La portada de mañana
Acceder
España tiene más de un millón de viviendas en manos de grandes propietarios
La Confederación lanzó un ultimátum para aprobar parte del proyecto del Poyo
OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

Portmán, el pueblo murciano que arrastra las consecuencias de tres décadas de feroz minería: “La playa se la tragaron los lodos”

Todas las mañanas, a las nueve y media, Luis Gudiño entra al Hogar del Pensionista de Portmán (La Unión, Región de Murcia) andando muy despacio, ligeramente encorvado, y espera, sentado en una mesa de mármol, sin quitarse todavía la boina de la cabeza, a que vengan sus amigos. Ha quedado con ellos para jugar al dominó. Gudiño, que ahora cuenta con 81 años, pisó por primera vez el pueblo a los 17. Había llegado desde Badajoz para trabajar en las minas de Peñarroya, la empresa que controlaba su explotación. Es el único minero, dice, que todavía queda vivo en Portmán. Sus amigos, que llegan a la vez y se sientan y piden descafeinados y vasos de agua lo corroboran. Todos ellos fueron trabajadores de Peñarroya, aunque Luis agotaba sus jornadas, al principio, a cientos de metros de profundidad, picando sin apenas descanso sobre la roca húmeda y oscura de las galerías.

Aquellos trabajos que ahora se antojan tan antiguos concluyeron hace más de tres décadas, a principios de los noventa, y dieron comienzo hace más de seis, pero todos los recuerdan como si hubiesen sucedido hace apenas unas semanas. Manuel Martínez, compañero de Luis durante algunos años en las canteras y las voladuras, derrama en la mesa un juego de fichas de dominó. Es más fácil recordarlos, dice, porque todos los días ve, desde su casa, desde la calle, desde el mismo Hogar del Pensionista, sus crueles estragos. “El pueblo está así desde que cortaron las minas. Desde mucho antes, desde los 50 o los 60. Había una bahía inmensa y poco a poco fue desapareciendo”, cuenta Gudiño. 

Para llegar a la localidad hay que recorrer una carretera sinuosa que atraviesa la sierra minera de Cartagena y de La Unión. Hay, a ambos lados de la calzada, durante todo el trayecto, construcciones derrumbadas, carteles descoloridos y oxidados que advierten de pozos mineros, zanjas gigantescas que encierran charcas de un rojo tan intenso como el de la sangre, grúas y torres metálicas corroídas como espectros en medio de la nada. Desde lo alto de la carretera se ve el mar entre dos montañas en las que apenas crece vegetación: es una lámina luminosa y azul que se pierde en el horizonte. 

Cuando el camino comienza a descender, sin embargo, se capta de pronto la realidad. Basta un golpe visual: el agua debería llegar hasta Portmán, hasta las primeras casas del pueblo; debería ocupar una bahía que tiene la forma de una perfecta concha. Pero hay, en su lugar, un largo trecho de tierra seca y gastada, de arena negruzca, de balsas que contienen residuos abandonados a la intemperie. Ese paisaje es producto, cuentan todos, manoseando las fichas, colocándolas sonoramente sobre el mármol, de los lodos que Peñarroya vertió al mar durante más de 30 años. “Los tiraban a través de unos tubos enormes”, explica Luis, haciendo gestos exagerados con los brazos. “Los llamábamos los chorros”.

“Ése fue el gran fallo que hubo aquí. Echar los chorros al agua. Nunca debió haber sucedido eso”, dice Antonio Pérez, mientras apunta a bolígrafo en un folio quién va ganando las sucesivas partidas. “Pero estábamos en el régimen franquista. No podíamos decir nada”, afirma. Él fue camionero de Peñarroya. Cuenta que, día y noche, sin cesar, había camiones que, como hormigas concienzudas, transportaban ingentes cantidades de tierra hacia el lavadero de Portmán, que fue, a fin de cuentas, el auténtico perpetrador del desastre. Era el más grande de Europa. Allí se separaban los minerales de la tierra con un sofisticado método: la flotación. Después se desechaba en la bahía el barro que sobraba. “Cuando pasó el tiempo y prohibieron la actividad en las minas, en los noventa”, continúa Antonio, “la gran mayoría del pueblo se quedó sin trabajo. Muchos tuvieron que emigrar, y el paisaje, lo que conocíamos desde niños, había cambiado para siempre. La playa se quedó colmatada. Desapareció”, explica. “La minería se comió el mar”, sentencia Gudiño, justo antes de cerrar la partida y volver a mezclar las fichas para comenzar otra.

