Profesora, rockera y agitadora cultural en su Albacete natal, María Dolores G. Rozalén ha entrado por la puerta grande en el mundo de la literatura. El confinamiento la paró, pero su mente creativa encontró la manera de convertir en texto una historia nada complaciente sobre la oscuridad de la infancia que ya ha agotado varias ediciones. 'El día que se acabaron las cosquillas' (Chamán, 2022) se presenta este martes en Murcia (Libros Traperos, 19h.) con la presencia de su autora y de quien firma esta entrevista.
La primera lectura de la obra me dejó con la sensación de haber leído un libro de relatos, aunque con algunos conectados (la niña que usa la expresión “mi mamá de aquí”, la niña con lengua de trapo que tardó en aprender a vocalizar, la madre autoritaria y castigadora…), pero al leerlo por segunda vez vi cada vez más coincidencias entre relatos, y me pregunto: ¿es la misma niña la protagonista de todos ellos? ¿Se puede entender la obra como una novela, aunque no siga la estructura comienzo-nudo-desenlace?
Cuando escribí esta obra, la hice como un conjunto de relatos. Que cada uno tuviera su comienzo, nudo y desenlace, que todos fueran conclusivos, porque en aquel momento, por mis circunstancias, a mí me hubiera gustado leer un libro así. Sí es cierto que muchos lectores, tras varias lecturas, ven que es siempre la misma niña y la misma familia, pero otros ven protagonistas independientes, así que yo ahí lo dejo, a lo que el lector quiera entender.
La siguiente pregunta es el lugar común por excelencia, por eso me veo obligado a hacerla: ¿eres tú esa niña? ¿Qué tiene de autobiográfico el libro?
No es que yo sea la niña, yo soy la mujer que pone voz a la niña, a una serie de violencias que se producen en la infancia. Mi intención era poder dar un punto de vista y una perspectiva que, tal vez, no se tiene muy en cuenta porque vivimos en una sociedad donde parece que los niños están sobreprotegidos pero se siguen produciendo este tipo de situaciones.
Respecto a si es autobiográfico, sí que hay algunos personajes que existieron realmente. Por ejemplo, me apetecía mucho rescatar el personaje de mi abuelo, y cuando personas que lo conocieron o mis primos lo han identificado me han comentado que lo han visto tal cual era él. una persona bondadosa, entrañable, buen padre y mejor abuelo.
En la obra es tan importante lo que se dice como lo que no se dice. ¿Quieres que el lector –como hace la niña– deje volar su imaginación para rellenar esos huecos?
Rotundamente sí, quiero que el lector deje volar su imaginación, porque yo más que escritora soy lectora, sólo he escrito un libro, pero he leído miles, y me encanta cuando el autor intenta hacer guiños al lector para que interactúe y deja pistas de verdades terribles para que saque sus propias conclusiones .
Hoy en día casi se puede decir con cierta frivolidad que ‘está de moda’ el tema de la salud mental. En cuanto alguien actúa de un modo que se sale de ciertas directrices salta la alarma y un familiar, vecino o amigo habla con él o incluso alerta a ciertas autoridades. ¿Cómo crees que ha afectado a nuestra generación el tabú de la salud mental en los 80, el haber crecido con madres depresivas crónicas y padres alcohólicos que no eran conscientes (ni ellos ni su entorno) del tremendo problema que arrastraban?
Sí ha afectado a nuestra generación ese tabú de la salud mental porque parece que lo que no se nombra, no existe, y a nuestra generación le costaba más dar el paso de buscar ayuda cuando ahora mismo, yo, que soy madre, en cuanto viese algo extraño en mi hija pensaría en llevarla al psicólogo, mientras que nuestros padres lo reducían todo a “ya se le pasará”, “es la pubertad”, etc... Ahora, a nosotros, como adultos, nos da la impresión de que reconocer un problema de salud mental es como reconocer públicamente que eres débil, y eso es consecuencia de esa infancia en los 80.
Ocurre lo mismo con el acoso infantil, del que hoy se habla mucho, pero siempre enfocado fuera del hogar, normalmente en un abusón del colegio. Yo mismo, como la protagonista del libro, he llorado escondido debajo de una cama deseando morirme, con apenas 8 o 10 años, por la actitud de mis padres y, a veces, hermanos mayores. ¿Puede deberse a eso la saturación actual del sistema de salud mental, tanto pública como privada?
En lo referente al acoso infantil, aparte de la saturación, creo que el principal problema es detectarlo, que tú lo detectes como adulto o que el niño se dé cuenta de que tiene un problema y pida ayuda. Como he dicho antes, muchas veces relacionamos pedir ayuda con ser débil, con estar expuesto, etc... Por eso, además de que sí es cierto que hacen falta más profesionales en salud mental, habría que gestionar en las escuelas que se normalizase ir a la unidad de salud mental como quien va al dentista.
