Pilar Pedraza (Toledo, 1951) es un espíritu libre. Su obra y su pensamiento se revuelven ante cualquier intento de clasificación. Ni sus novelas ni su posicionamiento ante las cosas admitirían una etiqueta o quedarse dócilmente acotadas en un cajón clasificador. Rehuye las definiciones de escritora 'gótica' o 'de terror'. Prefiere el término 'fantástica'. No se considera parte de movimiento, grupo o generación literaria alguna. Sin embargo, desde los años ochenta y hasta ahora, sus libros han ido calando en una nueva hornada de escritores y lectores amantes del género. Su última novela, 'Lobas de Tesalia' (Valdemar, 2015), es un entretenido y sustancioso 'peplum' al que asoman las principales constantes de su obra. Ésta, definida a veces como de “indomable incorrección política”, funde en elaborado cóctel terror, erotismo, violencia, brujería y mitología. Curiosamente, la bautizada contra su voluntad como “dama oscura del gótico español” resulta ser una mujer risueña, profunda y sutil.
¿Cómo le sienta que la llamen “la dama oscura del gótico español”?
(Ríe) Pues no sé. No me sienta nada. Les ha dado por esa denominación y no me parece mal. Quizá, si acaso, me perjudica un poco en el sentido de que, como lo fantástico está visto con cierto desdén por la gente que cree ser dueña de la “gran cultura”, pues eso repercute en nosotros, los autores, en el sentido de que parece que somos cultivadores de un género de segunda, lo que es tremendamente injusto. Pero, por lo demás, no me importa.
Una vez se lo ponen en Wikipedia, ya está usted bautizada. ¿Cómo surgió?
No lo sé. Un día lo vi y dije: “Ya me han arreglado”. Además, la gente que no me conoce personalmente toma esa denominación como algo que atañe a mi persona y piensan que se van a encontrar con una especie de bruja.
Yo he venido a entrevistarla con un poco de miedo.
(Ríe) Me han pasado cosas muy curiosas, como ir a una conferencia en el avión correspondiente, bajarme y estar alguien esperándome en el aeropuerto y no dar conmigo porque creían que iba a aparecer una señora mayor rara con aspecto de Agatha Christie. Desde luego, no es ese mi retrato.
Doy fe. Le ponen también mucho la palabra gótica.
Pues que me pongan lo que quieran, pero gótica tampoco. A mí me gusta más el término “fantástico”, porque es más culto.
Vaya, pues precisamente quería preguntarle si la literatura gótica actual es un homenaje nostálgico al pasado o un género vivo con nuevas formas y expresiones.
Yo creo que las dos cosas. Es un género, un estilo, que estará siempre ahí. Un patrimonio literario al alcance de cualquiera. Gótica es la literatura de terror del XIX, que viene del romanticismo, que se exacerba en autores como Mary Shelley, y que sigue con Bram Stoker y todos estos. Otra cosa es el 'gothic style' que se ha puesto de moda hace unos años. Ahí ya entran factores más, digamos, comerciales: un cierto 'merchandising', una manera de vestir, las joyas, la fiesta de Halloween… y con eso se ha creado un público que a lo mejor no es el romántico gótico genuino de toda la vida, ese que está pendiente de la muerte, las almas y todo eso, sino gente atraída por la moda. Pero bueno, me parece bien que, igual que una chupa negra y unos zapatos claveteados, te compres un libro de Mary Shelley.
Pero no va con usted.
Yo no soy una escritora de moda. Todo lo contrario: soy más bien clásica. Sí me gusta vestir de negro, pero eso lo hago desde los diecisiete años y la moda gótica no existía entonces.
¿Por qué el negro?