El pueblo a día de hoy: sucesivos intentos de recuperación, obras paradas y un dique seco

El Portmán que cambió para siempre sigue estando ahí, visible, a la vuelta de casi cualquier esquina. Decenas de vecinos llevan años reivindicando una solución. Las administraciones adquirieron, tras el cese definitivo de las minas, el firme compromiso de recuperar el entorno. Maleni Lorenzo y Juanje Albacete han pasado gran parte de su vida en la localidad. Los padres de Maleni tenían en ella una pequeña casa de veraneo. Juanje cuenta que lleva más de cincuenta años buceando sus aguas, que aprendió antes a bucear, dice, que a nadar por la superficie. Ambos son fundadores de la plataforma ‘Portmán Vivo’.

 “La gente lleva viendo toda la vida una transformación de nuestro espacio vital, de nuestros sitios más especiales”, cuenta Maleni. “Y esa transformación, emocionalmente, es muy dura”. “Yo, de niña”, continúa, “llegaba al pueblo cada verano con el miedo de comprobar dónde estaba el mar, porque cada vez se iba más lejos”. Mostrando fotos de la antigua bahía, de la concha aún intocada, Juanje trata de explicarlo. “Había unos 20 metros de profundidad. Llegaban barcos del mundo entero, pero hace mucho que nada de eso existe”.

Diversas intenciones y proyectos de recuperación se han sucedido a lo largo del tiempo. Hay empresas que iniciaron trabajos que parecían definitivos y que de repente cayeron en el olvido. “Muchas veces hemos pensado que iban a sacarlo y limpiarlo todo. Nos hemos ilusionado, y, sin previo aviso, se ha quedado parado, sin saber por qué”, cuenta Juanje. El grupo Tragsa elaboró para el Gobierno, en 2011, un proyecto de dragado de la bahía que actualmente continúa vigente. “Desde 2016, sobre todo, hemos sufrido una gran cantidad de obras que no han servido para nada”, afirma Maleni. “Construyeron tres balsas de seis o siete metros de altura y una cinta transportadora. Se supone que iban a dragar los residuos, a depositarlos en las balsas y a moverlos después. Pero todo se detuvo”, dice. “Antes, a pesar de que el mar estaba muy lejos, podías verlo desde el pueblo; podías incluso ir paseando o en bicicleta hasta la orilla. Ahora hay una montaña de piedras y tierra y no se puede pasar”.

Caminando por el casco urbano, Maleni y Juanje comentan pormenores, recalcan diferencias. Una calle peatonal arbolada y recta, el paseo de Colón, debe su nombre a que antaño, igual que el paseo homónimo de Barcelona, desembocaba en la inmensidad del mar. En una de las casas ubicadas en su último tramo vive Maruja Román. Tiene 78 años. Lleva 58 despertándose en ella casi cada día. Desde el porche se asoma a la calle, barre un poco el suelo. Con un gesto de terminante resignación explica, mirando al horizonte, que ahora sólo logra vislumbrar la cinta transportadora, construida a apenas cinco metros de la vivienda, y una elevación repentina y exagerada: una de las balsas. “Aunque sea inimaginable, esta casa estaba en primera línea, junto a la orilla”, cuenta. En el interior de la vivienda, que fue durante un tiempo un chiringuito de playa, aún se mantiene la barra. “Salías por la puerta y estabas en la arena. Teníamos un merendero con 100 sillas y no sé cuántas mesas. Todavía lo recuerda la gente. Venían barcos desde Cartagena, barquitas a remo, excursiones de colegios. Venían a bañarse y a comer”, dice Maruja, mirando decenas de fotografías que ella misma tomó y que inundan su pared. 

