Faltan palabras para agradecer todo el amor recibido aquel emotivo y ansioso domingo en el que se publicaron mis primeras palabras en este pequeño espacio de propiocepción, de generosidad, de diálogo interno, de intimidad. Contaba con escasas horas para despedidas, ultimar maletas, documentos, e interiorizar y asimilar la intensidad de todo lo acontecido en las últimas semanas.
Atrás quedaron las palabras de apoyo, de admiración, de cariño, de sostén; exactamente a 8247km de distancia, 162 horas de conducción, 4 vuelos y 56 kg de equipaje a mis espaldas.
Vuelo a Tenerife para reunirme con S., uno de los dos responsables científicos del proyecto. Un par de días en un lujoso hotel me hace conectar con una profunda sensación de “el presente como un ”presente“ (regalo)” y empapar todas mis células con la percepción de bienestar y comodidad, el propósito de tales espacios vinculados inherentemente con vida de calidad. Varios amigos en Tenerife habitan, por lo que alterno lo laboral con lo ocioso y jocoso: una de las mejores maneras para empezar la aventura con las pilas bien cargadas y una gran sonrisa dibujada.
Tras varias escalas en lejanos puntos del mundo, arribo a latitud: -33° 55' 25.590'' N y longitud: 18° 25' 24.046'' E, Ciudad del Cabo, Sudáfrica, la tierra del gran activista Nelson Mandela. Sus imágenes y frases más emblemáticas y populares me reciben, resultando en mi mente espesa por el jet lag como un baño helado de realidad social:«La erradicación de la pobreza no es un gesto de caridad. Es un acto de justicia. Es la protección de un derecho humano fundamental, el derecho a la dignidad y a una vida decente. Mientras persista la pobreza, no habrá verdadera libertad».
La agencia marítima local me lleva directamente hacia el puerto, al muelle de mi nuevo hogar flotante y de estructura social jerárquica y piramidal. Apenas 55 metros de eslora para más de 43 tripulantes: marinería, contramaestres (2 en este caso), cocinero, camarero, oficiales de puente (3), oficiales de máquinas (2), alumno en prácticas y biólogos observadores (uno internacional, sudafricano, y la presente como nacional). La distribución de los espacios comunes y camarotes es proporcional al rango y a la responsabilidad del cargo. Por ser la única mujer a bordo, se me concede un camarote privado de 2 metros cuadrados y aseo compartido con 6 compañeros más.
Me reciben amablemente, con cortesía y naturalidad, pues este barco siempre faena en las mismas regiones (Pacífico Sur y Antártida), y para ambas, la presencia de observadores pesqueros es de obligado cumplimiento, por lo que bien acostumbrados están.
El inspector me comenta que por problemas logísticos la salida prevista al mar es postergada al menos un par de semanas, por lo que me concede la oportunidad y posibilidad de disfrutar de Sudáfrica unos días cual turista. Eso sí, volviendo siempre al buque a pernoctar, lo cual me ancora cual lastre a mi particular realidad personal.
Al día siguiente de aterrizar, cual valiente, tal y como suelo hacer en mis viajes en solitario, salgo conmigo misma a dar un paseo por el centro de la ciudad, haciendo caso omiso a los consejos de los compañeros y a la información objetiva recibida: “Cape Town, un lugar con un alto índice de peligrosidad”. Al mismo cruzar las barreras de seguridad, en el puerto, siento las miradas de los transeúntes viandantes cual puñales, observándome detenidamente de arriba abajo. No sé cual es el mejor ni el más seguro camino a seguir, por lo que por la puerta por la que veo a gente en movimiento, procedo. Para mi sorpresa, bajo la autopista, se encuentran las chabolas “habitadas” (si así se le puede decir) en unas condiciones de total insalubridad. En shock, cabizbaja, prosigo en búsqueda de un sitio seguro, un refugio en el que ser una simple turista más. En el centro neurálgico, el ambiente es denso, tenso. El viento helado del sur azota con bravura los cuerpos, llevándose en su paso desde gorros, hasta sillas. Paseo, compro artesanías africanas hasta que el sol va iniciando su caída en el cielo y los famélicos 'sin techo' empiezan a colonizar las calles, siendo la señal de que es hora de volver. En una esquina, intentando ser asistida por un Uber que me lleve a casa, intentan robarme el móvil, y un hombre de seguridad con una vara de hierro en mano (los hay en cada esquina de la zona comercial), chillándome me dice: “Go home, go home!”. Sin otra opción, camino apresuradamente, en contra de la corriente del personal, y del vendaval.Con taquicardias llego a 'casa', mutando mi estado cual animal en su madriguera.
Ese fue mi primer contacto con la ciudad. Tras el choque y contraste cultural, los días posteriores, los dedico a “arranchar” mis pertenencias y disfrutar, con mis compañeros marineros y en soledad, ya con otra perspectiva, con otra forma de mirar.
Y entre las anécdotas más destacadas en tan sólo una semana en el África más austral: olvido el bolso en un taxi y para recuperarlo me extorsiona y amenaza. Descubrimos un polizón a bordo que al ver bandera española, pensaba que emprendíamos nuestra travesía a un país de oportunidades. Convaleciente, en un estado serio de inanición, mojado, entumecido lo encontramos. Al final resultan ser dos, que devueltos a tierra son. Un león marino es descubierto en Puerto, a babor. Me sorprende su respiración y me embelesan sus divertidos movimientos. Buceo entre tiburones blancos y visito museos, mercados de artesanías y comida local.
En definitiva, contemplo las maravillas de la vida, el hechizo de la alegría sudafricana, el rezumo de sus peligros. Saboreo la condición que pocas veces se da: gozar más de dos días de un mundo de posibilidad.
Son historias de vida, historias de mar narradas desde la tranquilidad de tierra con el sabor cercano a sal, flotando sobre sus aguas mansas, sabiendo lo efímero y transitorio de esa pasarela que te conecta con el privilegio, con la oportunidad. Es la generosidad del marino, que abre la cartera con gratitud, con disposición de disfrutar en tierra lo que el mar les da, con actitud de disfrutar en tierra lo que el mar les priva: la libertad.
Y yo, como mujer envuelta en un ambiente dominado desde el origen primigenio del oficio por el género masculino, siembro mi semilla en el camino de lucha por la igualdad. El mismo que emprendió años atrás Mandela, el profeta, el cual fue prisionero por defender valores y no vender su dignidad: “Mientras las formas de pensar obsoletas impidan a las mujeres hacer significativas contribuciones a la sociedad, el progreso será lento. Mientras el país se niegue a reconocer el papel igualitario de más de la mitad de su población, está condenado al fracaso».