Quizá porque lo relacionaba con cierta literatura que yo empezaba a leer. En esos años, finales de los sesenta y luego los setenta, cuando hice acopio de lo que serían mis materiales de terror, empezaban a traducirse en España los maestros ingleses y franceses del género, de la mano de Francisco Torres Oliver y Rafael Llopis. Estos dos grandes personajes de la cultura introdujeron a mi generación, que vivía en un mundo franquista en blanco y negro, en otro de fantasía, y nos vino genial. Y también tuvo mucho que ver la literatura casi pulp, que no es pulp, de las antologías de terror y de relatos insólitos de Bruguera. En fin, yo relacionaba el color negro en el vestir con toda esa literatura, para gran disgusto de mi madre y de mi padre, que no lo comprendían. Y hoy abres mi armario y toda la ropa que hay es negra.
No le costará elegir por las mañanas.
Bueno, siempre hay puntillitas, o volantitos… Lo que no tengo es una sola falda.
¿Ni una?
Nunca jamás. Cuando fui consellera de Cultura (de la Comunitat Valenciana, de 1993 a 1995), llevé siempre pantalones. El negro sí lo tuve que rebajar porque, si no, hubiera sido como aquello de las hijas de Zapatero con Obama. Pero los pantalones resistieron, y creo que fui la primera política con pantalones que saludó a los reyes. Y no pasó nada. Y aquí paz y allá gloria. Los únicos problemas los tuve con la prensa, porque cuando estás en el cargo te miran con lupa. Es lo que le están haciendo ahora a Carmena. A las mujeres entonces nos vigilaban aún más porque éramos pocas. Y yo mi primer examen no lo pasé muy bien. Aparecí con pantalones y ropa oscura y aquello a algunos periodistas les repateó. Y estamos hablando de los años noventa. Creo que hoy en día eso no pasaría, porque las mujeres han accedido bastante rápidamente a la política. Pero en mi época había una sola ministra, Carmen Alborch, y yo era la única mujer del Consell, con lo que concentraba todas las miradas. Y me arrearon bien.
Volviendo a la literatura, ahora lo fantástico, y el terror, empiezan a tener prestigio en España, pero usted lleva décadas moviéndose por estos géneros, siempre dentro de una línea propia. ¿Le ha resultado difícil ir tan en solitario?
No, porque soy así y porque me he dejado ser como soy. Quizás he perdido oportunidades de tener más importancia social, o más fama, pero nunca perseguí esas cosas. Siempre he tenido claro que escribo para mi placer y el de quienes disfrutan leyéndome. Y punto. No hay nada más. He tenido la suerte de poder escribir como he querido. Y no ha habido ningún problema. Sé que al principio era una rarísima y no se comprendía muy bien por dónde iba, pero seguí yendo por ahí. Y al final, más o menos, hay gente que me ha entendido.
¿Hubiera tenido que traicionarse a sí misma para llegar a un escaparate más amplio?
Sí, porque, si se me permite la palabra, lo que yo hago es auténtico. En su momento, hubiera podido cambiar de registro y haber ido por una senda más académica. Pero eso no era lo mío.
¿Se arrepiente?
En absoluto, y cada vez menos. Con el correr del tiempo este tipo de cultura se ha ido consolidando. La moda gótica nos ha cogido a todos los fantásticos y nos ha puesto arriba. Ya no vamos hacia el abismo, sino que estamos en la cultura general.
Lo único es que ahora ya no tiene usted el privilegio de ser una rareza.
No tanto. Pero me siguen considerando “la dama de las tinieblas” (Ríe).
En el momento en que empezó a escribir novelas fantásticas con gusto por lo terrorífico, ¿tenía conciencia de estar haciendo algo históricamente poco cultivado en nuestro país?
Nunca he tenido conciencia de estar innovando o introduciendo nada. Tampoco estuve jamás pendiente del contexto. No tenía contexto, de hecho. Yo sólo escribía, y para hacerlo me alimentaba de la literatura de los fantásticos del XIX para acá. Veía su obra como algo contemporáneo, un legado del que podía servirme. Pero no tenía yo conciencia, ni la intención, de aportar nada, ni de estar forjándome un camino de escritora fantástica.