En su casa, ahora, dentro, se respira el mar, aunque ya no se pueda ver desde la ventana. Hay fotos del mar por todas partes, fotos de pescadores, de rocas afiladas por la erosión de las olas, de niños jugando felices en la arena, de las mesas del chiringuito abarrotadas de bañistas. Hay figuritas de marineros y tarros que contienen la arena negra de la antigua playa, como un tesoro que hubiera desaparecido para siempre y que estuviese preservado dentro del cristal. “Quién se iba a imaginar en lo que hemos acabado. Ahora la playa está a lo lejos, se la tragaron los lodos”, dice. “Pero antes de las obras, al menos, se veía, te llegaba la brisa, podías ir caminando. La gente de aquí necesita ver el mar. Ahora ni eso. Peñarroya hizo mucho daño a Portmán, pero los gobiernos que se han encargado de su recuperación lo han seguido arruinando todo. Eso me duele incluso más”.

A apenas unos pasos de la casa de Maruja, la transfiguración del pueblo salta a la vista. Un conjunto de viviendas en cuesta recala en un mirador que es la salida y la entrada del barrio al antiguo puerto de pescadores. Asomándose a la tapia, Maleni Lorenzo señala. “Esta es la ensenada. Aquí llegaban los barcos. Todavía se conservan los amarraderos”. Unas escaleras de cemento descienden hasta el club náutico y la lonja de pescados. Si hubiera bajado por ahí hace medio siglo estaría ahora junto al agua, escuchando el delicado sonido de los barcos flotando sobre ella, el rumor cotidiano del puerto. Pero no hay nadie y está todo cerrado y seco. Una placa de cerámica en su fachada destaca el dudoso privilegio de que el club náutico sea “el único sin agua del mundo”. Exige con una letra tupida y sofisticada un remedio lo antes posible.

Más adelante, un camino pedregoso rozado por terrenos amarillentos de azufre conduce a la playa de San Bruno, la que antiguamente estaba justo delante de la casa de Maruja. Ahora las separan unos 600 metros. En esta playa se construyó, en febrero de 2022, lo que Maleni considera, con una voz rotunda, “la gota que colmó el vaso”: una escollera y una valla metálica. La arena se ha reducido a la nada en algunas partes. Desde la misma orilla, presidiendo una colina repleta de piedras ennegrecidas, exactamente en la esquina opuesta del pueblo, se ve como un fantasma del pasado o como una casa encantada las ruinas del Lavadero Roberto. Maleni lo señala con un gesto instintivo de acusación.

El monstruo del Lavadero Roberto, que vertía al mar más de 6.000 toneladas de estériles mineros al día

Al costado de la antigua carretera del Lavadero Roberto hay un cartel publicitario que es al mismo tiempo una paradoja y una perfecta alegoría: anuncia la venta en Portmán de una hilera de casas recién construidas: casas fantasiosas de veranos de ensueño en la costa mediterránea, de fachadas blancas, postigos de madera y piscinas comunitarias. Detrás del anuncio, emergiendo con la soberanía de una ruina colosal, el edificio de la molienda del lavadero es como un castillo oscuro y derruido que domina toda la localidad. En el arcén opuesto de la carretera se levantan las tapias del resto del entramado: una ciudad industrial de naves, escombros, piezas herrumbrosas y montañas de minerales. El Lavadero Roberto es ahora un cementerio; hace poco más de treinta años, un prodigio de la ingeniería, un mar de trabajadores, un monstruo. 

Juan Rivas estuvo durante 13 años a cargo de su tendido eléctrico. Que su actividad se prolongara las 24 horas de todos los días del año -salvo el de Navidad- dependía en gran parte de su trabajo. Se sorprende al principio, al verlo todo abandonado, de la exagerada envergadura que aún posee. El interior de las naves es un laberinto de decrepitud: hay metales oxidados, columnas de hormigón reventadas, maderas podridas. Huele muy fuerte. Pasados unos minutos incluso se hace difícil respirar. “Cuando todo se cerró, las tuberías de reactivos químicos se quedaron con líquido dentro. Todo ese líquido ha caído al suelo y se ha solidificado con la tierra. De ahí el olor”, explica Rivas. “En total”, dice, “había unas 200 personas trabajando aquí”. “Era un procedimiento muy complejo para extraer el mineral de la tierra. Se necesitaban miles de toneladas, que se trituraban en diferentes partes hasta que se convertían en polvo”, continúa, abarcando al mismo tiempo con la mirada construcciones de cemento y cilindros metálicos y puntiagudos. “Entonces se enviaba a flotación, se sumergía en agua y se utilizaban químicos que provocaban que los minerales salieran a la superficie”.

