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Los papeles de la División Azul en el archivo del Banco de España

Decía el historiador francés Marc Bloch que una revolución es enormemente útil para el investigador porque es cuando “se fuerzan las puertas de las cajas fuertes y obligando a huir a los ministros no les dejan tiempo de quemar sus notas secretas”. Un historiador del presente encuentra problemas para conocer lo que albergan los archivos de la administración en un tiempo inferior al medio siglo. Como ironizaba el propio Bloch, mejor le vendría al estudioso un buen cataclismo. Añádanse los estragos del tiempo, la erosión, la migración, la incautación, el expurgo, el fraccionamiento o la destrucción de los fondos sin olvidar las trabas que los responsables políticos siguen interponiendo a su consulta. Asumiendo todo esto, el hallazgo de una evidencia primaria relevante constituye un auténtico descubrimiento debido a la rara confluencia de la indagación y el azar.

Durante el proceso de documentación de La frontera salvaje. Un frente sombrío del combate contra Franco (2018) buscaba la confirmación de unos supuestos contactos comerciales entre España y la Unión Soviética a través de Suecia a comienzos de la década de los 50, cuando aún faltaban más de veinte años para el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre “el primer vencedor del comunismo en el campo de batalla” y “la patria del proletariado”. Ambos regímenes precisaban cosas que solo el contrario podía suministrar: mercurio y agrios españoles a cambio de trigo ucraniano y arrabio ruso. Si en 1948 el premier francés, Bidault, justificó la importación de naranjas españolas argumentando que “no había naranjas fascistas”, no sorprende que los intermediarios entre Madrid y Moscú pensasen que minerales y alimentos quedaban al margen de la confrontación ideológica.

En el Banco de España están los fondos del Instituto Español de Moneda Extranjera (IEME), encargado de fijar el tipo de cambio de la peseta respecto a otras divisas en el marco de los acuerdos por compensación (tanto te vendo, tanto te compro) que regían por entonces el comercio internacional. Entre los Directores generales figuraba José Bastos Ansart, que desempeñó el cargo entre septiembre de 1958 y diciembre de 1960, un breve periodo que sería testigo de la adopción del Plan de Estabilización que marcaría un punto de torsión en la política económica del franquismo. Procedía de una familia de raigambre militar: su hermano Francisco, teniente coronel de Ingenieros, exdiputado de la Lliga y gerente de empresas catalanas vinculadas al sector energético, fue nombrado por la Junta de Burgos Vocal Permanente de la Comisión Militar de Incorporación y Movilización Industrial para la reactivación de las zonas mineras de Vizcaya y Santander. Manuel, médico militar y reputado traumatólogo permaneció, sin embargo, en el Madrid republicano y fue depurado. José se alineó con la orientación familiar mayoritariamente conservadora. Militante de la Derecha Liberal Republicana, fue gobernador civil de Sevilla entre el 6 de julio y el 29 de agosto de 1931. Bajo su mandato tuvieron lugar los hechos del 23 de julio cuando, con motivo de una huelga general, las fuerzas del orden aplicaron la ley de fugas a cuatro detenidos en el Parque de María Luisa.

José Bastos Ansart llegó a coronel auditor de guerra en el ejército franquista y por sus manos pasó la pagaduría de la División Azul (DA). Los haberes de esta unidad fueron asumidos por la Subsecretaría del Ministerio del Ejército, cuyo titular daba traslado mensualmente a su homólogo de Industria y Comercio y este, a su vez, al IEME de las cantidades que debían ser satisfechas. Los documentos justificativos fueron dando tumbos con José Bastos durante su carrera administrativa y quedaron traspapelados entre los legajos de la Secretaría particular de la Dirección General del IEME. ¿Por qué los llevó consigo, pegados a su portafolio como una excrecencia? ¿Quizás porque eran la prueba que confirmaba la suspicacia de los aliados respecto al apoyo franquista al Eje, a pesar de las protestas de neutralidad del régimen? Porque si el 3 de octubre de 1943 se anunció la retirada de la DA, los estadillos de pagaduría de esta unidad y de su continuadora, la Legión Española de Voluntarios (LEV) revelan que se estuvieron abonando haberes y pagando sus gastos al menos hasta julio de 1946. La LEV estuvo formada por unos 2.000 combatientes que eligieron quedarse en el frente oriental y se integraron en divisiones de las Waffen-SS. Los últimos no arrojaron el casco de acero hasta Berlín. Los gastos de representación general y de administración se liquidaron en junio de 1944. Desde marzo de ese año quedó consignado en los recibos que los haberes que se estaban abonando correspondían a la LEV. Es decir, se estaba infringiendo la pretendida neutralidad.

