“Vine a España buscándome la vida. Yo quería seguir siendo pescador. Gracias a eso mi familia tiene ahora una casa donde vivir”. Cuando en el año 2006 Elhadji Madiop dejó su vida en Senegal y llegó en cayuco a Tenerife solo tenía una cosa en mente: continuar dedicándose a la pesca, el negocio familiar -y nacional- que se había visto gravemente mermado a causa de los arrastreros europeos que por aquel entonces comenzaron a faenar frente a la costa del país africano tras un acuerdo comercial rubricado con la Unión Europea.
Las poblaciones de peces en los caladeros senegaleses caían en picado. Los pescadores locales se quedaban sin ingresos. En aquel año comenzó el éxodo: más de 30.000 senegaleses optaron por arriesgar su vida atravesando una de las rutas migratorias más mortíferas del mundo. “Los mismos cayucos que ya no nos servían para pescar nos sirvieron para llegar aquí”, dice Madiop.
A día de hoy, el sector pesquero español languidece ante la ausencia de relevo generacional. Los titulares alertan desde hace varios años sobre la desaparición de numerosas flotas por falta de personal. Según el Informe 03/2022 sobre la pesca, la acuicultura y la industria transformadora en España, un 42% de los pescadores supera los 50 años de edad. El estudio afirma que “los alumnos de programas de formación en materias marítimo-pesqueras prefieren dedicarse a la marina mercante o de recreo”.
En lugares como Cartagena, donde el gremio acumula varios siglos de antigüedad, la veteranía de los trabajadores salta a la vista. Muchos de ellos se encuentran al borde de la jubilación. Sin apenas soluciones en el horizonte, la contratación de pescadores procedentes de Senegal se ha erigido no solo en Cartagena, sino en todo el país, como la gran alternativa.
“Nuestra vida está en el mar. Es un trabajo duro, pero nos encanta. Lo hacemos desde niños y estamos acostumbrados. Lo queremos seguir haciendo siempre”, confiesa Madiop.
Las personas que ostentan los cargos directivos de la industria son los primeros en reconocerlo. El patrón mayor de la Cofradía de Cartagena y presidente de la Federación regional de cofradías, Bartolomé Navarro, destaca la incorporación de migrantes como “la solución” a un futuro que se preveía poco halagüeño.
“En todo el Mediterráneo los barcos salen cada día gracias a los pescadores senegaleses”. “Son personas que conocen el trabajo como la palma de su mano”. “Lo llevan en la sangre y nos están sosteniendo”, asevera. Desde su despacho, la vista del muelle pesquero de Cartagena es privilegiada. Constantemente atracan y zarpan embarcaciones pilotadas por marineros africanos.
Uno de ellos, Madiop vacía cubos colmados de camarones en el interior del barco en el que ha pasado gran parte de la noche y de la mañana. Es un mediodía nublado en la ciudad portuaria. Salió a pescar a las tres de la madrugada, acompañado, como de costumbre, por otros tres pescadores senegaleses. Todos vuelcan a la vez las gambas en cajas de plástico. La necesidad de su contratación para asegurar la supervivencia del gremio pesquero saca a la palestra, no obstante, las realidades poliédricas que lleva consigo cada uno de ellos.
Algunos pocos, como Elhadji Madiop, han tenido la fortuna de encontrar un trabajo temprano y de regularizar su situación con celeridad, en solo unos pocos años, y han ganado el suficiente dinero como para mantener a su familia en Senegal y traer a España a sus parejas y a sus hijos.
Pero otros tardaron más de una década, algunos casi dos, en poder ejercer legalmente como pescadores. Muchos ni siquiera han podido hacerlo, enfrentados sin remedio al sistema, a las trabas administrativas y a la crueldad esclavista con la que ciertos empresarios se aprovechan de las personas indocumentadas.
La oportunidad de labrar un futuro
“En mi país ya no se podía pescar. Era imposible ganarse la vida”, recalca Madiop. Se calcula que casi un 20% de la población activa de Senegal se dedica a la pesca. Según la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, el sector emplea a unas 600.000 personas.
