'Leer el presente' es un espacio que dedicamos a libros desde eldiario.es/murcia. Del mundo a la página y viceversa. Coordina José Daniel Espejo.
Puertas que la literatura no suele abrir: una lectura de 'Canto yo y la montaña baila' de Irene Solà
Irene Solà ha sorprendido al panorama literario nacional y europeo con su última novela, publicada por Anagrama y traducida al castellano por Concha Cardeñoso, 'Canto yo y la montaña baila'. Y no sólo baila, sino que toma la palabra, al igual que el corzo y las nubes (y los humanos, claro) en una historia con tintes de fabula o cuento clásico donde se difuminan (si es que existen realmente) las fronteras entre el ser humano y la naturaleza, lo real y lo irreal, los vivos y los muertos.
Irene Solà nos propone un juego polifónico de realidad, mitología y folclore en el que participan hasta 18 voces que nos hablarán de personas y lugares que fueron y son, de una comarca de la que huir o a la que regresar, de la vida antes y después de la tragedia. Este abanico de voces que la autora maneja con mucho oficio brindará al lector la posibilidad de entrar a la historia por puertas que la literatura no suele abrir ya desde el primer capítulo, donde serán las propias nubes «con el vientre negro» quienes nos hablen de la tormenta y sus consecuencias. Del mismo modo (capítulos que, por cierto, me emocionaron como pocos textos los han conseguido) se expresarán el corzo y el oso. ¿Cómo describe el ciervo a un ser humano? ¿Cómo ve el bosque? (Los ciervos, por cierto, no distinguen los colores). Un juego –muy serio– de voces para alejar al lector de la cuasi eterna visión antropocéntrica del arte en general y la literatura en particular y, esta vez, tratar de entender (a) la tierra. En esta ocasión Irene nos propone que El Hombre deje de mirar para dejarse ver.
Por si este juego fuera poco, brinda la autora una segunda vuelta de tuerca llevando la literatura un paso más allá de la palabra escrita. 'Canto yo y la montaña baila' es un texto que desborda, que destila oralidad por los cuatro costados. Cada personaje, cada voz, cuenta su historia, que es a su vez una pieza del puzle, de un puzle, que es un conjunto de vidas pasadas, presentes y futuras que nunca acabará. Es una historia que leemos, claro, pero nos llega a modo de tradición oral por medio del boca a boca, impeliendo al lector a meditar sobre todo aquello que no sabemos ni sabremos jamás, lo que se perdió porque nunca quedó escrito y las gentes olvidaron. Y por eso compartiremos la orilla del río con poetas que no escriben sus versos porque piensan que plasmarlos en papel es asesinarlos y, simplemente, los recitan en voz alta para que se los lleve el viento y sigan vivos.
Pretende también Irene Solà romper la leyenda de que la vida, las historias de verdad, están fuera, en las grandes ciudades, bajo intensas luces de neón. Y lo hará trasladando toda esa poesía, ese folclore, esos mitos a la frontera catalana con Francia, zona de migración clandestina, de retirada republicana hacia el exilio al terminar la Guerra Civil Española, donde el terreno ha quedado marcado por los restos de armamento de la contienda. Nos encontraremos entonces a la niña coja que huye de la guerra (historia real que la autora descubre a raíz de una fotografía), y que Solà introduce en esta fábula convirtiéndola en Palomita, quien encuentra un hermano mayor con el que jugar en un bosque que ya ninguno de los dos puede abandonar.
Destaca también en la narración la historia de las mujeres del agua, que la tradición oral y la ficción suele meter en el mismo saco que las brujas, pero no lo son en realidad. Se trata de una figura femenina relacionada con la naturaleza, muy popular en todo el pirineo, que eran llamadas brujas simplemente para poder ser acusadas y condenadas. Se trataba de mujeres que asistían a otras en los partos, podían elaborar algún tipo de poción o ungüento y sabían nadar (sí, saber nadar era indicio de brujería). Todo lo que se conserva de estas ‘mujeres del agua’ está de puño y letra de quienes las condenaron. Procesos judiciales que la autora ha investigado y por lo que se decidió a darles la voz que no tuvieron en su día, pues no debe ser poco lo que no les dejaron decir, del mismo modo que debieron decir mucho de lo que no ha quedado registro.
Por supuesto también hay lugar para ‘las presencias’, esos seres que dejaron asuntos sin resolver y no logran pasar al otro lado. Dirá la espiritista que en este caso ayuda a la transición: «a veces son personas, escucho su llanto, sus penas, pero otras veces sólo son cosas y siento que hay dolor y miedo, pero no puedo hacer nada».
En resumen, y como se ha dicho, una novela arriesgada, experimental y polifónica, donde todo aquel (y aquello) que aparece, tiene algo que aportar a la historia. Espero que la disfruten como he hecho yo.
Irene Solà ha sorprendido al panorama literario nacional y europeo con su última novela, publicada por Anagrama y traducida al castellano por Concha Cardeñoso, 'Canto yo y la montaña baila'. Y no sólo baila, sino que toma la palabra, al igual que el corzo y las nubes (y los humanos, claro) en una historia con tintes de fabula o cuento clásico donde se difuminan (si es que existen realmente) las fronteras entre el ser humano y la naturaleza, lo real y lo irreal, los vivos y los muertos.
Irene Solà nos propone un juego polifónico de realidad, mitología y folclore en el que participan hasta 18 voces que nos hablarán de personas y lugares que fueron y son, de una comarca de la que huir o a la que regresar, de la vida antes y después de la tragedia. Este abanico de voces que la autora maneja con mucho oficio brindará al lector la posibilidad de entrar a la historia por puertas que la literatura no suele abrir ya desde el primer capítulo, donde serán las propias nubes «con el vientre negro» quienes nos hablen de la tormenta y sus consecuencias. Del mismo modo (capítulos que, por cierto, me emocionaron como pocos textos los han conseguido) se expresarán el corzo y el oso. ¿Cómo describe el ciervo a un ser humano? ¿Cómo ve el bosque? (Los ciervos, por cierto, no distinguen los colores). Un juego –muy serio– de voces para alejar al lector de la cuasi eterna visión antropocéntrica del arte en general y la literatura en particular y, esta vez, tratar de entender (a) la tierra. En esta ocasión Irene nos propone que El Hombre deje de mirar para dejarse ver.