A la ardua tarea de desmontar el entramado de creencias presentadas como rigurosa ciencia económica se ha aplicado Ilan Ziv en una reciente serie documental. La llama Capitalismo y recorre de forma amena y didáctica la historia de las teorías económicas y sus autores, con la colaboración de académicos tan sospechosos de ignorancia como Thomas Pikkety, James M. Galbraith, Carol Heim, o un tal Varufakis. Excelente trabajo el de este realizador israelí, si bien el término capitalismo se me antoja hoy un palabro que sirve poco más que para delatar a quien lo emplea. Sus secuaces lo dulcifican llamándolo economía de mercado o cosas así. Los rojeras de ayer, ahora transversales, y en mi caso atravesaos, hicimos de él la palabra fetiche sobre la que volcar nuestro rechazo a un modelo económico generador de injusticia. Y seguramente sea más eficaz mediáticamente titular Capitalismo que Economía. Pero es hacia ese supuesto cuerpo de sacrosantos saberes que llamamos Economía y no hacia un término cargado de connotaciones peyorativas, cuyo significado se difumina fuera del marco marxista, donde debemos dirigir nuestras prevenciones.
Claro que hay distintas aproximaciones teóricas en Economía, pero resulta que es dentro del paradigma dominante en el que se han formado y se reconocen la abrumadora mayoría de profesores y titulados universitarios. Existe así un corpus central de principios, axiomas troncales surgidos en el XIX, que más parecen prejuicios, creencias nunca demostradas o asunciones caprichosas, a las que se les concede la respetabilidad de lo que llamamos ciencia. Y ciertamente se lo han currao a lo largo de dos siglos, engalanando tal conjunto de interesadas creencias en el libre comercio o en esa suerte de espíritu santo en forma de mano invisible reguladora con un sofisticado andamiaje seudoteórico, trufado luego de un impresionante aparato matemático y salpicado además de muchos, muchos gráficos y dibujicos. Y uno pensaría que para ese viaje no hacían falta alforjas.
Pero sí, el secreto reside ahí. Si no, que le pregunten a Ullastres, aquel tecnócrata que deslumbraba en los Consejos de Ministros de finales de los 50, armado de datos y complejos gráficos. No convencía, acojonaba a generales, falangistas y demás capitostes franquistas, quienes en su vida se habían visto en tal brete. Pues en esencia se trata de lo mismo que hacía Ullastres para llevar el ascua a su sardina: abrumar al contrario, acomplejarlo intelectualmente ante tan apabullante despliegue de ecuaciones e integrales, humillarlo con la curva de elasticidad de la demanda y rematarlo con un logaritmo. El atrevido acabará por asumir avergonzado su ignorancia.
De zagal siempre me atrajo la cosa matemática, aunque malas compañías y lecturas mal digeridas me condujeron por la procelosa senda de las letras. Aún moceaba cuando esa vieja pulsión pitagorina me acercó a la Economía. Y siempre me sorprendió la simplicidad teórica de los manuales universitarios al uso. En parte porque llegaba intoxicado de una teoría lingüística en que el rigor epistemológico consumía páginas de discusión antes de fijar el marco teórico de cada nuevo concepto. Y encima sin dibujicos ni colorines.
Y cuando iba directamente a las fuentes de esos grandes popes del liberalismo económico, caso de “Libertad de elegir” del endiosado Milton Friedman, me encontraba poco más que un persuasivo panfleto: tan bien escrito como alejado de todo rigor científico.
Con la Economía ha pasado como con la Teología: si a lo largo de los siglos empleas a parte de los mejores cerebros de la humanidad, al final construyes a partir de una creencia, incluso de un disparate, un intrincado amasijo intelectual que costará muchos desvelos desmontar.
Y el caso es que siento el mayor respeto intelectual tanto por Santo Tomás como por los Smith, Malthus, Ricardo y demás padres de la economía clásica. El problema fueron quienes dos siglos después convirtieron sus reflexiones en dogmas de fe.
Alguien tan poco sospechoso de anticapitalismo como el profesor canadiense John Ralston Saul, admirador además de Adam Smith, señala como responsable del caos económico actual a “la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe: economistas, directivos, consultores y periodistas de economía; quienes difundieron la idea de que el comercio libre, la globalización y la búsqueda del crecimiento eran el único camino a la prosperidad.”
En su opinión el mundo está en manos de economistas y empresarios de capacidades muy limitadas. Señala a los historiadores económicos como los verdaderos intelectuales, los únicos conocedores del asunto. Los macroeconómicos son los semiintelectuales que dieron forma a las ideas, y luego están quienes no piensan y hacen números. El drama fue que se desoyó a los historiadores, se promocionó a los semiintelectuales y se elevó a los altares a quienes solo hacen números. Los historiadores saben que el origen de la acumulación de capital que impulsó la Revolución Industrial en Inglaterra se halla en el jugoso tráfico de esclavos a América. Saben que la libertad del comercio internacional se procuró siempre a cañonazos: desde las guerras del opio en la China del XIX, hasta las recientes guerras del petróleo. Y así cientos de ejemplos. Tristemente estamos en manos de quienes ignoran esas cosas pero profesan una adoracion religiosa hacia un mercado global extremadamente liberalizado, privatizaciones, desregulación; por no hablar del invento de la deuda.
Al lado de esta bien armada secta científica, lo del capitalismo se me antoja un mero espantajo.
A la ardua tarea de desmontar el entramado de creencias presentadas como rigurosa ciencia económica se ha aplicado Ilan Ziv en una reciente serie documental. La llama Capitalismo y recorre de forma amena y didáctica la historia de las teorías económicas y sus autores, con la colaboración de académicos tan sospechosos de ignorancia como Thomas Pikkety, James M. Galbraith, Carol Heim, o un tal Varufakis. Excelente trabajo el de este realizador israelí, si bien el término capitalismo se me antoja hoy un palabro que sirve poco más que para delatar a quien lo emplea. Sus secuaces lo dulcifican llamándolo economía de mercado o cosas así. Los rojeras de ayer, ahora transversales, y en mi caso atravesaos, hicimos de él la palabra fetiche sobre la que volcar nuestro rechazo a un modelo económico generador de injusticia. Y seguramente sea más eficaz mediáticamente titular Capitalismo que Economía. Pero es hacia ese supuesto cuerpo de sacrosantos saberes que llamamos Economía y no hacia un término cargado de connotaciones peyorativas, cuyo significado se difumina fuera del marco marxista, donde debemos dirigir nuestras prevenciones.
Claro que hay distintas aproximaciones teóricas en Economía, pero resulta que es dentro del paradigma dominante en el que se han formado y se reconocen la abrumadora mayoría de profesores y titulados universitarios. Existe así un corpus central de principios, axiomas troncales surgidos en el XIX, que más parecen prejuicios, creencias nunca demostradas o asunciones caprichosas, a las que se les concede la respetabilidad de lo que llamamos ciencia. Y ciertamente se lo han currao a lo largo de dos siglos, engalanando tal conjunto de interesadas creencias en el libre comercio o en esa suerte de espíritu santo en forma de mano invisible reguladora con un sofisticado andamiaje seudoteórico, trufado luego de un impresionante aparato matemático y salpicado además de muchos, muchos gráficos y dibujicos. Y uno pensaría que para ese viaje no hacían falta alforjas.