Cuando llegó a España, Madiop tenía 30 años. Se sacó los papeles en 2009, y se pagó el curso de marinero gracias a un trabajo clandestino que consiguió remendando redes en el puerto de Fuengirola. Estuvo unos años pescando en Almería. Ahora lleva diez haciéndolo en Cartagena. Es plenamente consciente de que la suerte que él corrió no suele ser lo común. Sabe que muchos de los suyos se quedan en el camino. Alguno de sus compañeros estuvo a punto de hacerlo.
Los pescadores, como ellos, que se dedican a la captura del camarón en la ciudad portuaria -aunque los datos pueden extrapolarse a la de cualquier tipo de pescado o marisco- ganan, de media, en torno a 1.200 euros al mes. Su salario depende el número de ejemplares que traigan a puerto cada semana.
En los meses más prolíficos, los del verano, llegan a facturar cerca de 2.000 euros. Ahora, en otoño, apenas superan los mil. Durante dos meses al año, enero y febrero -esto sí varía en función de la especie-, están obligados a cobrar el paro. No pueden salir a navegar debido a las restricciones comunitarias que protegen los caladeros.
Cada uno de los marineros que acompaña a Madiop en el barco lleva en la cara, escrito, aun 18 años después de haber llegado a España -todos son parte de la diáspora de 2006-, el desarraigo del exilio, el sufrimiento de saberse en ninguna parte y de tener un objetivo que quizás puede no cumplirse.
Su historia es la historia de miles de personas que tal vez mueren ahogadas, enfermas o hambrientas. Ahora les reconforta haber encontrado en la situación pesquera española un reducto para labrar su futuro. “La pesca en este puerto, y en muchos otros, depende de nosotros, los pescadores senegaleses. Nosotros sacamos adelante estos barcos”, señala Baye Diagne, de 45 años. La base de Cartagena cuenta con un total de 33 embarcaciones.
Diagne conoce muy bien el gremio porque ha pescado en A Coruña, donde los migrantes también tienen su lugar de trabajo y la flota es más extensa. Pero su vida ha pendido, en todo momento, de un hilo delgadísimo. Le costó más de diez años llegar a ser pescador en España.
“Nuestra supervivencia depende de nuestros jefes, de que no quieran aprovecharse de nuestra necesidad. Necesitamos trabajar, de lo que sea. Pero les salimos más baratos sin contrato, aunque eso sea ilegal. Nuestra vida y la de nuestra familia se sustentan de nuestro trabajo. Pero sin contrato es imposible conseguir papeles”, afirma, metido en una bodega de la que va sacando pesadas bolsas de hielo que esparce por las cajas de camarones.
A su lado, Idrissa Diagne es el marinero más joven de los que trabajan en este pesquero, y quien más sufrió las consecuencias de la precariedad a la que todos ellos están sometidos. Llegó con solo 20 años a España, pero hasta que no cumplió los 37, el año pasado, no pudo sentir de nuevo el gusto de estar en medio del mar y de sumergir las redes en las profundidades. “Fue realmente duro. Un proceso muy largo, pasando por muchos trabajos, cobrando en negro. Pero yo nunca lo dudé. Mi profesión está aquí”.
En el puente de mando del barco, que es un cubículo angosto con varios monitores, conexiones eléctricas y mucho desorden, hay un colchón estrecho y desgastado y una manta. Una portezuela de madera da paso a un camarote claustrofóbico donde se apelotonan otros dos colchones. “Si nos vamos muy lejos, a veces dormimos ahí”, dice Elhadji Madiop.
“Pasamos muchas horas embarcados y nos esforzamos mucho. En la pesca uno sabe cuándo sale, pero no cuándo vuelve. Dormimos poquísimo. Pero lo llevamos haciendo toda la vida”, continúa Idrissa Diagne.
