera y José Morer, que es la que, tras el derribo de decenas de inmuebles, amplió la plaza a una superficie de 9000 metros cuadrados y definió su espacio más o menos como lo conocemos. Sol era ya antes el corazón de Madrid, pero el órgano, por donde circulaban cada día millares de carruajes y vecinos, era más una encrucijada de calles que una plaza.

El proyecto fue encargado por el Ministerio de la Gobernación en 1853 (hay que recordar que la antigua Casa de Correos, hoy sede de la Comunidad de Madrid, era entonces la sede de dicho ministerio) pero las obras, que pasaron luego al de Fomento, no comenzaron antes de 1857, sobre todo por la dificultad de las expropiaciones necesarias para hacer el cambio radical del viario que exigía la idea de una gran plaza a la europea. 

La solución de los toldos en la parte septentrional de la plaza no aparece en los dibujos de las fachadas del proyecto de los que disponemos y dependían, al parecer, de los comerciantes de la plaza. La aparición del mecanismo llamó la atención durante las últimas fases de las obras. En La Correspondencia de España del 28 de junio de 1862 se podía leer que se habían colocado “gruesas columnas de hierro que han de servir para sujetar los toldos destinados a dar sombra en toda la ancha acera de las casas recién construidas”.

Parece que había ya entonces enemigos de los árboles. El mismo medio reproducía días después estas palabras: “Propone un periódico que, ya que se han de colocar toldos en todos los edificios de la Puerta del Sol, sería muy conveniente que se suspendiese la colocación de árboles, pues con los faroles y las columnas que sostienen los toldos es imposible que haga buen efecto tanto pie derecho hacinado en una sola línea”. Añadía que la sombra ya la darían los toldos y que “lo mejor será asfaltar el piso que se proyectó para plantar árboles”.

Se lamentaba la prensa también, tiempo después, de que se necesitaban “media docena de mozos de nervio para correr y descorrer el toldo”, en el caso de que no se hubieran mojado por la lluvia, además, lo que traía de cabeza a los comerciantes de la Puerta del Sol. En 1965 el diario La Libertad reclamaba que el Ayuntamiento obligara a los comerciantes a echar “las cortinejas” por las mañanas.

La nueva plaza estaba bajo el escrutinio público y no solo por las columnas metálicas. El chorro de agua que se había instalado en la calle de San Bernardo con motivo de la inauguración de la traída de aguas se colocó en la fuente de Sol pero hubo de quitarse porque mojaba a los viandantes. En realidad, esta incomodidad no era el único motivo de crítica hacia la fuente, que acabaría en la glorieta de los Cuatro Caminos. También pudieron leerse quejas lamentándose de que la gente miserable se sentara en su contorno y no se hubiera colocado una verja alrededor para evitarlo.

Aunque estos fueran de mayor vuelo que los habituales, la llegada de los toldos en las fachadas de nuestras calles es indisoluble de la explosión del comercio burgués y creará un nuevo ámbito social en nuestras calles. El gran escaparate deja expuesta la mercancía al sol y esta precisa de protección. La acera se vivía ya en las zonas comerciales de otra manera.

Los primeros escaparates datan de mediados del siglo XIX, cuando fue técnicamente posible crear lunas grandes sin que se rompieran. Se hacen una realidad habitual después de la Primera Guerra Mundial, en Madrid en el primer tramo de la Gran Vía, con la proliferación de grandes almacenes y tiendas de lujo. Y viven su cénit, en cuanto a objeto casi artístico, con la Exposición de Artes Industriales y Decorativas de París, del año 1925. Durante la Segunda República el fenómeno irá en ascenso, hasta el punto que se creará un premio a los mejores escaparates.

Los escaparates se espectacularizan con la intención de atraer al peatón y, según explica Humberto Huergo en Una breve historia del escaparate madrileño moderno, se produce una “disolución de los límites entre el interior y el exterior y entre lo público y lo privado. La tienda invade la calle al tiempo que ésta se privatiza y se introduce en la tienda”.

La idea de una ciudad sombreada para el paseo caló hondo en el urbanismo de rostro más humano y se puede rastrear en la Memoria del proyecto de reforma interior en Madrid de José Luis de Oriol:

“La distribución de aceras de seis metros, cubiertas por marquesinas de tres metros de vuelo, obligatorias y corriendo a todo lo largo de las fachadas, reúne a la comodidad del soportal, la luz, limpieza e higiene que éstos nunca pueden alcanzar. Estas marquesinas con riego de lámina de agua en los días calurosos y los toldos inferiores también obligatorios a todas las casas, convertirán estas aceras en un paseo cómodo en todo tiempo, con lluvia o calor”.

El proyecto de de Oriol, presentado en 1921, nunca vio la luz pero evidencia que la reforma del viejo Madrid no paró con el desarrollo del Plan de Ensanche hacia la periferia. Pretendía abrir grandes vías de comunicación interior (que hubieran precisado de demoliciones similares a las que ya tuvieron lugar con la reforma de la Puerta del Sol y el trazado de la Gran Vía), pero también quería rediseñar lo que denominaba “una ciudad sin calles”. Su idea de urbe para el peatón gravitaba, precisamente, alrededor de la Puerta del Sol, en torno a la cual diseñó un entramado de calles libres de tráfico, desviado por grandes avenidas que evitaban pasar por Sol y su zona de influencia.

Hay fotografías de los años treinta que muestran la populosa calle de Bravo Murillo con grandes toldos bajo los que discurren los peatones. Los toldos han llegado al Madrid popular en una vía también muy comercial, a menudo enorme plaza de mercado informal. No es de extrañar. Los tendales que cubrían el género de los mercados al aire libre fueron el antecedente plebeyo de los toldos más sofisticados de las tiendas bien. Antes de los toldos comerciales, de hecho, otros toldos menos sofisticados habían llegado a la misma Puerta del Sol de forma temporal para el paso de procesiones o espectáculos públicos.

La imagen de Bravo Murillo, bien mirada y puesta en contexto, nos habla de otra de las razones de la extensión de los toldos sobre los pisos bajos. Solo unas décadas atrás, los vecinos de esa misma calle caminaban por el centro de la calzada, conviviendo con los carruajes y los tranvías. Solo el aumento del tráfico en la ciudad fue orillando al viandante hacia la acera, en un proceso disciplinario trufado de atropellos y  motines. El coche, pues,  también influyó en la conversión de la acera en un nuevo ámbito social.

La llegada de los aires acondicionados muchas décadas después pondría en crisis las imágenes de los toldos sobre las fachadas, pero ya hace tiempo que nos dimos cuenta de que, a medida que la tierra se calienta, estamos más obligados a buscar la sombra con el menor gasto energético posible. El año que viene, más de 160 años después, los grandes toldos estarán de vuelta en la Puerta del Sol.