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La eutanasia de los enfermos mentales

24 de octubre de 2022 18:56 h

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Bélgica ha autorizado la eutanasia de enfermos mentales, a resultas de lo cual Shanti de Corte, una chica de 23 años que sobrevivió a los atentados yihadistas del aeropuerto de Bruselas en 2016, y quedó traumatizada por ello, recibió la muerte. La noticia de este hecho refiere que la dolencia de esta mujer parecía incurable, aunque no hace referencia a los tratamientos paliativos o de apoyo de los que se podría haber beneficiado. En cualquier caso, resulta obvio que su fallecimiento la excluye de cualquier asistencia sanitaria y reduce los gastos asistenciales.

La historia tiende a repetirse, aunque variando en sus matices. A principios del siglo XX algunos de los Estados Unidos (notablemente Virginia) instituyeron la esterilización de los “retrasados mentales” y otras “lacras de la sociedad”. Para esta intervención era necesario el consentimiento del afectado, obstáculo resuelto frecuentemente con la persuasión que suponía el encierro permanente del sujeto en cuestión hasta que se aviniese a consentir.

Algunos americanos protestaron de que los alemanes les ganasen en su propio juego cuando los nazis llegaron aún más lejos en su proyecto de ingeniería social. En Alemania los “no aptos”, tras ser identificados por los médicos, encontraban la muerte sin requerir el engorroso trámite de obtener su consentimiento. Los alemanes siempre han tenido la reputación de ser muy eficientes.

Cuando los alemanes perdieron la II Guerra Mundial y se descubrieron las atrocidades que habían cometido, los ejércitos vencedores juzgaron a los vencidos invocando leyes que no se habían promulgado cuando se cometieron los crímenes en cuestión. Para ello, los aliados argumentaron la existencia de unos derechos humanos universales e inalienables, vigentes de forma atemporal incluso antes de que fuesen proclamados en 1948.

En este proceso de persecución de los nazis y su ideología, los distintos proyectos de eutanasia, eugenesia y depuración racial fueron abandonados y escondidos como algo vergonzante. Parecía que un capítulo oscuro de la historia de la humanidad había quedado cerrado.

Como la historia va en ciclos, volvemos a afrontar el problema del valor de la vida humana, entendiendo que no es absoluto e inalienable, sino que se puede subordinar a otras cuestiones.

Aparentemente, en Bélgica (y Bélgica no está sola en esto) la vida tiene menos valor que la libertad. No toda vida es igual, para que la voluntad de morir sea atendida debe ser acompañada de una enfermedad, en el caso que nos ocupa una enfermedad mental. Volvemos a eliminar enfermos mentales, requiriendo su consentimiento.

Más allá de las apariencias, otros valores pueden anteponerse también a la vida, particularmente cuestiones económicas. Las capacidades de cualquier sistema sanitario de atender a sus enfermos son limitadas y eso lleva a elegir financiar unos tratamientos y no otros, o a tratar a unos enfermos y dejar a otros fuera. Esto es aceptado mayoritariamente en unos casos, como cuando hay menos órganos para transplantar que receptores que los necesitan, y resulta más controvertido en otros, como los sistemas de priorización de pacientes a atender que adoptó la Comunidad de Madrid durante la primera ola de la pandemia de COVID-19.

El problema de la exclusión es particularmente importante entre los enfermos mentales, un grupo tradicionalmente maltratado por la sociedad a lo largo de la historia. La posibilidad de someterlos a la eutanasia favorece que se profundice en su exclusión y maltrato, en una dinámica de dimensiones potencialmente genocidas. Eric Laurent describe cómo esto ya ha ocurrido con las prácticas eugenésicas que han afectado a los fetos con síndrome de Down y advierte del riesgo de que esto se repita con los autistas si se encuentran pruebas de detección prenatal.

Respecto al tema de la limitación de las personas susceptibles de recibir tratamiento médico, Platón planteaba que una comunidad no podía asumir el desgaste de tratar enfermedades crónicas y restringía el ámbito de la actuación sanitaria a aquellos enfermos cuyas dolencias se originaban en la defensa del estado. En un mundo en el que hemos asumido el concepto de “guerra total”, las víctimas de un ataque terrorista son entendidas como participantes en la lucha contra dicho terrorismo. Es decir, Platón, cuyas posturas extremas no permiten que nadie le acuse de ser demasiado progresista, adopta una postura más inclusiva en la atención a víctimas de ataques terroristas con trastorno de stress postraumático que el sistema belga.

Temo que la aplicabilidad de la eutanasia a los enfermos mentales derive en la generalización de situaciones como la de Shanti de Corte, en la pérdida por parte de los más vulnerables del precario lugar que la sociedad les ha permitido tener hasta ahora. Incluso si esa generalización no sucediese, la ocurrencia de casos aislados resulta alarmante. 

Además, me llama la atención la dinámica de recurrir al sistema médico para acabar con la vida de una persona que, a diferencia de un tetrapléjico, tendría la posibilidad de suicidarse en caso de tener una voluntad clara y firme de morir. Cuando esta voluntad es ambivalente, puede resultar tentador depositar en otros la responsabilidad y la acción homicida. La función de los médicos siempre ha sido otra diferente.

Bélgica ha autorizado la eutanasia de enfermos mentales, a resultas de lo cual Shanti de Corte, una chica de 23 años que sobrevivió a los atentados yihadistas del aeropuerto de Bruselas en 2016, y quedó traumatizada por ello, recibió la muerte. La noticia de este hecho refiere que la dolencia de esta mujer parecía incurable, aunque no hace referencia a los tratamientos paliativos o de apoyo de los que se podría haber beneficiado. En cualquier caso, resulta obvio que su fallecimiento la excluye de cualquier asistencia sanitaria y reduce los gastos asistenciales.

La historia tiende a repetirse, aunque variando en sus matices. A principios del siglo XX algunos de los Estados Unidos (notablemente Virginia) instituyeron la esterilización de los “retrasados mentales” y otras “lacras de la sociedad”. Para esta intervención era necesario el consentimiento del afectado, obstáculo resuelto frecuentemente con la persuasión que suponía el encierro permanente del sujeto en cuestión hasta que se aviniese a consentir.