¿Y se encontró con prejuicios o incomprensión?
Pues la verdad es que tampoco. Mi primera novela, 'Las joyas de la serpiente' (1984), ganó el premio Ciutat de Valencia, se publicó bien y se vendió bien. Entonces vino a verme Beatriz de Moura, de Tusquets, y me preguntó: “¿Tu tienes editor?” Le dije que no, que prácticamente ni sabía lo que era eso, y se ofreció a ser la mía. La siguiente fue 'La fase del rubí' (1987), ya con Beatriz, que también funcionó fenomenal. Pero yo intuía que mi literatura, aunque se vendía bien, no era muy ortodoxa. Y de hecho, cuando le presenté a Tusquets 'Paisaje con reptiles' (1996), Beatriz me dijo que esa no le había gustado y que no la iba a publicar. Me propuso que buscase otra editorial para ese libro y que nosotras siguiésemos con lo nuestro. A mí aquello no me acabó de convencer. Al final, la novela cayó en manos de Valdemar y la publicaron. Y a partir de ahí dejé Tusquets y seguí con Valdemar. Y ya no tuve problemas: todo lo que escribía les gustaba. En resumen, fui haciendo eses hasta encontrar el camino correcto.
Valdemar, fundada en 1989, es hoy la gran editorial del terror en nuestro país. Ha publicado centenares de clásicos de la narrativa gótica, fantástica y de terror universal. ¿Tuvieron inconveniente en incluir en su catálogo a una española contemporánea?
No. Lo que siempre me dice Valdemar, con mucho cachondeo, es: “Ay, Pilar si tuvieras un nombre inglés”.
En 2003, se adelantó usted a la moda del personaje de Hipatia con La perra de Alejandría (Melanta en la novela).La perra de Alejandría
Pues sí, porque luego salió Amenábar con su Hipatia ('Ágora', 2009), lo que me pareció muy bien y, bueno, con la película se puso de moda Hipatia y empezaron a aparecer novelas sobre ella por todas partes. De todas maneras, yo nunca he estado pendiente de esas cosas: de si van a hacer película o no, de si ese tipo de libros se vende o no. Oí hablar de Hipatia por primera vez en una conferencia de un profesor de filología clásica, Antonio Melero. Yo no conocía nada de ella y me entusiasmó lo que oí, así que, cuando acabó la charla, le pedí bibliografía y así empezó a fraguarse la novela. Me ilusioné enseguida con la historia. La vi desde el principio como un relato fantástico. También tuve claro, desde el primer momento, el título.
Usted ha cultivado también el cuento, gran parte de su obra breve se reúne en 'Arcano 13, cuentos crueles' (Valdemar, 2000). ¿Escribir cuentos en España es una vocación suicida?
Es cierto que es un poco tirarlos a la basura, porque aquí se venden muy mal. Y es una desgracia: hay gente, sobre todo jóvenes que empiezan, con mucho talento. Por eso, los cuentos me los planteo como pequeños caprichos que una se permite.
¿España es un país duro para el escritor?
Para el escritor y para cualquiera. Es el país más duro de Europa, sin duda. Todos lo han sabido siempre, desde los romanos, que decían que esta era una tierra rica y llena de posibilidades, pero cruel. Eso no ha cambiado.
Regresando al cuento, hace más de un año empezó usted a publicar en internet, en la revista El butano popular, una serie de cuentos bajo el título de 'Mystic Topaz'.
A eso me refería con “pequeños caprichos”. Cuando me plantearon la idea de escribir un cuento semanal estuve a punto de decir que no, porque soy incapaz de escribir por encargo. Pero se me ocurrió la idea de basarlos todos en una tienda de artículos esotéricos llamada Mystic Topaz y la operación salió muy bien. En cuanto tiré del hilo, se me ocurrieron un montón de cuentos. Van a ser mi próximo libro, que sale en primavera con ilustraciones de Luis Pérez Ochando. Y se titulará así: 'Mystic Topaz'. Son relatos muy raritos, pero los de Valdemar son muy raritos también, así que les han gustado.
