Cuando oigo o leo que un político se propone «poner algo en valor» me entra la alferecía. Recurrir a tan sobado cliché es algo que a los profesionales de la política les apasiona. En viendo prensa delante (micros, cámaras, altavoces) se lanzan «a poner en valor» hasta al lucero del alba. Un suponer: en Murcia, lo que hoy en día ocupa a la clase dirigente es «poner en valor San Esteban».
Los bienintencionados promotores pasan por alto que el protomártir (primer mártir del cristianismo) se puso en valor él solo cuando, en trance de morir lapidado, se volvió piadosamente al cielo exclamando:
— ¡Señor, Dios mío, no les tomes en cuenta el pecado de matarme!
Hágase extensiva tan ejemplar oración a la autoridad murciana que, de solemne punta en blanco, organiza ruedas de prensa en plaza pública (política-espectáculo), a la hora del aperitivo, para «poner en valor San Esteban».
Lección de semántica. Valorar (apreciar) es un hecho desinteresado y noble. Y poner en valor (rentabilizar, mercantilizar), el cuento de la lechera en versión política. Que ya Machado dejó sentenciado que «es de necios confundir valor y precio».
Lo que los promotores pretenden no es salvar del olvido para la memoria (estudiándolo a fondo y catalogándolo) un reducto arquitectónico del pasado islámico aflorado por gracia de la fortuna al mundo de los cristianos, sino explotarlo económicamente (rentabilizarlo). ¿Para qué? Para que vengan a admirarlo, en vuelos charters, oleadas de sudorosos turistas con mochila, chancletas y alargadera para esa memez de nuestros días que son los autorretratos digitales.
Y digo yo: ¿Qué mayorista de turismo va a colocar en el mercado internacional viajes a Murcia para contemplar un aflorado barrio musulmán con nombre cristiano del que no se dice cuándo y quién lo construyó, y cuándo y quién lo soterró, y quiénes fueron sus vecinos, y cuál es su valor histórico-arqueológico?
En costosos cartelones de diseño, consta el propósito oficial: Recuperamos San Esteban. El eslogan suena a Agua para todos y falla por su base. Obsérvese que ni siquiera opta por el ilusionante «Recuperemos», sino por el pomposo «Recuperamos» con el plural mayestático subyacente como base.
—Nos (autoridad) recuperamos para Vos (pueblo silente) San Esteban.
A más inri, la consigna «Recuperar la historia de Murcia, construyendo al mismo tiempo el futuro» obliga a ser consecuentes. El topónimo San Esteban revela mala conciencia. Veda de la memoria colectiva lo que fuera Misericordia, Manicomio, convento-colegio de Jesuitas e iglesia de San Esteban. Como Acisclo Díaz, por el director de la banda de música de la Misericordia, hurta a la olvidadiza Murcia el nombre de la calle que toda la vida de Dios (el de los musulmanes y el de los cristianos) se llamó de la Acequia. Claro está que por la samaritana Aljufía que, a cielo abierto, discurría desde las Agustinas a las Claras, frente al portillo de Santo Domingo, donde los aguadores tenían las bajadas o llenaderos.
¿De tan gloriosa historia murciana qué se hizo? ¿De qué catacumbas de la memoria van a recuperarse, para pública admiración, las brencas, los portillos, los partidores de las soterrada acequia que ya era acequia antes de que en tiempo cristiano se construyera San Esteban y la residencia aneja del benemérito obispo Almeyda?
¿Qué se va a enseñar al turista de aluvión de todo eso que tan alevosamente se destruyó por el propio Ayuntamiento que ahora quiere gastarse un pastón en promocionar universalmente lo antes borrado del mapa? ¿Guarda memoria el Consistorio de que con esas aguas para todo San Vicente Ferrer bautizó infieles a barullo cuando vino a predicar a Murcia el 29 de enero de 1411 y obró el milagro del Domingo de Ramos?
Tan controvertida surgencia urbana tuvo un origen, un estilo, una época, unos vecinos, un nombre. Éste cabe buscarlo, entre otros, en Al-Jatib, Al-Udri y Al-Himyari, por parte islámica. Y por parte cristiana, en Alfonso X y Jaime I, que hollaron su suelo y lo repartieron como Dios mejor les dio a entender. Y en el contemporáneo de éstos y primer obispo de la diócesis de Cartagena, fray Pedro Gallego, franciscano de los pies a la cabeza que cristianizó la morería. Y en Gaspar y Remiro, arabista a quien Murcia debe una calle por su impagable Historia de Murcia musulmana. Con un porrón de libros más, que muertos de risa andan por las bibliotecas, dar con el nombre de los nombres del «rabalico del Norte» está al alcance de la mano.
Valgan algunos: Rabat al-Resaqa (rabal de la Arrixaca). Rabat al-Jouf (rabal del Norte). Rabat al-Saqiya (rabal de la acequia). Rabat al-Jufía (rabal de Aljufía). Éstos por la acequia mayor (aljibe de Murcia) en cuyo dorado curso se pintaba a la acuarela el barrio árabe de cuya destrucción, abandono o soterramiento no consta estudio.
Salvamos san Esteban suena huero. Plan-director aparte, de lo que en verdad se trata es de preservar en debida forma el testimonio arqueológico de un apéndice de la ciudad maltratada por diez largos siglos de incesante destrucción municipal.
Antonio Martínez Cerezo es escritor, historiador y académico.