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¡Qué injusta es la justicia!

Su tarjeta de empresa no lo podría dejar más claro. Se apellida Levi, y es joyero en uno de los cientos de puestos del Gran Bazar de Estambul. Nos escuchó hablar en castellano, y en castellano nos dijo que aquellos anillos costaban 35 liras. Unos regateos y unas risas más tarde, conseguimos una rebaja y una historia.

“Mis antepasados eran sefardíes, así que yo mismo soy sefardí. Voy a pedir la nacionalidad española. Después de echarnos de España, por fin se nos recompensa”. El Sr. Levi había vivido unos años en México, de ahí su dominio del castellano, aun adulterado con una mezcla de acento turco y mexicano. De la historia y la cultura ibérica poco sabía. Sólo lo relacionado con los judíos y el Edicto de Granada. Pero tendrá que ponerse a estudiar.

En junio de 2015, el Congreso de los Diputados aprobó la Ley que hace posible la obtención de la nacionalidad española por los descendientes de los sefardíes expulsados de España en el siglo XV. El joyero Levi, como muchos otros en Turquía, Argentina, Estados Unidos, Canadá, Brasil… quiere que se haga justicia. Una justicia retrospectiva y que poco importa ya a los que dejaron la Península hace siglos. Pero a los vivos les importa, y mucho. Para conseguirla, el Sr. Levi tendrá que acreditar estudios de historia y cultura españolas, conocimiento del ladino, figurar en las listas de familias sefardíes protegidas por España o realizar actividades benéficas en beneficio de alguna ONG española.

Deberá pasar, además, una prueba de idiomas y un test de integración. Tiene trabajo, el Sr. Levi. De ahí que, entre bisuterías varias, guarde algún que otro libro de Historia.

Dice Javier Marías en boca de uno de sus personajes en ‘Así empieza lo malo’:

“-¿La justicia? […] La justicia no existe. O sólo como excepción: unos pocos escarmientos para guardas las apariencias, en los crímenes individuales nada más. Mala suerte para el que le toca. En los colectivos no, en los nacionales no, ahí no existe nunca, ni se pretende. A la justicia la atemoriza siempre la magnitud, la desborda la superabundancia, la inhibe la cantidad”.

La justicia es, en efecto, uno de esos términos ambiguos, ambivalentes; representaciones camaleónicas que se adaptan al que las piensa o las prueba. Una promesa que aspira a ser universal. Un empeño que termina siendo particular. Particular, como lo es para el Sr. Levi. Jamás universal, como jamás lo será para otros tantos judíos, para otros tantos palestinos, para otros tantos de otros pueblos y otros tiempos.

“A todo el mundo le subleva y le duele lo que les han hecho a ellos o a sus allegados o a sus antepasados, no lo que se ha hecho ‘en general’. Sería una tarea desproporcionada y ridícula, enfrentarse con lo ‘general’, jamás se ha acometido eso en ninguna época ni en ningún país. Labor de desocupados o de fanáticos, de individuos poseídos de sí mismos, que se mueren por encontrarse una misión”.

Acierta, el personaje de Marías, en lo desproporcionado y ridículo de la justicia a gran escala. La justicia al por mayor no existe. Perseguirla es inútil. Y el que lo hace, no es más que un fanático.

Lo es el que pretende contener lo incontenible. El que negocia con gobiernos represivos para buscar lo que cree un ‘bien mayor’. El que adula por conveniencia, como la Unión Europea adula al presidente turco ErdoÄŸan. Porque busca una justicia general. Porque no es justo que Europa se convierta en un centro de acogida. Porque lo justo es que los europeos disfruten de su estatus, sus derechos y su libre circulación. Porque nos tocó la lotería de nacer europeos. Y, el que no tuviera esa suerte, ‘se siente’.

Por eso Turquía tiene derecho a proteger su espacio aéreo, aunque esto suponga derribar aviones ajenos. Por eso Obama lo defiende. Por eso la OTAN lo defiende. Porque, mientras por un lado protege sus fronteras aéreas, por otro protege también las europeas. Así que, en pos de la justicia universal, pongámonos de nuevo una venda en los ojos y estrechemos la mano del próximo aliado, por muy sucias que las tenga. O que ambos las tengamos.

Fanático es, también, el que se toma la justicia por su mano. El que defiende la libertad. La igualdad. La fraternidad. El que las defiende con opresión, discriminación y discordia. El ‘lánzame aquí unas bombas’ evita, seguramente, muchos cassement de tête. Este tipo de fanático pasa por alto que el germen del problema ya no está –únicamente- en esa tierra que bombardea, sino en sus propias calles adoquinadas. En sus escuelas. En sus parques. En los hijos de inmigrantes musulmanes traídos a Europa para reforzar la mano de obra tras la Segunda Guerra Mundial.

Cerca del 20% de los musulmanes que han viajado a Siria para unirse a organizaciones yihadistas proceden de Europa Occidental. Ciudadanos europeos de pleno derecho que se unen a las filas de la yihad. Alentados por discursos del islam político. Cegados por la promesa de un califato que acabará con sus problemas de identidad. Exclusión social, educación insuficiente… todos estos, gérmenes también del enemigo de Europa, son parte de la Europa misma.

“Es un rasgo de megalomanía, no tolerar la impunidad en asuntos que ni nos van ni nos vienen, ¿no? Los justicieros se cuelgan una medalla y se miran al espejo con ella y se dicen: ‘Soy insobornable, soy implacable, no dejaré pasar nada injusto, me afecte o no me afecte a mí’.

Somos justicieros. Insobornables e implacables. Poco importan los polvos que generaron estos lodos. Como poco importan los medios, si el fin está justificado.

Así que, mientras alentamos el ajusticiamiento a gran escala, mientras centramos la mirada en alianzas internacionales y grandes operaciones militares, seguiremos ciegos ante la raíz del problema. Ante esa injusticia pequeña, minúscula, que a base de tiempo se convierte en la gran amenaza a combatir. Esa injusticia que se cura con educación inclusiva, con memoria histórica, con conciencia social.

Inquieta, díscola, insolente justicia. Para el Sr. Levi, tienes forma de pasaporte español. Para el Sr. Hollande, tienes forma de venganza. Pero, por más que lo intentes, nunca serás justa para todos.

Su tarjeta de empresa no lo podría dejar más claro. Se apellida Levi, y es joyero en uno de los cientos de puestos del Gran Bazar de Estambul. Nos escuchó hablar en castellano, y en castellano nos dijo que aquellos anillos costaban 35 liras. Unos regateos y unas risas más tarde, conseguimos una rebaja y una historia.

“Mis antepasados eran sefardíes, así que yo mismo soy sefardí. Voy a pedir la nacionalidad española. Después de echarnos de España, por fin se nos recompensa”. El Sr. Levi había vivido unos años en México, de ahí su dominio del castellano, aun adulterado con una mezcla de acento turco y mexicano. De la historia y la cultura ibérica poco sabía. Sólo lo relacionado con los judíos y el Edicto de Granada. Pero tendrá que ponerse a estudiar.