Su última novela es 'Lobas de Tesalia' (Valdemar, 2015), en la que retoma algunos de sus temas clave: la antigüedad, la mitología, lo fantástico en su vertiente terrorífica, el universo femenino… ¿Cómo la definiría?
Como un 'peplum'. Pero el libro comienza con una escena muy cotidiana, alejada de la aparatosidad, el dramatismo y la retórica que se suelen atribuir a este género. Precisamente esta escena sencilla, en la que los ojos del lector se asoman a la intimidad de un mundo femenino, fue la primera visión que tuve de lo que sería la novela. Sin embargo, ese arranque no da ninguna pista sobre lo que va a pasar luego…
En efecto, a continuación introduce usted al lector en un universo donde el viaje y la aventura se mezclan con la mitología y la brujería, otro de sus temas predilectos.
Al tratar las brujas en el imaginario grecorromano para mi ensayo 'Brujas, sapos y aquelarres' (Valdemar, 2014), me di cuenta de las grandes posibilidades de la bruja popular como personaje, así que, para 'Lobas de Tesalia', creé un cuadro con diversos tipos: la farmakeutria, la maga y la hechicera maligna.
Ya que nombra 'Brujas, sapos y aquelarres', dentro de su labor como ensayista, usted ha explorado profusamente el arquetipo de la mujer como fuente sobrenatural de horror y fascinación.
Esa es una línea de investigación de la que llevo ocupándome desde los años ochenta: el estereotipo de la mujer poderosa y maldita en el imaginario colectivo y las artes. Llevo escritos cuatro libros sobre el tema ('La bella, enigma y pesadilla' (Tusquets, 1991), 'Máquinas de amar', 'Secretos del cuerpo artificial' (Valdemar, 1998), 'Espectra'. 'Descenso a las criptas de la literatura y el cine' (Valdemar, 2004) y 'Brujas, sapos y aquelarres'. Los temas que me gustan para la literatura me interesan también como objeto de investigación, así que, en mi caso, ensayo y narrativa están muy unidos.
¿Cómo descubrió usted los libros?
De niña. Y fue contraviniendo las normas de mi casa. Mi padre era absoluto puritano defensor de que los niños no leyeran según qué cosas. Pero yo, atraída por esa prohibición, durante las siestas de verano me zafaba de todos e iba a la habitación donde estaban los libros interesantes y leía 'La Ilíada' a escondidas. Me gustaba meterme en sus páginas cuando los demás dormían y la casa estaba en calma, sin nadie visible. Y ser feliz… libre. Para mí, no hay mayor libertad que la de meterse en un libro y desaparecer.
¿Por qué le prohibía su padre leer 'La Ilíada'?
Se lo pregunté. Y me respondió que por la brutalidad. Porque es un libro en el que un héroe le introduce a otro la lanza por la boca y se la saca por la nuca, haciéndole ver la larga noche. Y mi padre pensaba que eso no era para niños. Y yo sí. Yo tenía once años. Y esa lectura tan poco infantil creó en mí una querencia muy poderosa por lo antiguo, lo clásico, lo grecorromano. Todavía hoy, me siento en la antigüedad clásica como en un hogar no del todo perdido. Me gusta recordar el nombre del auriga de Aquiles, o de la ninfa esposa de Paris.
¿Qué otros libros de su casa entraban en la categoría de prohibidos?
Pues no te lo vas a creer, pero uno de los más prohibidos era la Biblia.
¿La Biblia? ¿Por qué? Biblia
Por la violencia y por el sexo. La Biblia está bastante cargadita de ambas cosas. Y también porque en mi casa eran muy agnósticos y mi padre no quería que yo me introdujera por según qué caminos en la cuestión religiosa. Leí la Biblia con los mismos ojos con que leí 'La Ilíada': Buscando esas cosas “prohibidas”, como los amores de Tamar y su hermano, el Cantar de los cantares…
Vamos, lo que no se lee en misa.
