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Las nuevas masculinidades, en cuarentena

Mi casero es un hombre mayor, de unos setenta y muchos, que siempre se empeña en hacerlo él todo. Si le pido, por caso, que me preste la taladradora para colocar unos estantes, él no soporta que le eche una mano. Ni que decirse tiene que jamás permitiría que yo subiera los peldaños de la escalera plegable. Tampoco deja que cargue con mis bolsas de la compra, si se cruza por mi camino cuando vuelvo del súper. Muchas veces he intentado convencerle de que la joven soy yo, y por tanto, la que más deber tiene de ser vigorosa y resistente a los golpes y a los pesos, pero eso se le antoja un insulto tremendo y deja de dirigirme la palabra durante unos días. Somos vecinos y vivo sola, así que lo acuso bastante y procuro hacer las paces pronto.

—No digo que seas machista —corrijo—, digo que eres un caballero de los de antes.

—Eso sí, señorita —al fin consigo que sonría.

Hace poco me piropeó a través de la ventana. Comentó que la cuarentena me estaba sentando estupendamente, que cada día estaba más guapa; y que si venía el coronavirus al edificio no debía temer.

—Yo al virus ese lo convierto en virutas.

Esta mañana me han informado de que debo extremar la precaución en las zonas comunes porque a mi casero se lo han llevado al hospital por presentar posible sintomatología.

Yo ya venía pensando en cómo está cambiando esta pandemia la estructura social anterior, y en la consecuencia inmediata de tremenda frustración que todos sentimos en el confinamiento. Me parece que hay dos hechos remarcables y aplicables a la especie humana, sin distinción de género, y otro que radica exclusivamente en los hombres. Voy por partes.

Los dos hechos de los que hablo son, a grandes rasgos, el Renacimiento y el capitalismo; que fueron subsecuentes en el tiempo.

Desplazamos a Dios en el siglo XVI y el individuo se colocó en el eje del pensamiento occidental. Las religiones de corte judeocristiano son en puridad individualistas desde que recibieron esta influencia filosófica. Hablando en plata: la comunidad dejó de existir, o se convirtió en un mero pacto, un contrato en palabras de Rousseau, siguiendo la lógica de Hobbes según la cual había que apañarse con los recursos existentes para las infinitas necesidades de cada hijo de vecino. O sea, que aquello de pensar en el bien común pasó a ser una quimera solo rescatada por el comunismo, que tampoco ha triunfado mucho en su aplicación práctica que digamos, y por el Estado del bienestar en su propósito tenue de redistribución de la riqueza.

Así, el capitalismo, que también está conectado con esta idea de derechos de la persona —Locke incluyó la propiedad privada en el elenco de los fundamentales bien temprano—; nos ha introducido poco a poco en la lógica productiva del no parar, y del cuanto más mejor.

Esta combinación potente se ha aunado en la figura del hombre. Masculino. El antiguo cazador que salía a pillar alimento, que tiene que proveer a la familia, no llorar jamás, vencer al enemigo. El omnipotente, el nuevo dios.

El feminismo no solo busca reivindicar la figura de la mujer de puertas para fuera, sino que pretende descargar el tremendo peso que los hombres llevan sobre los hombros y procurar una sociedad más justa y equilibrada para todos. Esto a algunos hombres les cuesta aceptarlo, quizá por defender sus privilegios en contraprestación al sacrificio, quizá porque la palabra «feminismo» parece denotar cierta preponderancia del segundo sexo que no están dispuestos a tolerar, aunque en sí mismo el concepto les beneficie. Es como: «cámbiale el título y hablamos».

Yo puedo atornillar, mantener el equilibrio y soportar mis bolsas del Consum. Pero negarle esa posibilidad a mi casero suponía castrarlo, y nada más lejos de mi intención. Mi casero se sentía capaz de convertir un virus mundial en virutas. Mientras siguiera moviéndose, con la ilusión de hacer cosas en su propia jubilación, todo iría bien.

Para ser sincera, espero que sea cierto, porque le he cogido mucho cariño y quiero que esté lo mejor posible.

Pero hay que parar ya con esta resistencia a la vulnerabilidad y a la impotencia. En esta ocasión ha sido el sistema que jamás se detiene el que nos ha dicho que nos quedemos quietos. Paradójico, ¿no? Como resultado, han detenido una rueda que lleva en marcha muchos siglos y nos hemos convertido en hámsters desorientados. Eso de conectar con el interior, liberar la rabia, darse a tareas creativas o invertir en las personas cercanas nos suena a chino de Wuhan, o a excusa para pasar el rato.

Las nuevas masculinidades proponen un hombre más humano, que llora, que no puede, que se rinde; y que no por ello es un cobarde ni fracasa. Alguien que no debe competir continuamente para demostrar que la tiene más larga que los demás; y cuya esencia no queda definida en un rango jerárquico laboral o social.

Yo no necesito que mi casero me ponga los estantes; prefiero que me sonría al pasar por delante de mi casa.

Así que hombres: no hace falta que vayáis a la guerra. Cuidaos a vosotros mismos, quizá por primera vez en la Historia.

Y tú, casero mío: vuelve pronto, que ya te echo de menos.

Mi casero es un hombre mayor, de unos setenta y muchos, que siempre se empeña en hacerlo él todo. Si le pido, por caso, que me preste la taladradora para colocar unos estantes, él no soporta que le eche una mano. Ni que decirse tiene que jamás permitiría que yo subiera los peldaños de la escalera plegable. Tampoco deja que cargue con mis bolsas de la compra, si se cruza por mi camino cuando vuelvo del súper. Muchas veces he intentado convencerle de que la joven soy yo, y por tanto, la que más deber tiene de ser vigorosa y resistente a los golpes y a los pesos, pero eso se le antoja un insulto tremendo y deja de dirigirme la palabra durante unos días. Somos vecinos y vivo sola, así que lo acuso bastante y procuro hacer las paces pronto.

—No digo que seas machista —corrijo—, digo que eres un caballero de los de antes.