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Hay días

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que son de despedida. Que nada anuncie, al aparecer el nácar de la aurora, que lo que está por suceder traerá desconsuelo no hace sino confirmar el mar de incertidumbre en el que navegan las cosas, las mujeres, los hombres, las ilusiones, el amanecer. Pero si algo anunciara la bofetada marina con la que, entre juego y juego con el encaje de las aguas, tumba la realidad, obligando a levantarnos antes de la próxima sacudida, la protección no acudiría antes a socorrernos; ni saber del devenir, conocimiento harto increíble en estos tiempos, impediría el misterioso despliegue de los acontecimientos, aunque la fragilidad humana, traspasada de esperanza y vuelo, confíe en algo superior a la sabiduría de los dioses, y estos, remisos, no se presenten o hayan muerto. O no. Siempre hay supervivientes. Por un tiempo. Y aunque lo que cada uno haga con la brevedad que le haya sido concedida colme, quizá, la plenitud de este desconocido e inmenso universo, y no lo sepamos, nada salva de las ráfagas de descontento con las que mueve la pérdida. Solo los hechos protegen de sí mismos. Poseen el poder de herir, o zaherir, y con el lamento hacer ungüento para la herida. Así son las cosas. Y de otra forma, por supuesto, pero las despedidas, como toda eventualidad, tienen tantos rostros como vicisitudes inéditas convergen en las circunstancias. Y poco se puede contra estas. O contra las primeras, pues si en lo cotidiano, de súbito o a lo lejos, donde el horizonte seduce tendido entre la tierra y el cielo, asoman pendones de inquietud, irremediablemente, si estos avanzan hacia quienes miran, habrá saetas de lejanía, por más que cuando se conociera lo que ahora se aleja, en un principio nos atrajera; contentos besáramos su sonrisa; y, ante la irreversible inmediatez, se invoque a los genios del destino por si una suerte de transmutación impidiera la llegada de la niebla de desencanto, que certera hunde sus gotas en la piel y la oxida; pero los duendecillos no aparecen, pues la esencia de las cosas goza de la cualidad de no renunciar a lo permanente e invariable que las conforma y diferencia del resto. La esencia no abdica de su razón de ser. Por esto, hay días de benefactoras lluvias de despedida que aportan al discurrir individual liberaciones soñadas, o sin imaginar, que convierten las vidas de quienes se despiden en ágoras de arrullos salvíficos, de calma, de disfrute, de tranquilidad. Los hay que traen dolorosas nuevas de muerte: de padres que, tras irse y pese a no estar, siguen siendo cariño, guía, origen, principio de lo que somos, futuro; de familiares que han sido, y son, regazo; de mascotas o animales, alegres y fieles, que ayudaron a atravesar lo cotidiano; de amigos, con los que reímos los días, dulcificaron desamores, y cuya ausencia aviva lo que fueron, porque eso tiene la muerte, que no olvida la vida. Hasta que quien recuerda, olvide. Mas no se sabe. No se sabe si en la muerte algo o alguien guarda memoria de sí. Si recuerda. Si nos recuerda. Si ama lo que fue. No se sabe si la muerte imita a la de vida. Hay relaciones sentimentales y amistosas que, tronando incomprensión, cambian por dolor el amor que ofrecieron, y apuntalan largas y penosas despedidas, como ásperas son las que obligan a prescindir de un trabajo, de la casa en la que se hace la vida, del pueblo, de la patria, de la nación. No desisten de su semblante las del día a día que, pese a ser llevaderas, cuando se presentan evocan sensaciones de inconsistencia existencial, de vacío como preámbulo de la nada. Como la que aparece tras la lectura del libro que mientras se ha leído el milagro del Todo con el Uno se ha producido, pues nada ni fuera ni dentro ha roto la unión, y al cerrar las tapas, llenos de asombro y agradecimiento, se comprueba que ya no se es la misma o el mismo; que mientras leímos fuimos del libro y de nada ni de nadie más; y que, pese a desear seguir sintiendo su embeleso, imbuidos de él, por él transformados, nos vemos impelidos a iniciar una ceremonia de despedida, a la que no se quiere asistir, pero a la que se está obligado, pues el ceremonial, dispuesto solo para el lector, se desarrolla sin la aquiescencia de este. O como la poderosa y amenazante que surge mientras se recorren kilómetros hacia el punto de partida de un viaje del que no se quiere volver, tras el que, por nada del mundo se desea llegar a casa, a la cálida y confortable rutina, pues no nos hemos saciado de lo que, conocido y dejado atrás, tiene más para nosotros; como el juego de colores del atardecer, nunca iguales a sí mismos, y en cuyo esplendor germina una de las despedidas de la belleza. O como los ojos que nos miran sabiendo que carecen de tiempo para la palabra o la consumación, y, retando la fugacidad del instante, nos eligen, y los elegimos, para, juntos, ser, en la sugerencia de lo que no se realiza pero está sucediendo, todo lo que cabe en la fugacidad de un momento sin nombre, del que habremos de despedirnos segundos más tarde de haberse iniciado o cuando, supervivientes en la intimidad, en esa en la que solo cabe uno mismo, lo acuerden los días. Tal vez siempre nos estemos despidiendo y la despedida, umbral de lo incierto, sea una de las formas de aceptar que las cosas pueden no ser lo que deseamos y que, careciendo estas del poder de convertirnos en hacedores de destinos, traman en arabescos el continuar de los días, consiguiendo, como ahora, que en uno de ellos haya quedado prendida y prendada mi despedida, y esta, provocada por pareceres ajenos a mi voluntad, busque ser renombrada principio.

