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Una mujer se fuga: sobre 'El gran vuelo' de Carolina Astudillo

Se ha escrito mucho sobre la ausencia, sobre la desaparición. Es una cuestión recurrente en algunos filósofos contemporáneos. Y también sobre las imágenes y su poca credibilidad, su banalidad, su futilidad, su carácter pasajero. Sin embargo, seguimos creando imágenes como artefactos y, aún más profundamente, como recuerdos, como emociones, como presagio; y si conseguimos elaborarlas, ponerlas en contacto con otras o con otro tipo de elaboraciones o impresiones, llegamos a pensar con ellas. Tratamos de pensar con ellas. Las imágenes son densas, de un modo físico y de un modo conceptual. Nos cuestan mucho y las tratamos con ligereza. Son fascinantes. Somos todo visión y a menudo parece que no vemos nada. Se venden y se compran. Circulan y nos dejan paralizadas. Nos hacen olvidar, como las series que vemos sin parar, y se nos pegan a la percepción, a nuestra visión sobre el mundo.

Las imágenes, lo sabemos, están llenas de mujeres. Las usan como soporte, como metáfora, como juguete. Todo un modo de concebir el mundo tiene a las mujeres como cuerpo hecho de imagen. ¿Son entonces las mujeres las habitantes privilegiadas de los mundos que vemos? ¿Dominan ellas el mundo y van a acabar con todo? Pues claro que no. Entonces, ¿qué pasa? De una manera sucinta trataré de mostrar que con El gran vuelo de Carolina Astudillo podemos afinar estas preguntas y formular otras más precisas, más reales. Aunque sería posible establecer más relaciones siguiendo los trabajos, tan interesantes, de esta directora.

En El gran vuelo Carolina Astudillo trata de hacer ver a una militante socialista durante el franquismo. Una mujer que desaparece. Sale un buen día por la puerta de la cárcel en la que está recluída hasta que ejecuten su condena, la sentencia a muerte. Se vuelve invisible para todo el mundo a partir de aquel día. Pero lo interesante es que cierta invisibilidad, cierta ausencia de esta mujer como persona es todavía más llamativa que su desaparición para el franquismo y la historia oficial; que su fuga. Apenas existen imágenes de su vida, y más precisamente, apenas sabemos nada de la vida de esta mujer, de una mujer, de una persona. Y al no haber imágenes, vienen todos los clichés.

Hemos aprendido a ver las vidas ya no sólo tomando como modelo universal un ideal masculino y blanco, sino como algo ya sabido. Incluso para los hombres. O por decirlo de otro modo, en el cine y el audiovisual en general no se deja nunca de narrar historias de vidas y ya no sólo se muestran vidas moldeadas sin fisuras según el modelo ideológico dominante, sino que no se piensa nada sobre ellas. No vemos hasta qué punto la vida de cualquiera -por muy alienada que parezca una- es pensamiento, problematizar, estar sola, vivir a menudo sobre un suelo vacío.

Sobre Clara Pueyo, la militante que se fuga, apenas hay imágenes, pero quedan palabras escritas por ella y testimonios de conocides. Para verlas, para ver esa vida-pensamiento, Astudillo propone como soporte imágenes de otras mujeres de la época. De mujeres cualquiera. Vistas a través de los ojos del patriarcado y el fascismo vigilante, pero también en sus rarezas, sus goces, sus misterios. Los gestos y momentos que no se saben muy bien qué son. Las vidas de las mujeres cualquiera valen para ver a esa mujer singular, heroína del republicanismo olvidada, mal vista, simplificada tanto por compañeres como por enemigues. Las vidas se piensan dialécticamente, en conjunto complejo, unas con otras. Se interrogan, se hacen guiños, se lanzan mensajes. Crean un fondo de visibilidad ahí donde solo se nos ofrece ausencia, clichés: las mujeres seductoras, esencializadas, madres o perdidas, cuidadoras sin descanso. La mujer-imagen que nos da tantos dolores de cabeza.

Y es que las imágenes son densas, y Carolina Astudillo lo sabe. No se trata de llenarse la boca con afirmaciones sobre la condición precaria del ser humano (hombre blanco) condenado a desaparecer, ausente de sí mismo por la alienación, amargado, aburrido... Para el carro, veamos la peli. Clara Pueyo escribe desde la clandestinidad de la militancia, dedicada a ayudar a otras personas: “He aquí mi tragedia: no poder nunca más abandonarme al pequeño placer de sentirme débil, y buscar el apoyo de alguien [...] El poder sentirse débil a veces es un descanso también”. Y nos da, así, una de las claves de la emancipación de las mujeres, atravesando el espejo deformado que nos muestra débiles moralmente pero obligatoriamente fuertes para servir, cuidar, sostener, y sufrir. Mientras tanto, un fondo de imágenes de mujeres cualquiera muestra a mujeres divirtiéndose, jugando y bailando en un contexto inquietante. Mujeres vigiladas y mutiladas como personas. Obligadas a parecer alegres y despreocupadas, a no conocer los dolores y goces profundos que todo ser humano experimenta o, sobre todo, a aparecer como si no los conocieran, a no poder verlos ni mostrarlos. A ser la diversión y el adorno seductor durante la guerra y la miseria de la postguerra. A ser el descanso de los demás y no descansar. A estar ciegas y ser exclusivamente vistas. A llevarse con ellas los secretos universales, las dudas, la fragilidad y la fuerza que todas experimentamos. A no poder compartirse entre iguales y construir un nuevo mundo de cuestionamientos, dudas y goces en el que vivir en común. Esas imágenes exsisten, solo hay que elaborarlas, entre todas. Carolina Astudillo creo que trabaja sobre todo esto, entre otras cosas. Ved sus películas en cuanto podáis.

Se ha escrito mucho sobre la ausencia, sobre la desaparición. Es una cuestión recurrente en algunos filósofos contemporáneos. Y también sobre las imágenes y su poca credibilidad, su banalidad, su futilidad, su carácter pasajero. Sin embargo, seguimos creando imágenes como artefactos y, aún más profundamente, como recuerdos, como emociones, como presagio; y si conseguimos elaborarlas, ponerlas en contacto con otras o con otro tipo de elaboraciones o impresiones, llegamos a pensar con ellas. Tratamos de pensar con ellas. Las imágenes son densas, de un modo físico y de un modo conceptual. Nos cuestan mucho y las tratamos con ligereza. Son fascinantes. Somos todo visión y a menudo parece que no vemos nada. Se venden y se compran. Circulan y nos dejan paralizadas. Nos hacen olvidar, como las series que vemos sin parar, y se nos pegan a la percepción, a nuestra visión sobre el mundo.

Las imágenes, lo sabemos, están llenas de mujeres. Las usan como soporte, como metáfora, como juguete. Todo un modo de concebir el mundo tiene a las mujeres como cuerpo hecho de imagen. ¿Son entonces las mujeres las habitantes privilegiadas de los mundos que vemos? ¿Dominan ellas el mundo y van a acabar con todo? Pues claro que no. Entonces, ¿qué pasa? De una manera sucinta trataré de mostrar que con El gran vuelo de Carolina Astudillo podemos afinar estas preguntas y formular otras más precisas, más reales. Aunque sería posible establecer más relaciones siguiendo los trabajos, tan interesantes, de esta directora.