No, claro. En misa se leen los salmos y eso.
¿Y qué la llevó a usted a escribir?
Quise que otros sintiesen lo que yo con los libros. Esas creaciones que me golpeaban. Cuando escribo, no me limito a construir un mundo o una historia, sino que buceo en mi interior y aquello con lo que regreso a la superficie lo expongo. Son materiales muy vivos, íntimos.
¿Cómo fue su primer intento?
Fue a los catorce años, con una novela infame basada en 'Sinuhé el egipcio'. Fue mi primer peplum, aunque no lo terminé. Pero bueno, llené un cuaderno gordísimo con las peripecias de este egipcio.
¿Cuál es el hechizo de la antigüedad, que fue capaz de atraparla de niña?
La posibilidad de sumergirse en mundos muy distintos del nuestro. En mi casa íbamos mucho al cine, y en esa época, los años sesenta, abundaban los peplum italianos. Como estas películas de romanos estaban permitidas para los niños, nos hinchamos a verlas. Ese universo antiguo cinematográfico, mezclado con el de la literatura, que es 'La Iliada', conformó un mundo en mí. Un mundo en el que los dioses estaban en contacto con los hombres y en el que los hombres podían ser héroes. Un mundo resplandeciente.
La antigüedad se convirtió en su refugio del presente.
Es que aquello era el tardofranquismo: una época de pobreza intelectual, cultural y de todo tipo. Y de una tristeza y falta de color tremendas. De hecho, lo recuerdo todo como si fuese en blanco y negro. En cambio, estos otros mundos que yo buscaba en la mitología, el cine y la literatura eran en color. En ellos había de todo menos esa tristeza del franquismo casposo y gris que los jóvenes combatíamos con lecturas de evasión.
¿Tan oscuros eran los tiempos?
Yo lo viví como un presente en el que no era bueno vivir. Oías hablar a la gente mayor desde tu posición de niño. Los veías siempre mal, infelices, porque habían vivido la posguerra. En el franquismo último, y con la Transición, se acabó eso. Pero en los años cincuenta y sesenta antes del desarrollismo, España era tristeza. Tristeza para todos salvo para unos privilegiados que, aun así, vivían también bajo una bota militar y religiosa. Y esa bota fue terrible. Y más todavía en mi tierra. Yo soy toledana, y allí el neocatolicismo fue arrollador. Tremendo. Impregnó mucho a la gente, que tenía miedo. Se refugiaron en la religión. Todo tenía que pasar por un filtro de censura religioso, hasta los pensamientos. Eso no se lo perdono a este país: que nos haya hecho esta putada.
Comentaba antes que, precisamente, en la literatura de terror encontró usted otra vía de escape. ¿Cómo se fusionaron en su imaginario esos dos mundos clave en su obra: lo gótico y lo mitológico?
Pues el chispazo fue con un libro que leí muy tempranamente, que es muy raro y nada conocido: 'Malpertuis', de Jean Ray, un escritor belga, autor de novelas detectivescas de consumo, pero que tiene una faceta fantástica muy interesante. 'Malpertuis' suscitó en mí una verdadera revolución porque mezclaba la vida cotidiana con los dioses del Olimpo, y eso me ayudó a unir 'La Ilíada' con mis otras lecturas. He leído esa novela infinidad de veces. Fue el detonante de muchas cosas que todavía sigo utilizando.
¿Funcionan los mitos grecolatinos con el lector actual, dos milenios después?
