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Ante el panorama del bachiller concertado

Pedro Urquijo Arregui

Murcia —

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Me parece que la historia fue, más o menos, así. En 1978 se promulgó una constitución que en su artículo 27 dice: “La enseñanza básica es obligatoria y gratuita. Los poderes públicos garantizan el derecho de todos a la educación, mediante una programación general de la enseñanza, con participación efectiva de todos los sectores afectados y la creación de centros docentes.”

Entonces, los poderes públicos se vieron en la obligación de asumir plenamente ese mandato. No es que en aquella época hubiera una enorme cantidad de niños desescolarizados (recordemos que la enseñanza básica llegaba hasta los catorce años), pero sí que muchos de ellos estaban en centros privados, generalmente religiosos. ¿Se podía dejar que los garantes del derecho a la educación fueran, para un gran número de alumnos, entidades independientes del Estado, como era el caso de la Iglesia Católica? ¿No suponía eso una dejación de responsabilidad por parte de la administración pública? El primer gobierno socialista decidió encarar esa cuestión. Ante ellos se presentaban varias posibilidades. Una de ellas era emprender la construcción de centros a gran escala, con la consiguiente dotación de personal docente, para que se diera un trasvase, esto es, que las plazas de los nuevos colegios públicos fueran ocupadas por alumnos procedentes de centros privados.

Es lo que, en otro tiempo, se hizo en Francia. Pero el riesgo evidente era que muchas familias que tenían a sus hijos en esos centros no quisieran hacerlo, pese a la gratuidad de la enseñanza pública. ¿Cómo planificarlo sin pasarse, ni quedarse corto? No les parecería fácil. Y, por otra parte, no era tarea realizable a muy corto plazo y sí muy costosa económicamente. En esas estarían cuando a alguien, atacado de pragmatismo, se le ocurrió crear la figura de centro concertado, recogida en la Ley Orgánica reguladora del Derecho a la Educación de 1985. Aunque no era un modelo de escuela enteramente pública y completamente laica, de alguna manera y en cierta medida, la LODE dio lugar a un proceso de publificación de la enseñanza privada en España. Creo que no de otra manera se debe interpretar el texto de esa ley:

Artículo 20: “La admisión de los alumnos [en los centros concertados, igual que en los centros públicos], cuando no existan plazas suficientes, se regirá por los siguientes criterios prioritarios: rentas anuales de la unidad familiar, proximidad del domicilio y existencia de hermanos matriculados en el centro. En ningún caso habrá discriminación en la admisión de alumnos por razones ideológicas, religiosas, morales, sociales, de raza o nacimiento.”

Artículo 51: “El régimen de conciertos que se establece en el presente Título implica, por parte de los titulares de los centros [concertados], la obligación de impartir gratuitamente las enseñanzas objeto de los mismos”.“En los centros concertados, las actividades escolares complementarias y las extraescolares y los servicios escolares no podrán tener carácter lucrativo. El cobro de cualquier cantidad a los alumnos en concepto de actividades complementarias deberá ser autorizado por la Administración educativa correspondiente.”

Artículo 52: “En todo caso, la enseñanza [en los centros concertados] deberá ser impartida con pleno respeto a la libertad de conciencia. Toda práctica confesional tendrá carácter voluntario.”

Artículo 62: “[es] causa de incumplimiento del concierto por parte del titular del centro [concertado] infringir el principio de voluntariedad y no discriminación de las actividades complementarias, extraescolares y servicios complementarios.”

Aquella ley, lejos de haber sido derogada, sigue vigente y reforzada por la LOMCE en lo que se refiere al carácter público y gratuito de la educación en España:

Artículo 88: “Para garantizar la posibilidad de escolarizar a todos los alumnos sin discriminación por motivos socioeconómicos, en ningún caso podrán los centros públicos o privados concertados percibir cantidades de las familias por recibir las enseñanzas de carácter gratuito, imponer a las familias la obligación de hacer aportaciones a fundaciones o asociaciones ni establecer servicios obligatorios, asociados a las enseñanzas, que requieran aportación económica, por parte de las familias de los alumnos. En el marco de lo dispuesto en el artículo 51 de la Ley Orgánica 8/1985, de 3 de julio, reguladora del Derecho a la Educación, quedan excluidas de esta categoría las actividades extraescolares, las complementarias, y los servicios escolares, que, en todo caso, tendrán carácter voluntario.”

