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Sobre este blog

Un quejío transcomputacional

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Artículo (ligeramente) adaptado del publicado originalmente en el fanzine cooperativo Orgullo y Poderío, impulsado y coordinado por Les Greques

En fiestas y vacaciones, mi familia tenía que viajar de Córdoba a Murcia, y vuelta. Escuchábamos el radiocasete en el «cuatro latas» que mis adres conducían por turnos. Así me aprendí el cuplé de 'Los amores de Ana', sobre el despertar carnal y empoderamiento de una chica, rescatado por Ana Belén, o la copla del 'Romance a Ocaña', que le canta Carlos Cano al difunto —transformista, entre otras destrezas— (José Pérez) Ocaña. Tampoco olvidaré jamás cómo un novio con el que viví, me alimentaba el oído con música, en línea, escrutando cada disco varios días seguidos. Por no hablar de todo lo que veía cuando tenía tele y ahora en internet, o de cuánto se puede disfrutar de muchos talentos en más de un patio, un salón o una fiesta popular, donde hemos visto a la gente compartir genio y figura sin pantalla ni altavoz de por medio. Al observar, escuchar o bailar lo que nos presentan, al asistir a un concierto o a un espectáculo, somos corresponsables de esa creación. Permitimos que sus artistas se expresen, idealmente hasta les estamos ayudando con las facturas, así como nos convertimos en copartícipes de una misma experiencia, cada cual desde su posición, tanto en directo como en diferido. Para mí es algo espiritual.

Una diferencia bien marcada con respecto al siglo pasado es que generamos y publicamos contenidos desde nuestros aparatos conectados. Así, podemos afinar más y hacerlo más nuestro. Podemos reaccionar y crear. Podemos y debemos. Por eso, hoy quiero hablaros de unas piezas y figuras, capaces de juntar todas las olas del mar dando su sal a una queja, o a una carcajá, para disfrute y reflexión:

- No sé cómo cayó entre mis manos, el clip donde María Peláe nos cuenta que «Dicen que hay un bar en la esquina […] que sólo van chicas», pero es que ella casa ritmos pop con cañís y hace unos vídeos suculentos.

- Antílopez, con sus ojos pintados y su cantautoridad cómica, dejaron a señoras y señoros en estupefacción, en el patio de armas de mi pueblo, Castro del Río, cantándole a la vida y quejándose de lo mal repartido que está el mundo.

- Este verano, zapeando por redes sociales vi a María José Llergo hablando de su abuela, de racismo y de la vida en Pozoblanco. Al escuchar ese flamenco actualizado que hace, me la he quedado para siempre.

- Aquel exnovio que comentaba me mandó un día el vídeo del Toro Barroso, de Rodrigo Cuevas, y me enamoré. Vino a Murcia (Rodrigo, no mi ex), presentándose en refajo para cantarnos jotas y muñeiras con electrónica y pandereta, que ya creo que es un buen resumen.

- Y todavía rebusco en mis recuerdos con ahínco quién me mandaría escuchar a Le Parody, porque a esta maravilla electrojonda, sentía, de energía fem e hipnótica fuerza andalusí yo me la llevaría al altar. Y lo sabe.

Parecería que esto de retomar lo folclórico, lo castizo o lo lolailo y sacarlo en las plataformas digitales es modernísimo y que solamente un grupo selecto puede hacerlo. Pues no. En formas menos escénicas tenéis iniciativas como las de Cirope de Freza, El Niño de Carrillo, Les Greques, Oro Jondo o The Queer Cañí Bot, por mencionar algunes.

No sé si os planteáis qué es la cultura y qué es o no es cultura. Existen muchas definiciones por ahí, esa parte no es la complicada. La clave viene a ser quién decide qué es mejor en la cultura, qué es peor, el porqué y si algo no merece ser considerado cultura. Todo ese imaginario, todo ese duende, todo ese contenido gráfico, sentimental, radiofónico, televisivo, ahora digital ¡y cuir! es ‘popular’. Es del pueblo, como lo es el personaje que proyecta María Belén Estéban Menéndez, o como lo han sido los de Cristina Ortiz Rodríguez, Boris Rodolfo Izaguirre Lobo o la mismísima Lola Flores, ya que cultivar el carisma es un arte, os lo aseguro.

Sabed que tenéis más poder del que creéis para crear, que basarse en ‘lo popular’ lo mantiene vivo y honra a quienes lo hacen —y hacían—, así como que la expresión artística es una forma de espetarle al mundo valores para que mejore. Si, después de treinta y siete vueltas al sol, servidore pudo renacer como Malva Disco, seguro que cada une de vosotres podéis.

Artículo (ligeramente) adaptado del publicado originalmente en el fanzine cooperativo Orgullo y Poderío, impulsado y coordinado por Les Greques

En fiestas y vacaciones, mi familia tenía que viajar de Córdoba a Murcia, y vuelta. Escuchábamos el radiocasete en el «cuatro latas» que mis adres conducían por turnos. Así me aprendí el cuplé de 'Los amores de Ana', sobre el despertar carnal y empoderamiento de una chica, rescatado por Ana Belén, o la copla del 'Romance a Ocaña', que le canta Carlos Cano al difunto —transformista, entre otras destrezas— (José Pérez) Ocaña. Tampoco olvidaré jamás cómo un novio con el que viví, me alimentaba el oído con música, en línea, escrutando cada disco varios días seguidos. Por no hablar de todo lo que veía cuando tenía tele y ahora en internet, o de cuánto se puede disfrutar de muchos talentos en más de un patio, un salón o una fiesta popular, donde hemos visto a la gente compartir genio y figura sin pantalla ni altavoz de por medio. Al observar, escuchar o bailar lo que nos presentan, al asistir a un concierto o a un espectáculo, somos corresponsables de esa creación. Permitimos que sus artistas se expresen, idealmente hasta les estamos ayudando con las facturas, así como nos convertimos en copartícipes de una misma experiencia, cada cual desde su posición, tanto en directo como en diferido. Para mí es algo espiritual.