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El otro 'Cuéntame': sobre ‘El día que se acabaron las cosquillas', de María Dolores G. Rozalén

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De unos años a esta parte nos están intentando convencer de que los 80 fueron una maravillosa, casi mágica, época de cambio, luz y modernidad. El disparador de esta falacia fue el popular libro 'Yo fui a E.G.B.', al que han seguido incontables sucedáneos de marca blanca, y la defensa por los grandes medios y sus mediocres columnistas del régimen del 78 y la mal llamada transición, que mantuvo a la misma policía, el mismo ejército, los mismos jueces, algunos políticos en el Congreso y la misma estructura religioso-familiar. Al hablar de los 80, estas obras seudoliterarias nos recuerdan (como si fuera algo bueno) los asfixiantes viajes a la playa en un Seat 127, el popular juego de luces Simón, la caja de magia Borrás y los álbumes de cromos de superhéroes, futbolistas, automóviles, etc… y los columnistas a sueldo de Florentino y cía. que, con un solo sueldo, el del padre, se tenía pagada la casita (olvidan, por lo que sea, comentar a qué hora salía el padre por la mañana y volvía por la noche, de lunes a sábado).

Dolo Rozalén pone el dedo en la llaga para recordarnos que hubo más sombras que luces en aquella época. Y se sitúa en la llaga más dolorosa de todas las que componen dicha época: la infancia. Comentar, antes de seguir, que en ningún momento se dan fechas en el libro, pero la mención a Barrio Sésamo, jugar al escondite, la porción de Comtessa como postre en las comuniones, las familias de 30 primos, la Biodramina antes del viaje por la comarcal llena de curvas, el Pryca y un popular postre rosa tan pequeño que recomendaban tomarlo de dos en dos dejan bien claro que nos situamos en los primeros ochenta (al menos yo, que soy del 78, no he tenido problema en ubicarme en las primeras páginas).

La obra, que puede verse como un libro de relatos o como una novela (no sigue el canon comienzo-nudo-desenlace, pero la niña y su familia (no se dan nombres) bien podrían ser las mismas en todos los capítulos), aborda temas como la ausencia de la madre (la del padre se daba por hecha y nadie la criticaba), el fanatismo religioso, los abusos físicos y los tabúes antes los que se tapaban ojos y oídos a los niños: cáncer, SIDA, muerte, sexo…

Son muchas las cicatrices que esta lectura ha reabierto en el arriba firmante. Como la protagonista de los relatos, un servidor lloró horas y horas escondido debajo de una cama sabiendo que no quería vivir, incluso sin llegar a tener muy claro qué era la muerte; como la protagonista, supe que tuve una hermana mayor que murió porque me lo dijeron mis otros hermanos: mis padres jamás hablaron de ella, pero la del 1 de noviembre era la mañana más larga del año, un suplicio mirando una piedra con el nombre de mi abuelo y una mujer a la que no conocía (pero llevaba mis apellidos) sabiendo que si hacía el más mínimo sonido me llevaba una paliza; como la protagonista, crecí bajo la sombra de una madre depresiva crónica que jamás se trató (por entonces ir al psiquiatra era poco menos que estar “embrujada”) y un padre, varios tíos y primos e incluso un hermano mayor alcohólicoa (curiosamente, esto estaba socialmente aceptado, como la ludopatía).

Además de las heridas abiertas, el texto de Dolo Rozalén me ha ayudado a revisar algunos recuerdos desde otra perspectiva. Por ejemplo, cuando mi madre me mandaba a comprar el pan sin dinero (“las dos barras de la señora Maruja, luego viene ella a pagar”). Ahora no sé si en realidad no quería cambiar un billete grande para eso o, sencillamente, era final de mes y no había dinero. También la importante figura del abuelo, que en la obra es la cara “simpática” de la historia por sus comentarios y chascarrillos, pero que en otros casos (el mío, por seguir con la identificación hacia el texto) es la persona a la que debemos el haber podido estudiar, pues fue quien convenció a mi madre de que las mujeres ya iban a la universidad (mi madre pretendía que mis hermanas se casaran “bien” y que los hermanos entráramos de aprendices en los astilleros o hiciéramos carrera militar; mi padre no podía opinar porque nunca estaba).

Ante toda esta crudeza (recopilemos: trastornos mentales, fervor religioso, alcoholismo, abuso físico y psicológico, palabras y temas prohibidos) los niños sólo disponían de un recurso para salir adelante: su imaginación. No, en todas las casas no había Reyes Magos, ni un entretenido Autocross con su volante y su cambio de velocidades, ni un Quiminova ni un Electro-L; algunos, como la protagonista del libro, no tenían ni un pijama, y heredar con burdos remiendos la ropa del hermano mayor estaba a la orden del día. Y aquellos niños que exprimieron hasta el límite su imaginación para sobrevivir siguen adelante hoy gracias a ella, borrando el lastre que no quieren recordar o, directamente, inventando finales alternativos que han logrado grabar a fuego sobre los originales.

Además de la imaginación quedaba otra salida, la más habitual: la resignación. A muy temprana edad ya sabíamos que era cuestión de aguantar la tormenta estudiando hasta encontrar un trabajo y salir huyendo de aquel infierno de miradas, rosarios, silencios… y algo más.

Esto fueron los 80 para muchos niños. Dolo Rozalén lo sabe y da voz a esa generación a la que yo también pertenezco. Y si usted, querido lector, piensa que exageramos, deje de ver 'Cachitos', deje de idealizar 'La bola de cristal' (era los sábados por la mañana, había 6 días y medio más cada semana), cierre 'Yo fui a E.G.B.' y hable con quienes lo vivimos.

De unos años a esta parte nos están intentando convencer de que los 80 fueron una maravillosa, casi mágica, época de cambio, luz y modernidad. El disparador de esta falacia fue el popular libro 'Yo fui a E.G.B.', al que han seguido incontables sucedáneos de marca blanca, y la defensa por los grandes medios y sus mediocres columnistas del régimen del 78 y la mal llamada transición, que mantuvo a la misma policía, el mismo ejército, los mismos jueces, algunos políticos en el Congreso y la misma estructura religioso-familiar. Al hablar de los 80, estas obras seudoliterarias nos recuerdan (como si fuera algo bueno) los asfixiantes viajes a la playa en un Seat 127, el popular juego de luces Simón, la caja de magia Borrás y los álbumes de cromos de superhéroes, futbolistas, automóviles, etc… y los columnistas a sueldo de Florentino y cía. que, con un solo sueldo, el del padre, se tenía pagada la casita (olvidan, por lo que sea, comentar a qué hora salía el padre por la mañana y volvía por la noche, de lunes a sábado).

Dolo Rozalén pone el dedo en la llaga para recordarnos que hubo más sombras que luces en aquella época. Y se sitúa en la llaga más dolorosa de todas las que componen dicha época: la infancia. Comentar, antes de seguir, que en ningún momento se dan fechas en el libro, pero la mención a Barrio Sésamo, jugar al escondite, la porción de Comtessa como postre en las comuniones, las familias de 30 primos, la Biodramina antes del viaje por la comarcal llena de curvas, el Pryca y un popular postre rosa tan pequeño que recomendaban tomarlo de dos en dos dejan bien claro que nos situamos en los primeros ochenta (al menos yo, que soy del 78, no he tenido problema en ubicarme en las primeras páginas).