'Disidencias de género' es un blog coordinado por Lucía Barbudo y Elisa Reche en el que se reivindica la diversidad de puntos de vista feministas y del colectivo LGTBQI.
La metáfora del coronavirus
Ana Rosa Quintana, en mayo, comentó con toda la solemnidad y la buena intención del mundo, que el SIDA y el coronavirus, a efectos prácticos, eran lo mismo. La Ana Rosa, en la indudable inocencia que caracteriza una intermediaria entre quienes la escuchan y los discursos políticos característicos de los medios de comunicación hegemónicos, cumplía perfectamente las funciones por las que fue contratada.
Antes de profundizar en el tema, hay que aclarar que el VIH, en todo caso (que no es lo mismo que el SIDA) es un asunto que conlleva sensibilización y visibilidad, acciones que el coronavirus, por su prioridad, no necesita; no todos los días aparecen una cifra de muertos de enfermedades oportunistas del SIDA por provincias, comunidades autónomas, países y continentes.
Para entender cómo se intenta delegar responsabilidades y crear un enemigo común, hay que analizar el supuesto hecho de que, en pocas palabras, un hombre chino se comió un murciélago/sopa de armadillo e hizo que el planeta se fuera al carajo. Aberrante, ¿cierto?
Lo primero, el factor exógeno: un chino, con sus cosas estrafalarias como comer un murciélago o un armadillo. Lo segundo, que un hombre, repito, uno de unidad, ha desencadenado el hundimiento de la civilización humana tal cual la conocemos. Aquí entran en juego dos factores: la amenaza externa de un ser de otro sistema diferente y la responsabilidad individual de una catástrofe de dimensiones planetarias.
Sospechosamente suena parecido, aunque sea un poquito, a uno de los mitos del SIDA, o la serofobia y xenofobia a las que se nos induce y, en el peor de los casos, se nos enseña en el cole: un tipo en África tuvo relaciones sexuales con un mono y todos estamos en peligro.
Hay una diferencia abismal, epidemiológicamente hablando, entre el VIH y la COVID-19, pero a nivel de discurso social entre la 'otredad' o diferencia entre todo lo endógeno/exógeno y la individualización de los problemas colectivos; antes que protegernos de cualquier enfermedad debemos cuidarnos del esencialismo con el que se tratan dos temas que a nivel histórico y en el abordaje de problemas que son totalmente dispares.
En el sentido práctico de la prevención, la diferencia entre ambas pandemias se encuentra en cómo se promueven los mecanismos de protección ante ambos fenómenos: basándome en que el uso del condón como herramienta de prevención máxima de las Enfermedades de Transmisión Sexual (ETS), ya no solo del VIH, es una elección, donde la responsabilidad y la toma de riesgos queda en las personas que lo vayan a usar con la finalidad de estar juntas es diferente al uso de la mascarilla como imposición colectiva. Esto taxativamente.
Mientras que el coronavirus no es propio de poblaciones marginales, a diferencia del VIH, al final resulta que ambos fenómenos sí tienen algo en común y es la inmunodeficienca estructural en los que nos vemos sumergidos ya que cuando aparece una nueva epidemia realza y sintomatiza la brecha social entre los distintos estratos dominantes y marginados.
Si el uso del condón tiene como finalidad las relaciones sexuales, el uso de jeringuillas individuales para las personas que consumen sustancias por vía intravenosa o el correcto cumplimento de los protocolos en los sistemas de salud para las transfusiones de sangre deja el cuidado en la elección individual (o el cumplimiento de normas sanitarias) entre las partes implicadas, en el uso obligatorio de las mascarilla se da por sentado que la población en general es peligrosa en sí misma. Parece que la persona individual pasa a ser sospechosa de enferma, enemiga del sistema, inocente a la par que criminal.
Basándome en la inflación de la economía moral con la que tratamos la enfermedad, la mayor incongruencia entre estas supuestas similitudes subyace entre la diferencia de clases de los estratos heteronormados, base de nuestro sistema reproductivo y de producción, víctimas de una enfermedad extranjera, traída por un negro zoofílico o los anteriores marginados expuestos a los que hace unas décadas el SIDA, quienes eran los precursores de una amenaza a la integridad de la heteronormatividad.
Sobre la cura, como comenta Xavier Morillas, profesional de comunicación sanitaria, “fue en EE.UU, 1992, gracias al activismo del VIH/SIDA, cuando se cambió la legislación, actualmente, pudiendo acceder a los medicamentos en vías de desarrollo (uso compasivo de medicamentos). Esto ha permitido administrar medicamentos potencialmente salvavidas a pacientes en estado crítico y acortar los tiempos del proceso de desarrollo de medicamentos”.
En todo este planteamiento, la ausencia de una mirada objetiva u otro método de plantear el origen del problema brilla por su ausencia: no cuestionamos la fragilidad del sistema de producción y consumo en el que nos basamos, los comités de bioética implicados en la resolución de las epidemias o, sencillamente, que el consumo de animales es lo que nos trae las pestes pertinentes. Parecería, incluso, que hay una intención subyacente de desviar el foco del problema a la responsabilidad individual, más que dar una respuesta integral a un problema que atañe a las bases de la idea de intervenir en la enfermedad como problema de los sistemas de salud y prevención establecidos.
Para finalizar, rescato las palabras de Aldana Menéndez sobre la responsabilidad comunitaria en relación al VIH/Coronavirus: “Ante problemáticas sociales, respuestas colectivas”. Considero que la única manera de poder parar el miedo y el odio que suscita la idea de morir por culpa de los demás, es revisar cómo nos afecta de manera individual la idea de sentirnos interpelados ante las acciones ajenas y cómo los discursos se inducen en nuestras emociones para mantenernos alienados y, cómo no, confinadas en nosotras mismas. En resumen, la mayor diferencia entre VIH y coronavirus, se encuentra en cómo miramos a las personas que nos rodean.
Ana Rosa Quintana, en mayo, comentó con toda la solemnidad y la buena intención del mundo, que el SIDA y el coronavirus, a efectos prácticos, eran lo mismo. La Ana Rosa, en la indudable inocencia que caracteriza una intermediaria entre quienes la escuchan y los discursos políticos característicos de los medios de comunicación hegemónicos, cumplía perfectamente las funciones por las que fue contratada.
Antes de profundizar en el tema, hay que aclarar que el VIH, en todo caso (que no es lo mismo que el SIDA) es un asunto que conlleva sensibilización y visibilidad, acciones que el coronavirus, por su prioridad, no necesita; no todos los días aparecen una cifra de muertos de enfermedades oportunistas del SIDA por provincias, comunidades autónomas, países y continentes.