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Camino de nieve: un recorrido por 'Memoria de lo infinito' de Juan Lozano Felices

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Huellas transparentes en la nieve. Frío que permanece en el tiempo: surge, toma forma desde el verso; la imagen precede al ritmo y muta la página en historia. Caen copos como cápsulas de vida que tornan en poema. La nieve es memoria; el frío, lo infinito. 

Hay lugares donde siempre

se está a punto de volver.

Donde la nieve es el argumento

y la belleza la postergación.

En realidad, hay pocas cosas

que necesites para seguir de pie.

No hace falta un proyecto vital

ni una coartada que nos proteja

hasta llegar a la siguiente estación.

Aunque partir leña ayuda,

es un acto otoñal

que nos previene de las pesadillas.

Con eso debería bastar.

Juan Lozano Felices (Elche, 1963) es el autor de Memoria de lo infinito (Ad Versum, 2020), un libro maduro en el que el poeta destila las horas del pasado y las postales del recuerdo desde un imaginario que bebe de lecturas, ciudades, experiencia y silencio. Escribe José Luis Zerón en el prólogo, que se trata de un libro de poesía «compleja, honda e introspectiva». Sin embargo, esa complejidad y hondura no entra en conflicto con  un talento lírico que se basa en la estética y el ritmo. Los poemas de Memoria de lo infinito, «de repliegues interiores y aproximaciones a las cosas tangibles», van componiendo un presente del yo poético en el que Lozano se muestra como un hombre con nostalgia del pasado. 

La escritura, en él, se tensa por la verdad que infiere. Lozano Felices escribe con seriedad, con rigor, con respeto absoluto por la creación. Unifica referentes, lecturas, ritmos ajenos y vivencias para decantarlas, tras fermentar el pensamiento, en UN POEMA: 

Escribo para tomar posesión

de aquello que perdimos. 

Para que la vanidad me proteja

como una segunda piel.

Un poema es comprender

que amar es mantenernos

a salvo donde cubre.

Un poema es enredarse

con las ausencias

que dejan cicatriz.

Un poema es preguntarse

como Holden Caulfield,

cuando se hielan los lagos

en Central Park,

a dónde van los patos.

La biblioteca que me alumbra

Lozano Felices conjuga su papel de escritor, de un modo natural, orgánico, inevitable, con el del buen lector que degusta con acierto la poesía de los grandes maestros. Desde Álvarez hasta Kavafis, pasando por los clásicos hasta llegar a Gil de Biedma y sus contemporáneos.

Una biblioteca que alumbra y que ayuda al autor a desembarazarse del tópico, del lugar gastado, aunque siga mirando, en sus poemas, a las mismas realidades. Los fotos de provincia, el abrazo del amor, camino de pasos incendiados por ciudades eternas, la reflexión de quien mira la vida en el punto de equilibro entre el pasado y el futuro... Todo ello está en Memoria de lo infinito, donde Lozano Felices despliega talento poético en la excelencia de un recorrido por Roma y en el calor sólido de un jersey de angorina.

POST MORTEM

Que cuando llegue mi hora

quiero subir hasta aquí,

echar el freno de mano,

tomar la última y despedirme.

Apagar los motores, pero dejar

las llaves puestas, por si acaso.

No vi a Dios, pero creo

que Dios tampoco me vio a mí.

Dejo dicho que, a veces, 

la vida exige una estrategia

pero yo marqué mi territorio

con un impulso hedonista.

Acaso solo el deseo

de ser la cruz en un mapa.

Que no quiero que de mí digan

que fui un poeta maldito.

Que quiero que digan

que fui un buen esposo

y un buen padre.

Con estas palabras suele resumirse

la vida de un hombre.

Ayer fueron ciudades

Paseo por Roma. Escucho los ecos de Trevi rebotar en los callejones. La luz que se pierde tras los jóvenes que comen un gelato. Roma nos une: nos imprime un color en los ojos. 

La ciudad italiana está presente a lo largo de todo el poemario, en alguno de los textos más acertados y simbólicos, en versos que tienden a un ilimitado de contornos que se intercalan y aletean sobre el tiempo. 

Ante el foro, con el recuerdo de Keats –«Pero cuando el acceso de atroz melancolía / se cierna repentino, cual nube desde el cielo...»–, con el sabor a la Villa Borghese aun en los labios, el poeta escribe, el poeta se dibuja en palabras que convocan la belleza de estar PERDIDO EN ROMA:

Basta con haberte perdido

en Roma una vez... una mañana, 

bien entrado el verano.

Dejando atrás el Ponte Fabricio

y la Isola Tiberina,

haber caminado

sin rumbo por el Trastevere.

Recordar de pronto

aquellos versos de Pasolini

dedicados al joven Codignola.

Haber entrado en una vieja trattoria

con fachada cubierta de hiedra,

no lejos de la iglesia de Santa Cecilia.

Pedir un café americano

y preguntar, prego, por el servizi.

Cruzar el comedor vacío

y salir a un patio interior.

Basta con haber estado allí sentado,

oyendo las voces de la cocina

y que la luz entre por un alto ventanuco.

Una luz que casi pueda tocarse y oírse,

y recuerdes La Anunciación de Fra Angélico.

Y saber ya que esa luz

es la luz que mañana

guiará al poema.   

Memorias de lo infinito no es más que eso, unas memorias que no se agotan. Y, a la vez, es un universo rico e interminable que da forma al hombre que escribe los versos. Y un regalo para el lector atento, que se encuentra en los poemas con un autor cómplice de lecturas y admiración ante el hecho poético. Que se haga la luz a través de estos poemas, que sean ya memoria, recuerdo, vida.

Huellas transparentes en la nieve. Frío que permanece en el tiempo: surge, toma forma desde el verso; la imagen precede al ritmo y muta la página en historia. Caen copos como cápsulas de vida que tornan en poema. La nieve es memoria; el frío, lo infinito. 

Hay lugares donde siempre