El coste interno fue abrumador. Los presupuestos generales del Estado ascendieron a doce mil millones de pesetas entre 1943 y 1946. Los casi 625 millones destinados a la División y Legión Azul supusieron un 1% anual en un país donde se pasaba hambre. Mientras el Subsecretario de Trabajo blasonaba de haber destinado 60 millones en subsidios a las víctimas de siniestralidad laboral en 1944, la pagaduría del Ministerio del Ejército abonó a los alemanes adscritos a la DA 154 millones de pesetas en 1943 y otros cuatro millones en concepto de pensiones entre 1944 y 1945. De hecho, el gasto del personal alemán duplicó al de los voluntarios españoles durante todo el periodo en que la División permaneció en el frente. Cabe afirmar, pues, que estos gravámenes de sangre y carencias fueron algunas de las modalidades de pago escogidas por Franco para saldar parte de su deuda de guerra con los nazis.

Rememorando a Bloch, el cataclismo que ha permitido encontrar en un lugar insospechado los documentos de Bastos Ansart pudo tener que ver con el relevo de los purasangre de la autarquía por la nueva generación de tecnócratas del desarrollismo. Le sucedió una joven promesa del Opus Dei, Gregorio López Bravo, cuyo cursus honorum se vería esmaltado muy pronto con las carteras de Industria y Exteriores. ¿Acaso no pudo Bastos Ansart, desde su nuevo despacho de Director general adjunto del Banco de Bilbao recuperar aquellos documentos comprometedores? ¿Los guardó López Bravo antes de que se efectuara la limpieza del escritorio del saliente? Y si fue así, ¿con qué fin? ¿Era una bala en la recámara a usar en alguna de las guerras intestinas entre las familias del régimen? ¿Fue el Plan de Estabilización el cataclismo que determinó una sustitución de élites dentro del sistema e impidió a los perdedores borrar incómodas huellas?

Concluía Bloch relatando que a un investigador amigo suyo, varado con los restos del cuerpo expedicionario británico en Dunkerque, uno de sus camaradas le manifestó su extrañeza por la estoica actitud inasequible a la aventura que mostraba en medio de aquel escenario dramático. Bloch respondía que nadie como un investigador es más proclive, cuando se encuentra sumido en el laboratorio o el archivo, a la aceptación de una apuesta con el destino. Porque a veces, insólitamente, puede ganarla.

Decía el historiador francés Marc Bloch que una revolución es enormemente útil para el investigador porque es cuando “se fuerzan las puertas de las cajas fuertes y obligando a huir a los ministros no les dejan tiempo de quemar sus notas secretas”. Un historiador del presente encuentra problemas para conocer lo que albergan los archivos de la administración en un tiempo inferior al medio siglo. Como ironizaba el propio Bloch, mejor le vendría al estudioso un buen cataclismo. Añádanse los estragos del tiempo, la erosión, la migración, la incautación, el expurgo, el fraccionamiento o la destrucción de los fondos sin olvidar las trabas que los responsables políticos siguen interponiendo a su consulta. Asumiendo todo esto, el hallazgo de una evidencia primaria relevante constituye un auténtico descubrimiento debido a la rara confluencia de la indagación y el azar.

Durante el proceso de documentación de La frontera salvaje. Un frente sombrío del combate contra Franco (2018) buscaba la confirmación de unos supuestos contactos comerciales entre España y la Unión Soviética a través de Suecia a comienzos de la década de los 50, cuando aún faltaban más de veinte años para el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre “el primer vencedor del comunismo en el campo de batalla” y “la patria del proletariado”. Ambos regímenes precisaban cosas que solo el contrario podía suministrar: mercurio y agrios españoles a cambio de trigo ucraniano y arrabio ruso. Si en 1948 el premier francés, Bidault, justificó la importación de naranjas españolas argumentando que “no había naranjas fascistas”, no sorprende que los intermediarios entre Madrid y Moscú pensasen que minerales y alimentos quedaban al margen de la confrontación ideológica.