Lo que pasa es que, después de haber ampliado en 1990 la enseñanza básica obligatoria hasta los dieciséis años con la LOGSE, ahora, sin previamente haberla ampliado legalmente hasta los dieciocho, el Gobierno de la Región de Murcia quiere ahora extender los conciertos educativos al bachillerato y a los ciclos formativos de FP de grado medio impartidos en los centros privados/concertados que lo soliciten. La respuesta de algunos sindicatos y de una parte considerable del profesorado de los centros públicos ha sido muy contraria a esa iniciativa. Los argumentos que les venimos oyendo son, sucintamente, que el dinero público no se debe emplear en financiar entidades privadas, que los centros beneficiarios de los conciertos imparten una educación católica que no debería ser sostenida por un Estado aconfesional y que numerosos profesores de instituto perderían su plaza, porque, como consecuencia lógica de la sobrevenida gratuidad del bachillerato y de la FP de los colegios concertados, muchos de sus estudiantes, al terminar la ESO, decidirán permanecer en ellos en vez de acudir a los institutos públicos para cursar la enseñanza secundaria postobligatoria.

En mi opinión, la cuestión se circunscribirse al ámbito laboral. Creo que la simple lectura del articulado de las leyes educativas en vigor es suficiente para demostrar que la educación que reciben nuestros hijos en los centros concertados, si es diferente a la que les dan en los institutos públicos, no será porque estén unos o dejen de estar otros al amparo de los principios constitucionales y las garantías de un estado democrático. No niego que, tal vez, algún centro concertado en cierto momento los haya incumplido subrepticiamente. Pero en el terreno de lo subrepticio también puede haber ocurrido en un instituto público. En general, me parece obvio que, más allá de cuadros caricaturescos y ciñéndonos a una observación imparcial no condicionada por prejuicios ideológicos, tanto la educación pública como la privada concertada en España, constituyen un servicio público cuyo profesorado, el da ambas redes, es muy consciente del valor de la tolerancia, la libertad de conciencia, la diversidad social y, en suma, de los derechos humanos.

Por otra parte, está esa idea de que los centros concertados sirven a un sector económicamente privilegiado de la sociedad. Puede ser cierta en determinados colegios y es verdad que las clases más desfavorecidas y las familias que viven en situaciones de marginalidad acuden mayoritariamente a centros públicos. Habrá que preguntarse por qué y, en su caso, habrá que hacer cumplir la ley. Está claro que la segregación existe y también sabemos que en un estado de derecho como el nuestro no se hace abiertamente y de forma oficialmente programada. Las injusticias sociales existen y son muy graves; las desigualdades no son siempre el resultado de las diferencias de mérito y capacidad; la opresión de los más débiles es una práctica demasiado frecuente en nuestro mundo.

Ahora bien, ¿son los centros concertados singularmente responsables de esas lacras? Todos conocemos a muchas familias cuyos hijos están escolarizados en ese tipo de centros. ¿De verdad nos atrevemos a afirmar que representan a una clase social en conflicto con la supuesta clase social del alumnado de la enseñanza pública? Hay institutos públicos que programan excursiones de una semana a países extranjeros cuyo coste por alumno supera los setecientos euros. Muchas familias de centros concertados ni se plantean la posibilidad de semejante desembolso. Y muchas familias de institutos públicos tampoco, con el agravante de que sus hijos, además de quedarse con las ganas de ir al viaje de estudios, como se hacen en días lectivos, pierden además una semana de clase, pese a que acudan al instituto, porque ya sabemos que no suelen ser para ellos días realmente bien aprovechados. Conforme a la lógica antes aludida, los que sí se pueden pagar el viaje tendrían que estar colegios concertados o directamente privados, y los alumnos de concertados que no se lo podrían permitir, se esperaría, en virtud de sus condiciones socioeconómicas, que estuvieran en institutos públicos. Sin embargo no es así. Será porque la realidad es compleja y desborda los cauces de una doctrina prefabricada.