Tal y como sostiene el informe que avisa de la falta de relevo generacional, la “percepción sobre la peligrosidad y dureza de la actividad, los prolongados periodos de tiempo en los que es necesario ausentarse del hogar y la creencia de que no está suficientemente remunerada” disuaden a los jóvenes españoles de optar por la pesca como modo de ganarse la vida.
“Si no estamos nosotros, ¿quién va a estar?”
Pero los jóvenes senegaleses que reciben al fin la oportunidad de ser pescadores no la desaprovechan. El marinero Ebrima Ceesay zarpó del muelle a las ocho de la tarde del día anterior y ha regresado a las doce del mediodía. Ha pescado caballas, doradas y salmonetes. Acumula ya, dice, cuatro años sin tomarse ni una sola semana de vacaciones.
Enumera uno a uno a los pescadores que él ha conocido durante el lustro que lleva trabajando en el puerto de Cartagena. “Casi todos se han ido jubilando o están a punto”, explica. “Aquí, dentro de diez años o un poco más, no va a haber casi ningún español trabajando. Si no estamos nosotros, ¿quién va a estar?”, se pregunta.
Ceesay procede de Bettenty, un pequeño pueblo emplazado en la costa sur de Senegal. Comenzó a pescar a los siete años. Acompañaba a su padre en el cayuco al salir de la escuela. A los doce abandonó el colegio para ayudarle a tiempo completo. Han pasado tres décadas desde entonces. Llegó a España recién cumplidos los 26. Su familia poseía tres embarcaciones. No podían vivir de la pesca.
Cuando pisó por primera vez el suelo de Tenerife ni siquiera tenía zapatos. Vivió durante años en una casa maltrecha de Almería que daba cobijo a más de diez africanos. Vendía cualquier cosa en el mercadillo público para costearse los alimentos básicos. De casualidad, más de diez años después de llegar, y sin haber enlazado ni un contrato ni la posibilidad de tener papeles, un conocido le llamó desde Cádiz porque estaban buscando un marinero durante un corto periodo de tiempo. Allí se sacó el curso y regularizó su situación.
Se dio cuenta de que su trabajo era necesario. De regreso a Almería, cuando se le acabó el contrato en la bahía gaditana, la casualidad volvió a interponerse en el transcurso de su vida: un pesquero de Cartagena estaba amarrado en el puerto. Allí se enteró de que andaba falto de pescadores. Le dijeron que si quería trabajar no tenía más que desplazarse a la ciudad portuaria. Al día siguiente cogió un Blablacar y se plantó allí.
“Es muy difícil conseguir tus objetivos, llegar a ser lo que quieres ser en la vida, en un país que no es el tuyo. Conozco a mucha gente en la situación que yo pasé. Mi hermano pequeño, que también está en España, no tiene papeles. Está como loco por embarcar conmigo aquí, pero no puedo hacer nada”, relata. Habla con una energía desbordante y lleva más de 15 horas seguidas trabajando. Está agradecido por haber encontrado en Cartagena un empleo en el que se siente valorado.
“El mar para mí lo es todo. Me imagino trabajando en una oficina y me pregunto: ¿Qué voy a hacer yo ahí? Mi sitio es este”, confiesa Ceesay, que reclama más facilidades administrativas para que la gente de África evite jugarse la vida cada día en el océano, y para que sean contratados en origen y puedan desplazarse en avión. “Somos importantes -los migrantes-. Muchos países se han hecho grandes gracias a nosotros”, manifiesta.
La migración es un proceso global que se mide en fríos flujos como de corriente marítima, en cifras aproximadas. Pero cada persona lleva tras de sí una historia, un lugar del que tuvo que irse, una travesía escalofriante y peligrosa a la que sobrevivió por un golpe de suerte. Desde hace casi veinte años, dos de cada tres senegaleses que llegan a España son pescadores. Sin embargo, un amplio porcentaje no conseguirá nunca legalizar su estancia, y sentirá que se ha jugado la vida para nada.