Los mitos siguen conectando con nuestro subconsciente. Son un mapa del espíritu humano. Antiguamente, las tragedias griegas servían de catarsis colectiva al público, al pueblo. Era algo entre religioso y psicoanalítico, aunque entonces esto no se percibiese así. Hoy, mitos como el de Edipo o Medea siguen vigentes. El de Medea, por ejemplo, la mujer que, traicionada por su marido, mata a los hijos que ha tenido con éste y luego huye, Lars von Trier lo utilizó en una película ('Medea', 1988) para reflexionar sobre cuestiones políticas y sociales. Los mitos nos sirven para hacer introspección. Freud descubrió el complejo de Edipo en la literatura, pero también en las mujeres histéricas a las que trataba. Él, que era culto y que sabía mucho de mitología, unió unas cosas con otras y dio una explicación que es válida hoy, aunque existan escuelas que lo rebatan. Es una pena que la cultura que actualmente se imparte en las aulas sea tan escasa en ese aspecto. Algo de mitología les vendría muy bien a los jóvenes. Les daría muchas indicaciones sobre lo que les sucede en sus vidas.
¿Es la mitología clásica una fuente válida para el terror?
A nosotros la literatura fantástica nos ha llegado del norte. Y no sólo del norte de Europa, sino del de España, porque en Galicia y País vasco hay una fuerte tradición, más oral que escrita, de brujas, hadas, dioses paganos… y de hecho uno de los pocos escritores fantásticos españoles ha sido Álvaro Cunqueiro, gallego. Y la 'Sonata de otoño' de Valle-Inclán es una de las novelas fantásticas más importantes de la literatura europea. Pero, en efecto, los griegos clásicos tienen una riqueza considerable de lugares sobrenaturales, como el Hades, y de seres oscuros: el Cancerbero, las arpías… todos esos monstruos del averno. Eso los románticos lo conocían muy bien y les influyó. De modo que no sólo las mitologías nórdicas son una buena fuente para el terror: también lo son las mediterráneas. De hecho, a mí, a la hora de escribir, el Hades me interesa como Más Allá perfectamente estructurado, mucho más interesante que el borroso Más Allá de otras religiones.
Además de ecos terroríficos y mitológicos, en su obra asoman el decadentismo de finales del XIX y el expresionismo alemán.
Me encanta la estética decadentista. Utilizo algunos de sus elementos mezclándolos con un cierto cóctel moderno. He sido profesora de cine de vanguardia, así que procuro que mi manejo de las fuentes sea vanguardista, en la medida de lo que puedo y sé. En cuanto al expresionismo, hay una novela que, junto con el 'Malpertuis', es la que más me ha influido: 'El Golem', de Gustav Meyrink. Lo curioso es que, las veinte primeras veces que la leí, no la comprendí en todo su grosor, porque el grosor de este libro no se mide sólo en páginas. Meyrink era cabalista. Y la cábala tiene una simbología por completo distinta de la nuestra, que no comprendemos. Hace no mucho, asistí a un curso muy extenso de cábala dado por un cabalista judío, y sólo entonces empecé a comprender qué es lo que le pasa al protagonista, por qué se le aparece el Golem. Pero evidentemente no necesitas saber esas cosas para disfrutar de la novela, que es preciosa y llena de sugerencias.
Usted relee mucho.
Yo releo más que leo. Y cosas muy antiguas. Releo los clásicos latinos, que hoy nadie lee, pero a los que yo vuelvo por gusto y por necesidad de refrescar cosas. También a los franceses del XIX: Balzac, Maupassant, Zola… Puede parecer contradictorio, siendo como soy una escritora de fantástico, pero es que siempre me ha gustado asentar lo fantástico sobre una base realista. Y además, Balzac y Maupassant tienen esa doble vertiente: la realista y la fantástica. Ambos, sobre todo Maupassant, pero también Balzac con 'La piel de zapa', cultivaron las dos cosas, lo que para mí los hace más valiosos. Y Zola me parece un autor de los de estar en los cielos.
Usted ha definido alguna vez su feminismo como “igualitario, socialista y radical”. ¿Qué le parece la misoginia tan presente en la obra de estos autores a los que nombra?