Cuenta Juan que el Lavadero Roberto trataba 360 toneladas de tierra cada hora; más de 8.000 al día. Que fue inaugurado en 1957. Que su padre trabajó en él prácticamente desde los inicios. “De todas aquellas toneladas”, continúa, “se tiraban unas 6.500 al Mediterráneo. También utilizaban agua del mar para lavar el mineral. El gobierno franquista concedió los permisos”. En total se vertieron, en los más de 30 años que se prolongó la actividad, 60 mil millones de toneladas de residuos. “Este lavadero tenía mucha importancia en el mundo. Venía gente de todas partes a estudiarlo. Era una preciosidad verlo en funcionamiento. Y mira ahora como está el pueblo, hecho una mierda, hablando mal y pronto”.

Lo que la minería destruyó 

Peñarroya dio trabajo a una parte considerable de Portmán. Familias enteras llegaron a la localidad procedentes del resto de España y de algunas zonas de Europa, atraídas por la amplia oferta de empleo, por el notorio crecimiento de la industria. La gran mayoría de hombres jubilados que hoy en día se ven por sus calles pertenecieron a la plantilla de la compañía. A pesar de ello, la actividad minera tuvo también consecuencias que se escapan de las paisajísticas, de las medioambientales: arrasó con negocios, con sueños, con vidas. 

Concluida la partida de dominó, Luis Gudiño y sus amigos se quedan un rato sentados, apurando los vasos y la conversación. A última hora se ha unido a ellos Marcos González, casi al final, para jugar apenas las dos últimas rondas. Su padre, le cuenta a los demás con rastro inaccesible de dolor en la forma de hablar y de recordar, murió trabajando en un pozo minero. “Se quedó dentro, terminando la tarea. Llegó un camión de descarga y lo sepultó. Sacaron el cuerpo una semana después”, dice. Pero no fue el único. Cientos de trabajadores murieron durante su actividad, o a causa de ella. Hay hombres que trabajaban en las minas a los que de pronto les sobrevenía el temblor de un derrumbe y nunca más se volvía a saber de ellos. Otros pasaban años rodeados de polvos tóxicos, respirándolos, tosiéndolos, y por consecuencia enfermaban gravemente de silicosis. Es un milagro que Luis Gudiño siga vivo, a su edad, habiendo trabajado tantos años en las profundidades de las galerías. “Ahí se morían todos muy jóvenes, a los 28, a los 30. Y el que no moría en la mina se moría al poco tiempo de dejarla”, dice Antonio Pérez. “Pero era lo único que teníamos entonces aquí, el trabajo, el ser mineros”, explica Luis, como justificando el riesgo, las desgracias que ocurrieron.

El trabajo también lo era todo para Salvador Salas, que está sentado en un banco a la sombra de un pino, al lado de su casa, la misma casa, dice, en la que nació hace 74 años. Pero él no era minero, ni pertenecía a Peñarroya. De sus padres, cuenta, aprendió todo lo necesario para dedicar su vida a su gran pasión: la pesca. Disfrutaba cada mañana de faena sobre las aguas de la bahía de Portmán. Cuando era pequeño, acompañando a sus padres. Después, cuando éstos se retiraron, con el barco que consiguió comprar tras varios años de ahorro. “Veía los chorros desde mi barco. Era dramático. Pensaba que estaba todo perdido, que se nos iba a acabar el trabajo”. Y así fue. Los pescadores fueron los primeros en alertar de la situación. “El barco y las redes se nos quedaban atascadas en el fango”, explica. “Tuvimos que dejarlo, porque llegó un momento en que era imposible salir a pescar. Todo se estaba anegando”. “Me tuve que ir a trabajar fuera, como jardinero. Uno aprende a hacer de todo si lo necesita”, subraya Salvador.

