Esta crisis sanitaria provocado por la COVID-19 ha causado un gran dolor, además de una inmensa crisis social y económica. Ha sido un dolor vivido y compartido por las miles de pérdidas de nuestros seres queridos sin poder despedirlos con el cariño y el acompañamiento que requerían. Muchas personas fallecidas en las UCIS sin que sus seres queridos puedan haber estado a su lado cogiéndoles de las manos y dándoles besos de despedidas. Despedida en los cementerios solo con la familia. Todo esto unido a la dureza del confinamiento inicial y a los confinamientos posteriores, selectivos en horarios, en movilidad y en cierres de la hostelería y la restauración que han supuesto un aumento del paro, amortiguado por los ERTES, las ayudas sociales y la solidaridad de ONGs y personas.
Un dolor emocional por no podernos abrazar, por no poder quedar y estar tranquilos sin más con la gente que quieres, por no poder celebrar fiestas y acontecimientos familiares, por ese miedo a ser puerta de contagio. Nos daba miedo coger el coronavirus, pero, también el poder ser transmisor de esta pandemia, sobre todo, a alguna persona vulnerable, en especial, a nuestros mayores.
Después de tantos meses me pregunto si tanto dolor no ha servido para nada, si tanto dolor solo ha servido para hacernos más individualistas y más egoístas, para aumentar rechazos y desprecios, para fomentar odios, para criminalizar colectivos o personas que piensan diferentes. Los aplausos se han silenciado y han dado lugar al griterío político, al ruido mediático. Los reconocimientos y los agradecimientos han sido olvidados. Ya no importa que muera una media de 340 personas al día, ni siquiera prestamos atención, hay que salvar el sistema de producir-vender-tirar.
Tanto dolor, ¿para nada? ¿Para ahondar en una sociedad de producir-consumir ilimitadamente? ¿Para convertir las diferencias en un elemento de confrontación? ¿Para afirmar que si no eres de los míos eres enemigo, no solo mío, sino también del país?
Tanto dolor ¿para que la atención a nuestros mayores siga considerándose, en determinados sectores, un negocio para ganar dinero o un gasto que hay que recortar? ¿Para que sigamos viviendo como si no hubiera pasado nada? ¿Para recuperar una forma de vida que nos va a llevar a repetir una nueva pandemia o desastre?
Tanto dolor ¿para ser indiferente ante el sufrimiento humano? ¿Para olvidar el drama de los refugiados, de los desahuciados, de la violencia machista, de la pobreza severa, de los que no llegan a final de mes, de la guerra, del hambre que mata, de la falta de agua que seca la vida, de la destrucción del planeta, de la precariedad laboral?
Tanto dolor ¿para nada? ¿no hemos aprendido nada? Los discursos de “salimos juntos” o “entre todos los conseguiremos” han desparecido, dando lugar al discurso del frentismo y la división para generar violencia y justificarla, y de la utilización del propio dolor como arma arrojadiza en clave de poder.
Se ha dicho, hemos dicho, que todo esto era una especie de nueva oportunidad, aprovechando esta situación, en la que se han producido brotes de solidaridad, de sacrificio por los demás, de crear tejido social desde lo comunitario para poder soñar de nuevo juntos en la transformación personal y social. Para aprender que estamos conectados vitalmente, que este mundo fragmentado y herido y puede vertebrarse desde lo común, desde la solidaridad que atraviesa fronteras, desde el ansia de libertad y fraternidad que rompen las barreras sociales, que hace de los muros puentes de encuentro y desarrollo de los pueblos, de todos los pueblos.
Tanto dolor ¿para crear más dolor? ¿O para acallar las voces de la malicia, de todo lo que nos destruye como personas, como humanidad y como planeta? Hay que curar las heridas, incluidas las nuestras, hay que aliviar nuestras soledades, superar nuestros miedos y luchar contra todo aquello que nos arrebata nuestra dignidad, nuestra vida.
Sigo insistiendo en que hay que elegir, sabiendo que esa maldad que nace de los que les interesa que todo siga igual siguen apostando con todas sus fuerzas y medios poderosos para que nuestra esperanza sea volver a tomarnos una cerveza con tranquilidad, no pensar en los demás, fabricar enemigos y renunciar a las utopías.
Esta crisis sanitaria provocado por la COVID-19 ha causado un gran dolor, además de una inmensa crisis social y económica. Ha sido un dolor vivido y compartido por las miles de pérdidas de nuestros seres queridos sin poder despedirlos con el cariño y el acompañamiento que requerían. Muchas personas fallecidas en las UCIS sin que sus seres queridos puedan haber estado a su lado cogiéndoles de las manos y dándoles besos de despedidas. Despedida en los cementerios solo con la familia. Todo esto unido a la dureza del confinamiento inicial y a los confinamientos posteriores, selectivos en horarios, en movilidad y en cierres de la hostelería y la restauración que han supuesto un aumento del paro, amortiguado por los ERTES, las ayudas sociales y la solidaridad de ONGs y personas.
Un dolor emocional por no podernos abrazar, por no poder quedar y estar tranquilos sin más con la gente que quieres, por no poder celebrar fiestas y acontecimientos familiares, por ese miedo a ser puerta de contagio. Nos daba miedo coger el coronavirus, pero, también el poder ser transmisor de esta pandemia, sobre todo, a alguna persona vulnerable, en especial, a nuestros mayores.