Ay, que no le tengo miedo a eso. Hay que leer sin prejuicios, pero sabiendo muy bien qué lees. Una misoginia que en la vida cotidiana no tolerarías, en el arte, sí. Estos escritores, que eran misóginos, a mí me gustan. Vivieron en una época muy misógina. En la que la mujer tenía un papel que no es el de ahora y con el que, por supuesto, no comulgo. Pero ellos conocían muy bien su tiempo y, a pesar de ser misóginos, sabían lo que veían y nos lo transmiten con gran claridad. A lo mejor, sin su labor, hoy no sabríamos cómo estaban las cosas antes.
¿Cómo se percibía a las escritoras e intelectuales en el siglo XIX?
Tenemos una idea llena de prejuicios sobre como era la mujer antes. Porque la mujer, desde el siglo XVIII, que es cuando empieza a reivindicar sus derechos con la Revolución Francesa, tiene mucha más importancia en la sociedad de lo que se cree. En el XIX, las mujeres tenían dos caminos: si eran burguesas de clase alta, ser las perfectas esposas y hacer vida social con sus maridos o, si eran pobres, trabajar rompiéndose la espalda en las lavanderías, las fábricas o el campo, y en ese sentido eran tan trabajadoras como los hombres. Pero luego estaban las intelectuales: institutrices, maestras, mujeres de pastores protestantes, que no eran muy distintas de las de ahora, con problemas parecidos a los de ahora. Tenían una vida intelectual. Algunas escribían. La diferencia respecto a hoy es que eran pocas. Ahora somos muchas y tenemos un poco más de peso. Pero las escritoras del XIX se buscaban sus editores, las ilustradoras hacían sus bocetos y los cobraban o no…
¿Y por qué a menudo se ponían seudónimos masculinos?
Pues no tanto para tapar su identidad femenina como para preservar su libertad. George Sand, George Eliot, Vernon Lee… muchas de ellas escribieron con nombres de hombre, sí. Pero todo el mundo sabía quiénes eran. Quiero decirte que a veces se exagera y se victimiza algo que, en realidad, debería ser reivindicado. Porque Jane Austen o las Brontë estaban en el mercado. Vivían de la pluma. Había un público lector de mujeres y había mujeres ilustradas, que iban a conferencias, que estaban en los círculos de escritores y artistas. Y esto no hay que ignorarlo. Ni caer en el victimismo. Y poner de manifiesto que las mujeres no siempre han estado en la carbonera o en el rincón de la casa. Las mujeres del pasado no vivían en ningún limbo infernal, ni es verdad que no pintaran nada en la sociedad. Sí que pintaban. Y en la literatura, bastante.
Una faceta más desconocida suya es la de traductora. Usted, entre otras, tradujo al español 'Sueño de Polifilo' (El Acantilado, 1999), obra de Francesco Colonna publicada en 1499 y envuelta, según los especialistas, “en un aura de esoterismo enfermizo”.
En realidad es una obra intraducible y un galimatías: Fue escrita en una lengua cortesana y pedantesca, mezcla de griego y latín, que nadie hablaba entonces ni se ha hablado nunca. Es un libro de amor, y a la vez una enciclopedia de muchos conocimientos: arqueología, astrología, gemología, botánica… hasta de cómo se organizaba un banquete en el Renacimiento. El 'Sueño de Polifilo' nunca había sido traducido al español, así que tuve que apañarme con la única referencia de una traducción francesa del XIX. Fue tela marinera. Cuando, al principio de 'La novena puerta' (Roman Polanski, 1999), Johnny Depp nombra los libros más raros del mundo, lo cita. Pero bueno, yo no soy una traductora vocacional. Sólo si me surge una cosa así: tan gustosa, tan aparatosa y tan rara.
Alguna vez la han definido a usted como escritora de “indomable incorrección política”. En su obra la violencia está muy presente. ¿Es la ficción una manera de exorcizar la parte oscura, violenta, que tenemos todos?
