En la década de los setenta, las fiestas patronales de los pueblos solían contener en su programa, indefectiblemente, una carrera ciclista. En el mío, esa prueba se celebraba el día de San Onofre o el de San Antonio. Era para corredores aficionados y juveniles, con salida desde la plaza de la iglesia. Yo solía acercarme hasta allí con mis amigos para ver a aquellos esforzados deportistas que pugnaban por un modesto trofeo y acaso un premio económico más bien exiguo. Sus bicicletas y su indumentaria distaban mucho de los modelos aerodinámicos y sintéticos que se gastan los que practican este deporte en la actualidad.
Uno de los recuerdos de aquellas tardes de junio era el intenso olor a linimento que aquel pelotón de ilusiones despedía, mientras sus componentes calentaban y antes de ponerse en ruta. Eran los años en que Luis Ocaña, la figura española que a los de mi generación nos hizo amar el ciclismo, luchaba contra la supremacía del mejor Eddy Merckx. Aquella caída en el Tour del 71, que le privó de ganarlo cuando le sacaba más de 7 minutos al belga, nos dolió casi tanto o más que a él. La revancha no llegaría hasta el 73.
Evoqué todo esto la otra tarde, cuando en Murcia se homenajeaba a Alejandro Valverde, con motivo de su preciado oro en el Mundial de Ciclismo en ruta. Acompañado de cientos de ciclistas de pueblo como los que describo, el campeón recorrió la Gran Vía de la capital en un automóvil descapotable, con una sonrisa agradecida, saludando a los que le aplaudían a un lado y otro de la propia arteria o desde los balcones que dan a ella.
Sin haber perdido su esencia, Valverde atesora un palmarés que está al alcance de muy pocos deportistas en su disciplina. Y es que 122 victorias dicen mucho de un ciclista nada ortodoxo en el fondo y en la forma para los tiempos que corren. A los 38 años, ha añadido su nombre a la selecta lista de españoles que han vestido el maillot arco iris (Olano, Freire -en tres ocasiones- y Astarloa) con una modestia apabullante. Sin embargo, la espina que tiene clavada es el Tour de Francia, una prueba que se le ha resistido tanto que hasta le pudo costar el año pasado su retirada definitiva, tras una aparatosa caída en la contrarreloj inaugural. Cuando el otro día le preguntaron si se consideraba el mejor, la mesura afloro en su gesto y enumeró por delante a los Indurain, Delgado o Contador “porque ellos sí que han ganado el Tour”. Sin embargo, fruto del tesón y el pundonor, el ciclista de Las Lumbreras se recuperaba milagrosamente de aquel grave percance y, apenas un año después, ganaba con autoridad a sus dos rivales de escapada en la línea de meta de Innsbruck, la capital del Tirol.
Alejandro Valverde aún conserva ese aire de ciclista de pueblo, de carreras patronales por una copa y tres mil pesetas, todo arrojo, fuerza y afán de superación, lo que le ha llevado a codearse con los más grandes de la especialidad desde la sencillez, la templanza y el comedimiento. Su reto más inmediato será el Giro de Lombardía, el 13 de este mes, donde estrenará su flamante maillot multicolor. Y a medio plazo, los Juegos Olímpicos de Tokio, a los que llegaría con 40 años cumplidos en las que serían sus quintas olimpiadas. Ahí es nada, para quien sigue haciendo pedales a diario con sus amigos de siempre, dejándose ver por las carreteras de su tierra murciana a la que, como dijo emocionado el otro día, se siente muy orgulloso de pertenecer. Y nosotros, por supuesto, de que nos haya hecho partícipes de su éxito al millón y medio de habitantes de esta región.
En la década de los setenta, las fiestas patronales de los pueblos solían contener en su programa, indefectiblemente, una carrera ciclista. En el mío, esa prueba se celebraba el día de San Onofre o el de San Antonio. Era para corredores aficionados y juveniles, con salida desde la plaza de la iglesia. Yo solía acercarme hasta allí con mis amigos para ver a aquellos esforzados deportistas que pugnaban por un modesto trofeo y acaso un premio económico más bien exiguo. Sus bicicletas y su indumentaria distaban mucho de los modelos aerodinámicos y sintéticos que se gastan los que practican este deporte en la actualidad.
Uno de los recuerdos de aquellas tardes de junio era el intenso olor a linimento que aquel pelotón de ilusiones despedía, mientras sus componentes calentaban y antes de ponerse en ruta. Eran los años en que Luis Ocaña, la figura española que a los de mi generación nos hizo amar el ciclismo, luchaba contra la supremacía del mejor Eddy Merckx. Aquella caída en el Tour del 71, que le privó de ganarlo cuando le sacaba más de 7 minutos al belga, nos dolió casi tanto o más que a él. La revancha no llegaría hasta el 73.