Creo que la diferencia entre los centros públicos y los concertados es de otra índole. Se trata, desde mi punto de vista de un asunto que afecta principalmente al profesorado. Los docentes de concertados son contratados por el propio centro; los de centros públicos somos funcionarios o interinos con tendencia a convertirse en funcionarios por medio de un concurso oposición. Ellos no pueden pedir el traslado a los institutos públicos de su ciudad o del resto del país; nosotros no podemos optar a ocupar plazas vacantes en sus colegios. Ellos pueden perder su puesto de trabajo y verse en el paro si pierden alumnado y se reduce el número de horas lectivas; nosotros, por el mismo motivo, también podríamos pasar los lunes al sol, pero sería más probable vernos obligados a trabajar en otro instituto. Seguramente hay otras diferencias relevantes, pero no tengo el afán de ser exhaustivo. Lo que me parece más importante es resaltar que, más que de aspectos educativos, se trata de un problema de intereses profesionales, sobre la base de que en España los docentes de la red pública somos, mayoritariamente, funcionarios públicos, una premisa que parece tautológica y no lo es, pues en algunos países los centros públicos tienen libertad de contratación. Pero esa es una cuestión de mucho calado en la que no voy a entrar aquí.

Lo que tenemos delante es un cambio de panorama y un llamamiento a posicionarnos ante él. Cabe participar en acciones reivindicativas y de protesta. También cabe, sin excluir la anterior opción o excluyéndola, que para eso creemos en el respeto al pluralismo y en la libertad de pensamiento, plantearnos qué podríamos hacer, cada cual en su instituto, para que los alumnos de colegios concertados, teniendo la posibilidad de permanecer en ellos sin coste económico durante el bachillerato, decidan, sin embargo, cambiar de centro y venir al nuestro.

Aunque los motivos que han encendido el conflicto tengan, en mi opinión, naturaleza laboral, parte de la solución podría depender de la oferta educativa que estemos dispuestos a imaginar, preparar y mostrar. No se trata de una tarea imposible sino de ofrecerles algo que no tengan en otro sitio, un valor añadido, un reclamo basado en algo consistente, mucho más que un señuelo, mucho más que una campaña de marketing. En fin, que para que se quieran enrolar con nosotros, deberíamos tener un mapa que nos señalara la isla del tesoro. A los marineros que buscan un tesoro se les nota en la mirada, y nadie se resiste al poder de atracción de esos lobos de mar cuando están aparejando su nave dispuestos a zarpar, porque, en realidad, no les importa el tesoro, sino la gloria del mar.

Me parece que la historia fue, más o menos, así. En 1978 se promulgó una constitución que en su artículo 27 dice: “La enseñanza básica es obligatoria y gratuita. Los poderes públicos garantizan el derecho de todos a la educación, mediante una programación general de la enseñanza, con participación efectiva de todos los sectores afectados y la creación de centros docentes.”

Entonces, los poderes públicos se vieron en la obligación de asumir plenamente ese mandato. No es que en aquella época hubiera una enorme cantidad de niños desescolarizados (recordemos que la enseñanza básica llegaba hasta los catorce años), pero sí que muchos de ellos estaban en centros privados, generalmente religiosos. ¿Se podía dejar que los garantes del derecho a la educación fueran, para un gran número de alumnos, entidades independientes del Estado, como era el caso de la Iglesia Católica? ¿No suponía eso una dejación de responsabilidad por parte de la administración pública? El primer gobierno socialista decidió encarar esa cuestión. Ante ellos se presentaban varias posibilidades. Una de ellas era emprender la construcción de centros a gran escala, con la consiguiente dotación de personal docente, para que se diera un trasvase, esto es, que las plazas de los nuevos colegios públicos fueran ocupadas por alumnos procedentes de centros privados.