A Maruja Román y a su marido también se les frustró inevitablemente su negocio, el chiringuito de la playa que llegó a ser una referencia en los tórridos veranos cartageneros. “La playa se alejaba y ya no venía casi nadie. El agua estaba marrón por los lodos”, explica Maruja. Viste una camisa enlutada, y en las fotos colgadas en la pared, entre todas las que aluden al mar, hay imágenes de su marido. Él tuvo que emigrar a Tarragona a trabajar cuando cerró el chiringuito. Tuvo que despedir a varios trabajadores. A mucha gente le pasó lo mismo, cuenta Maruja, y enumera: tiendas, mercerías, pescaderías, carnicerías.

Una de las tiendas de ultramarinos más antiguas de Portmán abrió en 1965. Su dueño, Luis Sánchez, de 80 años, la mantuvo hasta 2008. Recorriendo el interior del local, que ahora es un almacén polvoriento y en penumbra de ropa, libros, películas y periódicos que documentan décadas de historia, Luis cuenta que, al principio, los mineros, que salían desesperados del trabajo, se gastaban el escaso jornal bebiendo chatos de vino en el bar. “Y sus mujeres”, dice, “que apenas tenían dinero, compraban los productos por fiado, asegurando que los pagarían más adelante”. “Era muy duro para nosotros, y, además, los mejores empleados de Peñarroya, los que más ganaban”, añade, “iban a los supermercados en un autobús de la empresa”. Durante aquellas décadas, asevera Luis, cuatro de los seis comercios de ultramarinos que había en el pueblo se vieron obligados a cerrar. El suyo resistió, aunque con sumas dificultades. Cuando la minería quebró, el pueblo se quedó medio vacío. “Me acuerdo perfectamente”, señala. “Muchas familias se fueron de un día para otro. Y los que no se fueron se habían quedado en el paro. La gente apenas compraba. Y lo peor: en verano, al haber desaparecido la playa, ya no venía casi nadie”.

“33 años de engaños”

De vuelta en su casa, que está en el centro de Portmán, Maleni reitera la incertidumbre vecinal ante la cantidad de obras que han quedado en dique seco desde que se pusieron en marcha los trabajos del Ministerio. Una pancarta blanca apoyada sobre una puerta de madera afirma: “33 años de engaños”. Para José Matías Peñas, que ha investigado la realidad del pueblo y es geólogo y doctor en minería y desarrollo sostenible, el proyecto de dragado es “inviable” por diversos aspectos técnicos relacionados, entre otras cosas, con las balsas que ahora impiden la vista del mar. La cuenca vertiente del entorno, la sierra minera y las ruinas ocasionan, además, explica, “un problema de salud pública y ambiental”. Sus altos niveles de contaminación sacan a la palestra la necesidad de actuar sobre ellas antes que sobre la bahía. Cuando llueve, cuando hace viento, los residuos siguen depositándose sobre Portmán: también sobre el mar. Actualmente, los terrenos de la sierra pertenecen a la promotora Portmán Golf, que los adquirió por un precio irrisorio cuando Peñarroya, en el año 90, decidió deshacerse de ellos.

Maleni conserva varios recortes de prensa publicados en la década de los 70. Los enseña, uno a uno, pasando las páginas con cuidado de no romperlas. Los titulares son un espejo exacto de lo que podría seguir publicándose hoy. Llamamiento en favor de la supervivencia de un pueblo amenazado. El punto más negro del Mediterráneo. La bahía de un cementerio. Roberto no tiene corazón. La actividad minera, el cambio drástico de la localidad, sucedieron en una sociedad en la que la presión de los intereses particulares dictaba las leyes a merced de un modelo económico que eliminaba por completo las consideraciones medioambientales y sociales. Pero sus consecuencias, las más visibles y también las más personales, aún se notan.

Los vecinos que pertenecen a ‘Portmán Vivo’ continúan reivindicando diariamente las actuaciones que las autoridades prometieron. Las personas más mayores, sin embargo, han abandonado toda esperanza. Maruja Román, que se dispone a preparar la comida, que ya no puede ver el mar desde su casa, confiesa su desaliento: “Para tres telediarios que me quedan, me da igual. Ya no tengo palabras”. Luis Gudiño y sus amigos salen por la puerta del Hogar del Pensionista hasta que mañana vuelvan a encontrarse a la misma hora para jugar otra partida de dominó. “Aquí no limpian nada, sino que traen más mierda”, dice Gudiño. Antonio Pérez le sigue: “Todo mentira y rollo, engañar y engañar”.