Triple alerta por nevada, pandemia y contaminación en Madrid y un vecindario perdido en la maraña de restricciones

Alberto Ortiz

22 de enero de 2021 22:06 h

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En la parada del 124, en Begoña, una señora espera tranquila, resguardada de las primeras gotas de la mañana. “¿Hoy el autobús es gratis, no?”, pregunta al conductor mientras sube. “Sí, desde el lunes”, confirma el chofer. “Hay algún despistado que no se ha enterado, pero más o menos quien es usuario diario ya sabe. Además lo han puesto en todas las redes y lo están avisando”, explica. Entre el lunes y el pasado miércoles, el Ayuntamiento dispuso la gratuidad de este servicio público y también del Servicio de Estacionamiento Regulado (SER). 

Eran parte de las medidas anunciadas el alcalde madrileño, José Luis Martínez-Almeida, para intentar paliar las consecuencias del temporal de nieve 10 días después y que se sumaron a otras vigentes, como los confinamientos perimetrales por la pandemia o el protocolo anticontaminación, que se puso en marcha entre el domingo y el lunes.

Madrid vivió un par de días bajo una triple alerta –por nieve, por la Covid y contra la polución cuando entre las nevadas y las lluvias se dispararon los niveles en la capital– lo que multiplicó las restricciones cruzadas y un sinfín de medidas municipales y autonómicas sin que muchos ciudadanos supiesen a qué atenerse.

Es miércoles, 20 de enero, y todavía quedan montones de nieve acumulada en muchas aceras, pese a que han pasado 12 días desde la gran nevada. Un pasajero acede al autobús y recibe un ticket en el que se lee “billete justificante gratuito”. El resto pasa la tarjeta mensual mecánicamente por el lector. “Los que tienen abono deben validarlo igualmente y al que no tiene le damos un ticket”, dice el conductor. Javier, que también ha subido al autobús en Begoña, dice que sí conocía las medidas. “Estaba enterado, claro. Es que lo avisaron en el Telediario. Desde el lunes es gratuito y también las zonas de estacionamiento”. Aunque dice que quizá lo de los autobuses no sirva de mucho: “Ya mañana cuando no sea gratuito, pues con el abono y ya está. Si casi todo el mundo tiene abono”.

El 124 llega hasta el final de la parada, en Cuatro Caminos. Dos chicas se bajan y caminan por Bravo Murillo.  

—¿Para dónde van?

—Para el mercado.

—¿Pero viven por aquí?

—No, vivimos lejos, pero venimos a comprar porque es mucho más barato. 

—¿Y saben que esta zona está confinada?

—No, no sabíamos nada —se sorprenden. 

—¿Sabían que el autobús era gratis?

—Sí eso sí, porque cuando he mirado la app para ver cuánto tardaba el autobús te avisaba.

Las medidas municipales para facilitar los desplazamientos en una ciudad todavía condicionada por la resaca de Filomena se topan de pronto con el controvertido plan del Gobierno de Isabel Díaz Ayuso para hacer frente a la Covid-19, disparada de nuevo en la región.

La zona básica de salud de General Moscardó comprende un perímetro delimitado por las calles Raimundo Fernández de Villaverde, Bravo Murillo, la Castellana, General Perón y calle de Ávila. El confinamiento del barrio arrancó el 28 de diciembre. Según los datos de la Comunidad de Madrid, tiene una incidencia acumulada de 797 casos por cada 100.000 habitantes, tras un crecimiento exponencial en las últimas semanas. Dentro de esa zona se encuentra el Mercado Maravillas, que sobre el mediodía de un miércoles bulle de gente. 

Una pareja de ancianos espera su turno en una de las verdulerías del mercado. “Dame un par de puerros, un kilo de mandarinas…”, pide la señora. 

—¿Ustedes viven por el barrio?

—Sí, bueno, al otro lado de la calle —dice ella. 

—Cruzando Bravo Murillo —añade el señor.

—¿Y sabían que esta zona está confinada?

—No, la verdad que no sabíamos —dice él.

—Yo creo que la zona confinada es para el otro lado, ¿no? Nuestra zona ya estuvo confinada hace un rato. Con este sistema no se entera nadie, la verdad. Es un lío. 

—Si nos confinan, ya nos avisarán —dice él. 

—Yo, si me confinan, ya te digo que no me entero —completa la verdulera, que también vive por el barrio. 

En una pescadería que está un par de puestos más adelante, dos señores charlan tranquilamente. 

—¿Ustedes sabían que esta zona está confinada?

—Sí, claro. Desde aquí hasta Orense —dice el pescadero.

—No, pero el mercado no entra —dice el cliente, de edad avanzada y con un paraguas bajo el brazo. 

—Sí que entra, ¿cómo no va a entrar? Vamos que si entra —se enerva el pescadero mientras trocea unos filetes de merluza—. Es desde Bravo Murillo para acá, y luego hasta la calle Orense. Lo que tienes que apuntar en el cuaderno es por qué la zona de El Corte Inglés no la confinan. Eso sí que no puede ser (se trata de una de las excepciones contempladas en el plan del Gobierno regional). 

—¿Y lo ha notado en las ventas?