Apenas se hace mención en el texto (santiguarse antes de salir, ir el domingo a la parroquia), pero a mí me ha parecido ver entre líneas cierto fervor religioso (y tóxico, como todos los fervores religiosos) en esos padres que rozan la locura, sobre todo en las madres. ¿Es así o me lo he sacado de la manga sin venir a cuento? Admito que soy propenso a ver la religión en el fondo de todo lo autoritario.
Efectivamente, sí que hay un fervor religioso patente y latente en ese tipo de familias que estaban aún ancladas en la transición, que venía tras una dictadura, y para pasar desapercibido era mejor ser religioso. Y también está esa componente ancestral de “no lo estoy haciendo tan bien como pudiera, pero seguro que Dios me perdona”.
Enumeras tres o cuatro razones en la página 64 del libro, pero aquí te dejo que te explayes un poco más. ¿Por qué crees que se tenían hijos para luego no sólo no quererlos, no mostrarles el más mínimo cariño, sino llegar incluso a darles palizas que podían acabar con ellos en el hospital y traumatizados psicológicamente de por vida?
En aquella época el matrimonio era para tener hijos, es más, aquellos matrimonios que no tenían hijos era porque tenían algún problema, principalmente solía ser la mujer la que no valía, la que, como decían las abuelas, tenían la simiente seca, pero el matrimonio era para tener hijos. Luego ya, que les dieran unos mínimos y una vida digna era otra cosa. Y luego está, no menos importante, la parte de los que tenían hijos para tener mano de obra para que trajeran dinero a casa y el padre o la madre no tuvieran que trabajar tanto, o incluso no trabajar, y que fueran los hijos los que mantuviesen a los padres. Yo recuerdo que en 8º de EGB nos sometieron a un test para ver qué oficio nos convenía a cada uno; las niñas echábamos chispas porque a todas nos pusieron cuidar niños, fábrica de confección... todo muy encaminado a oficios “de mujeres”, y por supuesto a los chicos todo trabajos “de hombres” (mecánico, ingeniero). Y todo orientado a que, si no valías para estudiar, te pusieran lo antes posible a trabajar.
La figura del abuelo aparece como un oasis en mitad de un desierto de desasosiego. Sin embargo, esos abuelos que tanto quieren y miman a sus nietos, fueron iguales (o peores, conforme retrocedemos en el tiempo) que sus hijos, que estos hijos con los nietos. ¿Crees que ese amor de los abuelos a los nietos puede ser una redención por lo que hicieron a sus hijos?
Respecto a la figura del abuelo, yo tuve las dos vertientes. Tuve ese abuelo bueno que he mencionado antes, que era un oasis, un remanso de paz, buena gente, siempre pendiente de los demás, callado, observador... Y luego tuve la otra vertiente, un abuelo que se sentaba en su sillón y se dedicaba a darle puñetazos y capones al que pasaba cerca de él, le molestaban los niños, y me llamaba mucho la atención que le molestaba que chillásemos, cuando era sordo, no podía oír nuestros gritos. Un punto en común que tuvieron ambos es que estuvieron en la guerra y pasaron hambre, para cada uno de ellos salió de aquel infierno viendo la vida de una manera distinta, uno, como ya he dicho, un oasis de paz, y el otro un terrorista emocional.
En cuanto a la redención de los abuelos con los nietos, pues sí, parece que es así, que todos vemos que tratan mejor y permiten más cosas a los nietos de las que permitieron a sus hijos, pero siempre hay excepciones y yo tengo casos muy cercanos, en mi familia, de gente que siempre ha sido de un modo y así se ha mantenido.
La muerte (‘está dormidito’), o el cáncer (‘tú ver, oír y callar’) aparecen como los grandes tabús de la época hacia los niños (y aprovecho para añadir el SIDA, que jamás se mencionaba, era ‘eso de lo que habla la tele’). ¿No crees que contrasta mucho esa sobreprotección ante meros conceptos con el hecho de que luego les pegaran una paliza por no terminarse la comida o cortarse el pelo un centímetro más de lo acordado?
La muerte, el cáncer, la regla, las relaciones sexuales... todo aquello era tabú, pero no creo que fuese sobreprotección, sino que ni ellos mismo podían entenderlo, luego menos aún explicarlo. Las palizas y el “ordeno y mando” es porque había una idea de los hijos como propiedad, como un bien para sacarles provecho propio.
Para finalizar, y un poco como resumen de la obra y la resignada actitud de la/las protagonista/as: ¿era en los 80, sin internet, sin móviles, con sólo dos canales de televisión y muy rudimentarios juegos y juguetes la imaginación la única forma de sobrevivir para un niño?
No solo a un niño y no solo en los 80, la imaginación nos sirve también a los adultos para sobrevivir, para ser mejores personas, y a veces incluso para hacernos invisibles en las situaciones más adversas.
Y es por esta imaginación por la que tú y yo hoy estamos hablando de literatura, y por la que han querido los dioses, por decirlo de algún modo, que nos conozcamos, así que bendita imaginación, que nos hace libres.