Veinte años de clandestinidad
A sus 42 años, Ousmane -nombre ficticio- remienda redes de pesca seis días a la semana de ocho a tres de la tarde. Libra los domingos. Trabaja ligeramente apartado del ajetreo del muelle, en una esquina, junto a una furgoneta blanca con la chapa medio oxidada. Los hilos de nylon se deslizan por sus manos agrietadas con una pericia experta. Lleva en Cartagena ocho años. No tiene contrato ni papeles.
Ousmane es pescador, pero no pesca desde que llegó al país, también en 2006. Soportó una década trabajando irregularmente en los invernaderos de Almería. Fue la etapa más traumática de su vida.
“Vivíamos todos los compañeros en una habitación enana. Ganábamos tan poco que no podíamos permitirnos otra cosa. Nos pagaban 33 euros al día, por once o doce horas de trabajo. A veces no descansábamos ni un solo día en toda la semana. Estábamos a 40 grados dentro del plástico de los invernaderos. Acabábamos exhaustos. Con lo poco que ganábamos teníamos que comer y mandar dinero a la familia”, cuenta.
Tiene la voz ronca y lenta. Su situación, ahora, en Cartagena, no ha mejorado mucho, tanto tiempo después. Ousmane es descendiente de una larga generación de pescadores. La llegada de barcos europeos dejó al mar, dice, “sin vida”. “Tras meses sin pescar nada ya no teníamos ahorros, y había que seguir comprando comida y gasolina. Es ahí cuando piensas en tu futuro, en el de tu familia. Un día lo hablé con mis hermanos. Les dije: me voy a Europa a buscar una vida mejor”.
Sin embargo, nada de eso ha sucedido. La vida mejor, para Ousmane, no existe. Arregla redes medio escondido por 500 euros al mes. Comparte a medias el dormitorio de un piso en un barrio periférico de la ciudad portuaria. Envía la mayor parte del dinero a su madre, a sus dos hijos. Tuvo un tercero, pero murió cuando él ya llevaba unos años en España. No llegó a conocerlo en persona.
Ha dormido en la calle y en albergues gestionados por organizaciones caritativas. Vive cada día dándole vueltas a la posibilidad de regresar. “En Senegal creemos que Europa y España son una tierra de oportunidades. Pero no es verdad. Cuando le digo a mis hermanos que es mejor que se queden allí no me creen”, afirma.
No le creen cuando les dice que trabaja en unas condiciones pésimas, sin derechos, desde hace casi veinte años. Que no hay momento en que no se sienta un extraño. Que cuando acabó el primer día en los invernaderos de Almería se quería morir. Que, si pudiera retroceder en el tiempo y volver a 2006, nunca se embarcaría en un cayuco.
“El Gobierno -de España- nos dice: si entras aquí no tienes derecho a trabajar. Pero para conseguir los papeles tenemos que tener un contrato de trabajo, y no nos dan facilidades. Es un sinsentido”, denuncia Ousmane.
Personas como él o como el resto de senegaleses que finalizan la jornada en la Cofradía de Cartagena son víctimas de una feroz desigualdad que condena sus vidas al desarraigo y al sufrimiento. Pero también son parte indiscutible del futuro del sector pesquero español. Decenas de marineros que han necesitado años de incertidumbre para poder trabajar de lo suyo van abandonando la lonja hasta el día siguiente. Se gastan bromas y se ríen, con el alivio del trabajo recién concluido.
Ousmane, sin embargo, sigue sentado junto a la furgoneta blanca. Aún le quedan un par de horas para marcharse a su casa. Teme que el momento de colocarse el chubasquero y las botas de goma sintética nunca llegue. Todavía tiene que formalizar los papeles y que sacarse el curso que le dé permiso para embarcar. Cuesta 850 euros y tendrá que pagarlos de su bolsillo. Ha perdido la cuenta del tiempo que lleva intentando tachar de su lista ambas tareas. “Es muy desagradecido”, dice, al tiempo que suelta la red. “A veces pienso en dejarlo. Pero qué hago si no. Qué como. Qué dinero mando a mi familia. Yo lo que quiero es pescar, y llevo veinte años sin hacerlo”.