La libertad comienza por una prohibición
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Sobre este blog
Ni dos años estudiando con las monjas Carmelitas, ni tres con los Hermanos Maristas, ni siete más con los Salesianos, ni los sucesivos ataques a mi integridad física e intelectual por parte de las bestias falangistas que impartían las asignaturas de Formación del Espíritu Nacional franquista en los años oscuros de mi juventud, ni siquiera tanta barbarie junta consiguió asustarme con sus dioses vengativos ni sus patrias imaginarias. Porque los dioses y las patrias son creaciones de la imaginación de los hombres que viven y se aprovechan de su exclusiva administración, porque ambos inventos sustentan lo peor de la historia criminal de la humanidad, porque ambos son la mecha de tanta injusticia en la Tierra. Por todo ello, a este blog le cobija el título de “Ni dios, ni patria, ni rey”.
El rey, que no lo había dicho, tampoco existe. Pero él todavía no lo sabe.
Uno es esclavo de su historia, de sus experiencias vitales, preso de sus traumas, sobre todo. La gente de mi edad, los que ya éramos adultos en la Transición y fuimos sujetos activos o pasivos de la salida de la dictadura, vivimos aquellos años convulsos traumatizados por la amenaza de los movimientos terroristas del GRAPO, ETA y la maquinaria terrorista de un estado tardofranquista que todavía condenaba a muerte a los opositores políticos, con Fraga Iribarne, el homo antecessor del PP, sentado en el consejo de ministros del dictador, con el Ejército y la Iglesia católica como guardianes del nudo que el generalito de voz de vicetiple creía haber dejado atado y bien atado... Esa gente de mi edad estará contemplando las exequias de Hugo Chávez con un incómodo sentimiento de déjà vu.
De pronto, por las televisiones venezolanas, todas ellas convertidas por decreto en televisión única, como aquella nuestra, en blanco y negro, del año 1975, la voz trémula del sucesor nombrado en vida, entre pucheros lacrimosos, comunica la muerte irreparable del “comandante presidente Hugo Chávez”. Mi cabeza dio un salto hacia atrás de treinta y siete años para representarme, como un latigazo, como una película vertiginosa, la imagen de Arias Navarro, a la sazón presidente del gobierno español, igualmente lloroso e inconsolable, con voz trémula, balbuciendo aquello de “Españoles... Franco... ha muerto”. Había muerto, por supuesto, tras una titánica lucha contra la enfermedad, como contaban sus hagiógrafos, consolado por los santos sacramentos, entre sotanas, cruces y relicarios varios para conjurar el favor divino.
Años más tarde, cuando murió Kim Jong-il, el “querido líder” de Corea del Norte (no confundir con Bárcenas, el querido líder de Correa del sur) una también inconsolable presentadora de la única televisión coreana comunicaba la muerte del dictador, enlutada y llorando, mientras explicaba que el presidente había muerto tras “un largo esfuerzo mental y físico” (¿) durante un viaje en tren. Se había muerto de puritito cansancio. Los grandes hombres siempre pasan a la otra vida después de luchar heroicamente contra la muerte traidora.
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