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`El ciudadano ilustre´: las sutiles turbulencias de los personajes femeninos

Los directores Gastón Duprat y Mariano Cohn (`El hombre de al lado´, 2008), repiten fórmula creativa llevando a la pantalla un guión del hermano de Gastón, Andrés Duprat, en esta cinta que representará a Argentina en los Oscar.

La película arranca con una secuencia poderosa: el protagonista recibe el Nobel de literatura y lo agradece con un discurso en el que abomina de premios y reconocimientos por parte del establishment y, como a veces ocurre en el caprichoso mundo de la alta cultura, se gana la ovación del mismo público al que acaba de vituperar.

El escritor, al que da vida el premiado Oscar Martínez, se encuentra en plena parálisis creativa, parece hastiado del triunfo y el brillo del éxito, mira por los enormes ventanales de su casa de Barcelona mientras la voz de su ayudante recita como un salmo todas las citas que le esperan los próximos meses. Entre ellas, una invitación imposible y tentadora: en su pueblo de origen, del que se fue hace cuarenta años y al que nunca regresó, quieren nombrarlo “Ciudadano Ilustre”. Contra todo pronóstico, quién sabe si tratando de llenar ese vacío de sentido vital y creativo en el que se encuentra, Daniel Mantovani, acepta la invitación.

Lo que comienza con visos de comedia es en realidad un lobo con piel de cordero; bajo la farsa se esconde una mirada caústica hacia la gente vulgar y quienes se salvan a sí mismos gracias a la legitimación de la cultura predominante. Desde otro ángulo, también refleja lo que el proceso creativo tiene de acto predatorio cuando se sirve de la piel de vidas anónimas.

Se agradece que la cinta no caiga en un amable retrato de la inocencia rural y los previsibles encuentros catárticos del regreso del héroe al hogar. Sin embargo, lo que en principio funciona como una virtud tiene también un doble filo: todos los habitantes de Salas son disfuncionales; o bien están claramente transtornados o esconden una trampa grotesca. Salvo el recepcionista del hotel, para el resto no hay esperanza. La cinta no se apiada de nadie: ni del escritor, ni de los habitantes de Salas, ni del público, que se encuentra acorralado entre una realización extremadamente sencilla y una historia que se torna tan hostil como el pueblo en el que transcurre.

Como suele suceder, el guion sufre unas sutiles turbulencias, unos pequeños baches que pasan normalmente desapercibidos: los personajes femeninos.

Sólo dos son resaltables: Irene, el amor pasado de Daniel, y `la groupie´.

Irene es un personaje crudo, está a medio cocer; promete pero no cumple. Como la historia entre ellos que pudo haber sido y nunca fue, es un esbozo de un personaje que podía haber sido interesante y aportar algo a la trama o, al menos, al protagonista masculino. Pero ni eso ocurre: Irene no es nada más que una bella y marchita mujer que ni se entiende ni nadie trata de explicar. 

La `groupie´ también apunta maneras, pero se diluye en el estereotipo. Chica joven que usa su cuerpo para escapar de la miseria. Ahí queda eso, no va más allá. El escritor cincuentón sale ileso del encuentro sexual con una adolescente; ella es ninguneada y rechazada cuando se convierte en un peligro para él. Y sucede algo muy interesante: el protagonista, personaje que durante toda la cinta mantiene una coherencia narrativa y discursiva, se desfigura cuando entra en contacto con la `groupie´.

Un premio Nobel de literatura, con el dialecto propio de su alcurnia intelectual, que en ningún momento se tiñe de la ramplonería de los mortales, de repente muta a camionero y de su boca salen palabras como: “es una guarra...estaba dispuesta a hacer de todo...”. Descubrir el lado oscuro de los personajes es siempre interesante, pero esa cara oculta funciona en tanto no lo invalida; es este caso el personaje se derrite, deja de ser posible durante esos instantes para transformarse en un mal chiste.

Es una lástima todo lo que pierden las historias porque los guionistas no saben qué hacer con los personajes femeninos. Sus referentes son tan pobres que para escribirlas sólo se tienen a sí mismos. Y, en la mayor parte de las ocasiones, no poseen una mirada crítica hacia al patriarcado que haya dinamitado sus estereotipos.

Pueden hacer historias y personajes sublimes y, de repente perder por completo la maestría y la lucidez cuando topan con este asunto. Es como si tuviesen un órgano creativo amputado, siempre el mismo: el que puede imaginar personajes femeninos autónomos que van más allá del mero acompañamiento al protagonista, del objeto de deseo del susodicho, de la fuente de sus desvelos, de su inspiración, su obsesión...