La historia comienza así:
Tengo 12 años recién cumplidos y curso primero de secundaria. Acabamos de entrar al aula de música cuando la profesora Juana María, que es también nuestra tutora, me invita a acompañarla fuera de la clase.
Salimos de la Sala Naranja (que la llamábamos así por el color de las sillas) y me pide que cierre la puerta. Juana Mari (que es un nombre falso) es una profesora joven y su cara me trasmite paz. Sin embargo, la noto un poco nerviosa e intento adivinar en su rostro qué he hecho mal.
Me habla de un test de aptitud que nos hizo la orientadora del centro hace un mes, un formulario sencillo para medir las capacidades del alumno y asesorarle en función de los resultados. Me pregunta por mi familia, mis amigos y mis aficiones. Yo, sorprendido por el repentino interés que levanta mi vida personal, le intento explicar que todo está bien.
“No sé”, dice ella, “cuando un alumno repite tantas veces lo solo que está y que quiere morirse, quiere morirse…”
La frase no es exacta pero se acerca. Llegados a este punto, yo no recuerdo haber escrito eso en ningún momento. Sé que, como cualquier chico de mi edad, muchas veces me he preguntado qué pasaría si me atropellase un autobús de camino al cole y quién iría a mi funeral pero no es algo que me quite el sueño. Con 12 años todos nos creemos eternos.
Le digo que no pasa nada, que todo está bien y que no tengo intención de morirme. Ella, más relajada, me sonríe y me acompaña de nuevo al aula.
Nadie vuelve a tocar el tema. Bien, supongo.
En ese momento no tenía ni idea, pero mi cabeza iba a mil revoluciones por minuto. Iba tan rápida que ni siquiera me daba cuenta de que estaba pisando fango.
Avancemos dos años:
Voy a cumplir los 14, estoy en tercero de ESO y la profesora Mª Carmen nos pregunta por nuestras aficiones personales. La clásica ronda para presentarnos a los nuevos compañeros. Digo tenis. Es mentira. No me gusta el tenis. No sé nada de tenis. Ella me pregunta si juego y yo le digo que no, que hablaré con mis padres. Otra mentira: no tengo intención de hablar con mis padres de tenis porque sé que no me gusta. Lo hemos intentado con el ajedrez y el ping pong pero ninguna se me da bien. Normal: cuando algo no te gusta, no te esfuerzas. A las semanas, mi amiga Laura, en la que me he fijado porque hay algo en ella que me recuerda a mí, se apunta a teatro. Yo voy porque ella va. Al acabar el primer trimestre, Laura abandona y yo también.
Pero por primera vez noto que me falta algo. Por primera vez, noto el hueco, el vacío. Empiezo a sacar malas notas pero necesito ese algo. Mis padres, más listos que yo, lo entienden y vuelvo al taller de teatro. Eso lo cambia todo.
Sigamos adelante.
Tengo 15 años y he repetido curso. He quedado con mis amigos nuevos para dar una de nuestras típicas vueltas por el centro de Murcia. Nos movemos por el entorno del colegio (no os creáis que Murcia es muy grande) y nos cruzamos con compañeros de un curso inferior. Soy muy histriónico en mis movimientos, así que se fijan en mí y deciden que será divertido corretear a mi alrededor y probar a darme golpes en la espalda. Yo, que con 15 años ya estoy acostumbrado a que algún gilipollas me mire así, intento fingir que no pasa nada. Los golpes en la espalda suben a la cabeza. Se le añaden escupitajos y voces gritando “Abu maricón”.
Cabe decir que a principio de curso había participado en una obra de teatro de Aladdin coordinada por mi antigua tutora, Juana Mari, y en ella había interpretado al mono Abú. Algunos me dirían después que es que “se lo servía en bandeja”.
Nosotros conseguimos huir (siempre huir) pero los siguientes días la cosa empeora: uno de mis mejores amigos pega a un crío defendiéndome y le rompe las gafas. Nos llevan a hablar con el jefe de estudios y sus tutoras. Lo contamos todo… y no sirve de nada: las agresiones ocurrieron fuera del centro y ellos no tienen potestad salvo para cubrir el altercado de esa mañana. Hay un par de llamadas de atención y sanciones pero nadie se da cuenta de que, en un colegio católico, ser homosexual te convierte en una diana. No se plantean dar charlas que visibilicen la realidad de los jóvenes gais que tienen en sus clases. No hay intervención de la orientadora para calmar los ánimos ni ningún profesor que dedique más de una ligera mención al tema. Nadie condena ese tipo de agresiones ni ve lo complejo que es el problema. Son cosas de niños, dicen.
Año 2005.
Yo voy a cumplir 16 años y se aprueba el matrimonio homosexual. Por primera vez, se toca abiertamente en las clases el tema de la sexualidad. Y yo, de forma consciente, me quiero morir. Que los homosexuales se puedan casar hace que el discurso contra ellos se vuelva más fuerte y agresivo. En los debates de sociales, cuando hablan los alumnos, te dejan bien claro que un gay no puede ser presidente, ni político, ni rey, ni profesor. Te repiten lo mismo que la directora del centro nos repite en clase de religión: que un “niño necesita una mamá y un papá y que nunca dejarían a su hijo con un gay”. El centro y los padres fletan autobuses a Madrid para manifestarse “a favor de la familia” (porque, claro, un matrimonio homosexual no puede ser una familia). Y yo, con 15 años y terriblemente asustado, vivo todo esto en silencio.
De pronto, todo tiene sentido y comprendo por qué me preguntaba si mi vida tenía sentido con 12 años (¡con 12 putos años!). Porque ahora que su modelo de vida y moral se veían atacados, reforzaban un discurso que siempre había estado ahí, a mi alrededor.
Un discurso que yo llevaba oyendo toda la vida. Un discurso tan naturalizado que solamente lo percibí cuando me golpeó directamente, cuando el fango sobre el que llevaba años caminando me dejó paralizado.
Lógico: la mierda me llegaba al cuello.
Un año después, me cruzo con un chico y comprendo que, con solo mirarle, la respiración se me para. A los pocos meses salgo del armario con mis amigos y mi hermana. Y solo cuando mi hermano pequeño deja de estudiar en el mismo colegio donde estudiaba yo, se lo cuento a mi familia. Para mí era la forma que tenía de protegerle: no quería que le marcasen como “el hermano del marica”.
El hermano de Abú maricón.
Yo tenía 23 años.
A todas las niñas y niños que estáis leyendo esto: no estamos rotos, no somos malos, no tenemos traumas. Amaréis, os amarán y tendréis ante vosotros un mundo maravilloso repleto de cariño y comprensión. Tranquilos, no iréis al infierno.
No os ocultéis ni intentéis cambiaros.
Si alguien aquí hace “cosas raras” (como dijo el Papa Francisco), si alguien aquí necesita una terapia urgente, NO SOMOS NOSOTROS.
Querido Señor Reig Pla, si quiere conocer el infierno, le presto mi adolescencia.