que son de despedida. Que nada anuncie, al aparecer el nácar de la aurora, que lo que está por suceder traerá desconsuelo no hace sino confirmar el mar de incertidumbre en el que navegan las cosas, las mujeres, los hombres, las ilusiones, el amanecer. Pero si algo anunciara la bofetada marina con la que, entre juego y juego con el encaje de las aguas, tumba la realidad, obligando a levantarnos antes de la próxima sacudida, la protección no acudiría antes a socorrernos; ni saber del devenir, conocimiento harto increíble en estos tiempos, impediría el misterioso despliegue de los acontecimientos, aunque la fragilidad humana, traspasada de esperanza y vuelo, confíe en algo superior a la sabiduría de los dioses, y estos, remisos, no se presenten o hayan muerto. O no. Siempre hay supervivientes. Por un tiempo. Y aunque lo que cada uno haga con la brevedad que le haya sido concedida colme, quizá, la plenitud de este desconocido e inmenso universo, y no lo sepamos, nada salva de las ráfagas de descontento con las que mueve la pérdida. Solo los hechos protegen de sí mismos. Poseen el poder de herir, o zaherir, y con el lamento hacer ungüento para la herida. Así son las cosas. Y de otra forma, por supuesto, pero las despedidas, como toda eventualidad, tienen tantos rostros como vicisitudes inéditas convergen en las circunstancias. Y poco se puede contra estas. O contra las primeras, pues si en lo cotidiano, de súbito o a lo lejos, donde el horizonte seduce tendido entre la tierra y el cielo, asoman pendones de inquietud, irremediablemente, si estos avanzan hacia quienes miran, habrá saetas de lejanía, por más que cuando se conociera lo que ahora se aleja, en un principio nos atrajera; contentos besáramos su sonrisa; y, ante la irreversible inmediatez, se invoque a los genios del destino por si una suerte de transmutación impidiera la llegada de la niebla de desencanto, que certera hunde sus gotas en la piel y la oxida; pero los duendecillos no aparecen, pues la esencia de las cosas goza de la cualidad de no renunciar a lo permanente e invariable que las conforma y diferencia del resto. La esencia no abdica de su razón de ser. Por esto, hay días de benefactoras lluvias de despedida que aportan al discurrir individual liberaciones soñadas, o sin imaginar, que convierten las vidas de quienes se despiden en ágoras de arrullos salvíficos, de calma, de disfrute, de tranquilidad. Los hay que traen dolorosas nuevas de muerte: de padres que, tras irse y pese a no estar, siguen siendo cariño, guía, origen, principio de lo que somos, futuro; de familiares que han sido, y son, regazo; de mascotas o animales, alegres y fieles, que ayudaron a atravesar lo cotidiano; de amigos, con los que reímos los días, dulcificaron desamores, y cuya ausencia aviva lo que fueron, porque eso tiene la muerte, que no olvida la vida. Hasta que quien recuerda, olvide. Mas no se sabe. No se sabe si en la muerte algo o alguien guarda memoria de sí. Si recuerda. Si nos recuerda. Si ama lo que fue. No se sabe si la muerte imita a la de vida. Hay relaciones sentimentales y amistosas que, tronando incomprensión, cambian por dolor el amor que ofrecieron, y apuntalan largas y penosas despedidas, como ásperas son las que obligan a prescindir de un trabajo, de la casa en la que se hace la vida, del pueblo, de la patria, de la nación. No desisten de su semblante las del día a día que, pese a ser llevaderas, cuando se presentan evocan sensaciones de inconsistencia existencial, de vacío como preámbulo de la nada. Como la que aparece tras la lectura del libro que mientras se ha leído el milagro del Todo con el Uno se ha producido, pues nada ni fuera ni dentro ha roto la unión, y al cerrar las tapas, llenos de asombro y agradecimiento, se comprueba que ya no se es la misma o el mismo; que mientras leímos fuimos del libro y de nada ni de nadie más; y que, pese a desear seguir sintiendo su embeleso, imbuidos de él, por él transformados, nos vemos impelidos a iniciar una ceremonia de despedida, a la que no se quiere asistir, pero a la que se está obligado, pues el ceremonial, dispuesto solo para el lector, se desarrolla sin la aquiescencia de este. O como la poderosa y amenazante que surge mientras se recorren kilómetros hacia el punto de partida de un viaje del que no se quiere volver, tras el que, por nada del mundo se desea llegar a casa, a la cálida y confortable rutina, pues no nos hemos saciado de lo que, conocido y dejado atrás, tiene más para nosotros; como el juego de colores del atardecer, nunca iguales a sí mismos, y en cuyo esplendor germina una de las despedidas de la belleza. O como los ojos que nos miran sabiendo que carecen de tiempo para la palabra o la consumación, y, retando la fugacidad del instante, nos eligen, y los elegimos, para, juntos, ser, en la sugerencia de lo que no se realiza pero está sucediendo, todo lo que cabe en la fugacidad de un momento sin nombre, del que habremos de despedirnos segundos más tarde de haberse iniciado o cuando, supervivientes en la intimidad, en esa en la que solo cabe uno mismo, lo acuerden los días. Tal vez siempre nos estemos despidiendo y la despedida, umbral de lo incierto, sea una de las formas de aceptar que las cosas pueden no ser lo que deseamos y que, careciendo estas del poder de convertirnos en hacedores de destinos, traman en arabescos el continuar de los días, consiguiendo, como ahora, que en uno de ellos haya quedado prendida y prendada mi despedida, y esta, provocada por pareceres ajenos a mi voluntad, busque ser renombrada principio.