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Hablar con los muertos

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Hablar con los muertos. Hablar con los muertos como un juego. Pensar que los muertos saben qué es la muerte es como pensar que los vivos sabemos qué es la vida. Sobre la vida nos preguntamos mientras estamos en ella. Y solos nos hacemos preguntas, porque somos islas rodeadas de incertidumbres que nos sobrepasan.

Raciel Quirino ha estructurado esas preguntas a la luz incandescente de una Ouija. Pues qué es una ouija sino un almacén infinito de preguntas sin respuestas. Preguntas que todos nos hemos hecho alguna vez. Solos o en coloquio con los muertos que nos rodean, los que llevamos siempre con nosotros, de la mano. Esos muertos que forman parte de nosotros.

Y resulta un libro de estructura impecable: nos dejamos atrapar por la trama de dicha estructura, en la que quien porta el vaso hace las preguntas obligatorias, las de manual de toda la vida, las típicas preguntas del catálogo de las ouijas a las que todos hemos recurrido alguna vez, cuando hemos jugado a creer en el más allá. La ouija, como todo lo que nos comunica con la muerte, hay que tomársela a juego. Como la literatura, también. Un juego. Un juego de preguntas sin respuestas.

Quirino nos mete de cabeza en el juego ¿Es el poema la respuesta a esa pregunta institucional? ¿Es el poeta quien responde a esas preguntas o es alguien del más allá? Aquí comienza el juego: no podemos saberlo. Nos enfrentamos a esas respuestas sin saber quién las pone sobre el tapete.

En esa habitación solo está el poeta. No hay nadie más. Y el diálogo que se encarna ahí, en ese momento, puede rozar lo sobrenatural. El poeta siempre lleva una ouija a mano para ir buscando respuestas que llevar al papel en blanco.

¿Eres realmente quien dices ser? Esa es otra pregunta de manual de los buenos usos de la ouija. Y por Pessoa ya sabemos desde hace casi un siglo que el poeta, como los muertos, nos engaña, porque es un fraude. Como el muerto que habla: otro fraude. Y el poeta escribe para ser alguien en vida, para mantener la llama de la fama que se puso tan de moda hace cuatro mil años.

¿Qué extrañas de esta vida?, le pregunta Quirino a la ouija o al poeta que ve al otro lado del espejo. Ese misterio que soporta el libro no lo vamos a descifrar. Es irrelevante saber quién responde a esas preguntas realmente. La clave del libro está en que nosotros, como lectores, también respondemos a esas preguntas. Antes de leer la respuesta, respondemos por nosotros mismos. Nos miramos en el espejo que hay en toda ouija y nos respondemos, sabiendo que si escuchamos las respuestas es porque todavía no estamos muertos.

¿Y dónde van los espíritus cuando la casa que habitan es demolida? Al poema. A la mochila que llevará el poeta de esos muertos que dijimos que le acompañarían. Porque cuando perdemos la inocencia solo nos queda ser demonios que arrastran o trasportan muertos. Para un poeta, la ouija es su cuaderno, y con el lápiz o la pluma vamos creando figuras para hacerles preguntas sin respuestas al más allá.

La primera parte, la magia negra, termina con la ideal del fin del mundo. Porque a los muertos les hacemos las mismas idénticas preguntas que les hacíamos cuando estaban en vida, aun sabiendo que todavía no han aprendido a contestarlas. Aun sabiendo que, si nos dan la respuesta que no queremos escuchar, no aceptaremos, como antaño en vida, sus respuestas.

La segunda parte, la magia blanca, se inicia con una cita de la misma poeta que abría el catálogo de la magia negra. En el fondo, para un ser de luz tenemos las mismas preguntas. Porque tenemos las mismas preguntas para todo. Porque los poetas somos muy cansinos y desde que sabemos que hay un más allá (o, peor aún, sabemos que no lo hay) nos obcecamos en comprender la muerte, olvidándonos en muchos casos de la vida.

Las preguntas de la magia blanca que van respondiéndose en esta parte son las típicas preguntas de consultorio de revista que había en los 80, cuando un escritor en nómina, o un becario tenía que rellenar dos páginas con preguntas asombrosas que pedían a gritos historias desconcertantes con extracción de moraleja. ¿Hay algo que necesite saber para vivir mejor? ¿Cómo puedo mejorar mi relación con los demás? ¿Hay alguien que quiera hacerme daño?

Preguntas que también nos repetimos hasta la saciedad, en otro plano existencial, y que han hecho millonarios a Mr. Wonderful y tantos otros.

Estas preguntas, sin embargo, nos duelen más, nos hieren más. Son preguntas que no vienen del éter, que están en la tierra. Preguntas que masticamos todos los días, con sabor a yeso o mampostería. Enfrentarnos a preguntas como ¿puedo confiar en la gente que me rodea?, o ¿estoy con la persona correcta? contienen más peligros y miedos que las precedentes.

Y Quirino no nos propone ninguna respuesta. No nos muestra su catálogo, consciente de que, como hemos dicho anteriormente, primero contestaremos a la pregunta, y más tarde nos abocaremos al poema-respuesta.

La propuesta de Quirino es que si le aplicamos poesía a esas preguntas es probable que podamos ver y entender la vida y la muerte como un sí y un no dentro de un juego en el que todos jugamos por primera vez sin haberle hecho mucho caso a las reglas del juego.

Hablar con los muertos. Hablar con los muertos como un juego. Pensar que los muertos saben qué es la muerte es como pensar que los vivos sabemos qué es la vida. Sobre la vida nos preguntamos mientras estamos en ella. Y solos nos hacemos preguntas, porque somos islas rodeadas de incertidumbres que nos sobrepasan.

Raciel Quirino ha estructurado esas preguntas a la luz incandescente de una Ouija. Pues qué es una ouija sino un almacén infinito de preguntas sin respuestas. Preguntas que todos nos hemos hecho alguna vez. Solos o en coloquio con los muertos que nos rodean, los que llevamos siempre con nosotros, de la mano. Esos muertos que forman parte de nosotros.