El bueno de Gabriel Celaya lo decía de la poesía, el PP lo predica del puro aburrimiento.
Posiblemente hayamos asistido, tras las elecciones generales de junio, y bajo el soporífero calor del pasado verano, al alumbramiento de lo que acaso sea la mayor aportación patria a la práctica, arte y ciencia de la política. No es otra cosa que la puesta en escena y despliegue por parte de los estrategas electorales del PP de un recurso político definitivo: un magistral derroche de aburrimiento, meses y meses de un tedio antológico, casi ontológico.
Junto a su colorario inmediato, el hastío, este pavoroso y exasperante recurso se nos revela como un eficiente arma de destrucción masiva de los valores políticos democráticos. Destructora de ilusiones, desalentadora de la participación, fustigadora de esperanzas de cambio.
En rigor, no hablaríamos de una absoluta novedad. A menor escala, todos hemos vivido situaciones de poder en que el más plasta se lleva el gato al agua. Pienso en interminables claustros de profesores, asambleas de alguna comunidad de propietarios y demás. Llegados a un punto, rebasado un determinado umbral de tolerancia, casi todos abandonamos, nos rendimos consumidos por el tedio, votamos lo que se tercie a fin de que escampe.
Sin embargo, la magistral forma en que durante estos meses se ha manejado tan amodorrante estrategia política, otorga al asunto una dimensión cualitativamente distinta.
El resultado de las recientes elecciones gallegas es solo un anticipo de lo que esperan lograr en diciembre. Esto es, que infinidad de españoles sucumban al hartazgo político, que sientan grima al acercarse a una urna, que pierdan todo interés por la res publica. Luego están aquellos que inasequibles al desaliento, se diga lo que se diga, se prevarique, se robe, llueva o truene, acudirán siempre a votarles.
El alcance de la parábola que trazan tales disparos de tediosa artillería es incontestable: la carga de votos será la misma; pero a mayor abstención, arrastrará más escaños. Cierto que cuentan con una pieza de grueso calibre, alguien irrepetible en el universo político, capaz por sí mismo de disparar aburrimiento a gran escala: el grácil don Mariano. Se trataba tan solo de presentarlo con precisa regularidad en adecuadas pantallas de plasta, perdón, plasma; gestionar silencios y agotarnos con fino tancredismo o con tan peculiar donaire ante las cámaras. O simplemente dosificar esa cadenciosa parsimonia en el debate; esas eses palatales, a la lusitana, que colorean su voz al caer la hora de la siesta, o ese garbo al caminar por O Grove, Badajoz o Torrevieja. Y así recitar, sin salirse del guión, una y otra vez el mismo mantra y bajo el mismo el timbre monocorde; y además medir con habilidad esa simpar caída de ojos sobre el rostro barbitranco, o aquel inimitable hieratismo para encajar sin pestañeos las más furibundas acusaciones, salvo por ese sutil guiño nervioso reservado para las grandes ocasiones.
Sí, Mariano es en sí un formidable núcleo irradiador de hartazgo político; pura hegemonía del sopor en el sentido gramsciano.
Acompañó siempre, el verbo insulso de dos apuestos escuderos: Sánchez y Rivera. ¡Y se acabó la fiesta en las plazas! Y con ella, esa hermosa ingenuidad que trajeron los chicos y chicas de Podemos, la que invitaba peligrosamente a otra forma de hacer política, la que sacaba a bailar a la misma Palas Atenea, dibujando una sonrisa morada en la diosa de la democracia ateniense.
Alguien debió caer en la cuenta de lo enormemente preocupante que era ver al personal emocionado ante el debate político, apasionado con ideas, proyectando ilusiones o enfrascado en arreglar el mundo desde la barra de un bar, o en calles y mercados. E ideó la estrategia del tedio.
Ríanse de las clásicas apelaciones al miedo, al caos económico, al desgobierno o demás recursos de la vieja ingeniería política. Quedaron trasnochados. Es puro aburrimiento, un ingente despliegue de toneladas de sopor, lo que les puede entregar el gobierno si, como parece, se confirman unas terceras elecciones.
El pueblo español se rió siempre de asuntos de cama, esto no es Norteamérica. El tema de la mentira o del latrocinio no pasa suficiente factura política. Y si nos venden miedo, somos propensos a envalentonarnos. Aquí políticamente podemos ser más chulos que un ocho.
El nuestro es un pueblo dicharachero, sufrido y vocinglero, echao palante, peleón; siempre dispuesto a fajarse, a indignarse, a emocionarse y celebrar. Ahora bien, nunca estuvo preparado para lo aburrieran de tal guisa, para ser castigado en los medios por semejante antiquijote de anodina y triste figura.
Y ya saben, a la tercera va la vencida. ¡Brillante a la par que soporífera estrategia para alcanzar el poder en tres Actos!
Tan solo una duda. Al igual que sucede con la ilusión; ¿cómo se sostienen en el tiempo tan elevados índices de tedio político? Aguarda un largo otoño, propenso a vientos, borrascas. Y a copiosas lluvias que tal vez refresquen el aire y limpien el polvo de tanto hastío. A que Prince desde el cielo regale otra emotiva Purple Rain. Y a que tras ella, como en el cuento de Dickens, el día de autos acontezca uno de esos milagros de la Navidad.