'Leer el presente' es un espacio que dedicamos a libros desde eldiario.es/murcia. Del mundo a la página y viceversa. Coordina José Daniel Espejo.
Ser un 'no ser': sobre 'Baruc' de Guillem Borrero
El miedo es encontrarte con alguien como él. No por la calle, no en la oficina. No: darte de bruces con una silueta similar cuando te mires al espejo. Baruc, un tipo que roza los cuarenta y que —pobrecito— es víctima de un sistema social que se le ha puesto en contra: sin estudios, sin trabajo, sin ningún tipo de objetivo en mente, más allá de seguir abusando de lo que su madre le ingresa en la tarjeta de crédito para que pueda tomarse alguna que otra caña y continuar recorriendo las calles de Barcelona, su ciudad, lamentándose por lo injusta que ha sido la vida con él.
Este es el personaje que Guillem Borrero traza en Baruc (Adeshoras, 2019). La primera novela de este psicólogo y escritor barcelonés trata de mirar el presente en el que muchos jóvenes adultos se encuentran desde la perspectiva del nini. Baruc el egoísta; Baruc, que solo sabe quejarse de lo injusto, de la indignidad y la falta de respeto que sufre al no encontrar un trabajo 'a su nivel', mientras que no siente un ápice de remordimientos; Baruc, el mártir.
Borrero se sitúa en un plano cenital para contar un breve lapso de la vida de este cuarentón al que, sin esperarlo, un día se le acaba 'el chollo': su madre se marcha a vivir su gran sueño y debe buscarse un sitio donde vivir y un trabajo con qué pagarlo. Y así, en ese escenario en el que el autor va dejando pistas sobre las actitudes de su protagonista, el lector comienza a comprender que no, que el mundo puede estar mal y ser injusto, pero también Baruc es parte de su propio problema.
La narración, de apenas 220 páginas, acompaña a este joven en su aventura hacia una nueva dimensión, la de la responsabilidad, en la que tendrá que comprender de golpe que la vida también requiere de obligaciones, hábitos, responsabilidades. Y Borrero va poco a poco perfilando a este tipo con nombre de filósofo que prejuzga, se endiosa, detesta y se torna hostil a cada momento, siempre que alguien no se comporta como su 'mama', aquella señora a la que tampoco termina de tratar bien porque, ¡joder! su obligación es cuidarle y nada más.
El planteamiento de la novela es interesante desde la perspectiva de un lector contemporáneo, que en la mayor parte de los casos comparte al menos alguno de los rasgos de Baruc: vivir en casa de los padres, acumular trabajos con contratos abusivos, esa sensación de estar por encima de lo que la vida le pone por delante, de necesitar más...
Y prácticamente desde el primer momento el lector piensa que ahí va a estar el conflicto de la novela y que, más allá de algún titubeo en la narración, puede ser uno de esos planteamientos que conmueven y remueven, que hacen que las preguntas interrumpan la lectura —¿Seré yo así? ¿Trato de este modo a los demás? ¿De veras tengo lo que merezco? ¿Soy un imbécil?—, sin embargo, la idea va perdiendo fuelle en ese sentido conforme la novela se desarrolla y aparece otro conflicto que el autor quiere poner sobre la mesa en su primera obra: la gentrificación, la desnaturalización de las ciudades por culpa del turismo de masas, y los propios males de ese turismo de 'parque de atracciones' y vértigo en el que todos, alguna vez, nos hemos visto metidos.
Independiente, ya con un trabajo que no termina de ser digno para él, pero que le ofrece alimento suficiente para su ego y bastante dinero para pagar facturas y comida, Baruc se enrola en una especie de escuadrón antiturismo con el que trata de poner en evidencia los males de esta forma masificada de viajar, de visitar museos de plástico, de pasear con el 'paloselfie' siempre a punto.
Y, de nuevo, el lector quiere no conocer. Ahora no Baruc, sino al turista contra el que se sitúa. Por supuesto, desea no ser él, no formar parte de esos círculos concéntricos de 'guiris' que siguen el paraguas del guía como un grupo de cabras ansiosas.
Surgen en esta segunda parte de la novela otras preguntas que el lector comienza a hacerse. De pronto, cae en aquellas fotos de viajes que se guardan en los álbumes y que, de formar parte de un cómic, incluirían bocadillos como “me gusta visitar las zonas menos turísticas”, “Yo como en restaurantes de gente del lugar” o “pero yo soy un viajero, no un guiri”, que no es más que una forma de excusarse, de sentirse fuera de eso —una vez más el 'no soy yo' del principio—.
Los dos planteamientos, por originales, por viscerales, por honestos, atraen. Esta es una de las virtudes de Borrero: ha construido un libro en el que aúna dos universos que, sin parecerlo, caminan de manera paralela y se encuentran y colisionan en un lugar mucho más cercano que el infinito. Sin embargo, por momentos lo narrado se queda a medias. Las ideas, los planteamientos, parecen tener mucho más interés por separado que en esa unión poco sostenida en la que los presenta Borrero y que tal vez podría haber dado más de sí.
Quizá la intención del autor es precisamente huir de la carga más filosófica y reflexiva de lo que cuenta y dejar que las preguntas e interrogantes fluyan en el lector una vez cerrado el libro, pero se habría agradecido que Guillem bajara, en esta primera obra, de su plano cenital y se hubiera situado en uno subjetivo para echar más carne en el asador y que la crítica no se quedara a flor de piel, sino que se convirtiera en herida necesitada de una intervención quirúrgica.
No obstante, Baruc es interesante por lo que es capaz de suscitar más allá de la lectura, por el leve temblor que conquista el cuerpo cuando después de la ducha —el espejo empañado— una persona se enfrenta a su silueta y, por momentos, parece adivinar en él la de Baruc.
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