—Claro que se nota. Mucha gente, sobre todo mayor, que antes venía siempre ahora se lo piensa. 

—Pero al mercado sí te dejan entrar, porque es un lugar público —insiste el cliente. 

—Que no, que esta mañana estaba la policía haciendo controles en la puerta. 

Fuera del mercado, al bajar por la calle Palencia, parece difícil distinguir si la zona está o no confinada. Algunos arrastran un carro de la compra, una pareja saca al perro y algunas personas caminan con prisa debajo de sus paraguas. Según las restricciones de la Comunidad de Madrid, si una zona está confinada los vecinos no pueden desplazarse fuera del perímetro salvo que vayan al médico, a un centro educativo o al trabajo. También se establece como excepción el traslado para cuidado de personas mayores o dependientes, el desplazamiento a entidades financieras o a efectuar trámites judiciales o administrativos urgentes.

En el bar La Celadilla, sobre la calle Dulcinea, en el centro geográfico de General Moscardó, un señor toma un vino con la mascarilla en la barbilla mientras lee el periódico del día. Recita de memoria los límites del perímetro: “Hasta Raimundo Fernández de Villaverde, Castellana por abajo, General Perón y luego Ávila y ya Bravo Murillo”.

—¿Y os afecta?

—Pues a mí no mucho, pero pregúntale a este. Estos son los que están pagando el pato —dice con sorna mientras señala con un gesto de cabeza al camarero, que arquea las cejas y se encoge de hombros.

—Pues sí, un montón. Hay gente que no sale, que tiene miedo. Y es normal, pero claro.

—La verdad es que estamos hasta las narices de que nos digan lo que tenemos que hacer. Y hay mucha mentira. Esto de las zonas pues no se respeta mucho. Al final, a la señora que vive al otro lado de Bravo Murillo y que ha comprado toda la vida en el mercado, ¿le vas a poner una multa por cruzar la carretera? —arranca el cliente.

—¿Y crees que están sirviendo de algo estas medidas, estos confinamientos por zonas?

—Hombre, de algo sirven. Madrid no está la primera en contagios. De algo habrá servido. Pero vamos, como esto siga así yo te digo una cosa: prefiero morir libre que vivir encerrado.

La calle Orense también está dentro del perímetro delimitado por la Comunidad de Madrid, pero pasado el mediodía está repleta de gente, que entra y sale de las tiendas y restaurantes o de El Corte Inglés, que ocupa varias manzanas. El conductor de uno de los autobuses de la línea C1 también entrega un justificante de viaje a quienes no pasan el abono transporte. Dos señoras suben y charlan. “Yo es que he cogido el autobús hoy porque era gratis”, dice una. “Qué casualidad, a mí se me acabó ayer el bono, pero me he acordado que hasta hoy era gratis también”, responde su amiga.

Jorge toma algo con unos amigos en uno de los bares de General Oraá, la calle que da nombre a una de las zonas sanitarias del Barrio Salamanca con restricciones vigentes. La incidencia allí es de 774 casos por cada 100.000. Jorge ha salido de trabajar en un colegio del sur de Madrid y se ha desplazado hasta ese local del centro con sus compañeros. 

Charlan sobre otra de las medidas que estuvo vigente esta semana. El domingo, el Ayuntamiento estableció un límite de velocidad de 70 km/h en la M–30 y los accesos en el interior de la M–40. La regla estuvo vigente hasta el martes, como parte del protocolo anticontaminación de la ciudad, y se aplicó después de que en dos estaciones de vigilancia de la calidad del aire se rebasaran los 180 microgramos/m3 de dióxido de nitrógeno (NO2) durante dos horas consecutivas. “Yo no sabía nada, pero cuando llegué el lunes a Madrid vi los carteles en la M–30”, dice. Lo que también vio cuando bajaba del pueblo de la sierra Norte donde viven sus padres fue la boina de polución que se cernía sobre la capital.  

Ninguno de los cuatro amigos sabe que el bar donde están sentados se encuentra en una zona confinada, aunque uno de ellos vive por allí cerca. “A mí me pararon el lunes, en San Sebastián de los Reyes, al salir de escalada”, dice Rodrigo. El control estaba en una rotonda cercana al Hospital Infanta Sofía, aunque la policía no le multó. Simplemente le recordó que la zona estaba confinada y que no se podía circular libremente. 

Unos días más tarde, ese control ya no está. Hay un outlet justo al lado y, aunque al entrar el edificio luce algo desangelado, un puñado de personas se pasea por las tiendas de ropa. “No, yo soy de Madrid, no tenía ni idea de que estaba confinada la zona”, dice un cliente, que sale de una tienda de Adolfo Domínguez con dos bolsas. Una chica que compra en otro comercio admite que se ha escapado un rato, después de pasar por el hospital. 

Tampoco hay controles unos kilómetros más abajo, en el distrito de Miraflores, que pertenece a Alcobendas, una de las zonas sanitarias con mayor incidencia de la periferia de Madrid, con hasta 906 casos por cada 100.000 habitantes. “Sí, estamos confinados, pero tampoco te creas que nos cambia mucho, hacemos la vida en el barrio, como siempre”, sintetiza un señor que pasea a su perro por la calle Marqués de Valdavia.