Sin duda ninguna. Es una manera de sacar esas cuestiones que no somos capaces de asumir y queremos arrojar fuera de nosotros sin necesidad de pasar por lo físico. En el caso de la violencia está muy claro: todos somos violentos, pero si somos capaces de sublimar estos impulsos escribiendo, podemos liberarnos de ellos. Esa historia puritana de que los jóvenes aprenden la violencia en el cine o en el cómic es una leyenda urbana de lo más deleznable, porque es todo lo contrario: Los jóvenes, y los mayores, todos, necesitamos la violencia sublimada, porque, si no la ejercemos de una manera ordenada, a través del arte, a lo mejor terminaríamos ejerciéndola de una manera desordenada, caótica y física, lo que sí sería malo. Por eso es bueno que los jóvenes, e incluso los niños, estén familiarizados con la sublimación de la violencia. No con la violencia misma, que eso hay que prohibirlo a rajatabla, sino con su representación en el arte.
Es usted una escritora reivindicada por los jóvenes, tanto escritores como lectores. ¿Qué tal le sienta?
Me da mucha alegría. Seguramente no entro en la generación de escritoras de los ochenta de más relumbrón. Estoy en un margen. Pero dentro de la marginalidad tengo un público joven, sí. Y, si puedo darles algunas claves, se las doy.
¿A los jóvenes sigue interesándoles el arte, la literatura…?
Inquietudes y curiosidad por el mundo, por lo de fuera, claro que las tienen. Siempre las han tenido y las tendrán. Lo que pasa es que los jóvenes conforman su propia cultura, con la que los mayores podemos estar más o menos de acuerdo, pero ya no es la nuestra. Nuestros ídolos culturales de los años sesenta y setenta no coinciden con los de quienes han empezado a leer en los noventa. Los jóvenes, por definición, han tendido siempre, y tenderán, a crear su mundo particular, que suele ser un mundo de fuga: de fuga de la realidad, de hacerse su propio imaginario. Este puede ser radicalmente distinto del nuestro, lo que no significa mejor ni peor. Y nosotros podemos participar de él, o no, pero, en cualquier caso, ya no es el nuestro. El nuestro pasó.
Dijo Ana María Matute que las cosas deben caer en el olvido para dejar paso a otras nuevas, porque sería horrible que todo se recordase.
Lo que pasa es que los que fueron grandes hace unos años van yendo al panteón de los clásicos y quedan como carne de biblioteca y de especialista, pero no para acompañar a los jóvenes en la vida, porque éstos necesitan otras cosas. A un joven de ahora, si no es que está haciendo un trabajo, no le digas que lea a Henry Miller, porque no va a entender mucho, ni tiene por qué, porque está en otras historias. La literatura tiene muchas capas, y cada generación va depositando la suya sobre las anteriores. Y quienes las horadan son los estudiosos y los especialistas.
Es usted una loba esteparia. No suele dejarse ver.
Es que no me gusta ir a estos actos a los que hay que acudir vestida de terciopelos, con mucho cava y mucho besamanos, coger aviones que te hacen perder el tiempo… todas esas cosas que se parecen a la política sin ser política, como entregas de premios o conferencias sin sentido. Para mí la literatura es una cosa muy íntima, mía y de mis amigos. Cuando era muy joven quizá me hacía algo de ilusión ir a estos actos, pero ya no. No me interesa el figuroneo, ni el cotilleo, que de eso hay mucho también. Así que he procurado ir quitándome cualquier atisbo de vida literaria. Para mí sí es importante, por ejemplo, ir cada año a la Feria del Libro de Madrid, a la caseta de Valdemar, adonde acude gente que lee mis cosas. Eso me encanta, porque son personas corrientes que vienen a charlar conmigo, gente joven, o mayor, con hijos… Es todo muy amable, muy normal y muy cotidiano. Eso sí me gusta.