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La necesidad de construir un lobby ciudadano

Para la opinión pública no es desconocida la existencia de los lobbies, esos grupos de presión que emplean muchas personas, tiempo y dinero a influir sobre la clase política para conseguir prebendas. Son los poderes económicos y las grandes multinacionales las que más recursos emplean en su relación con el establishment político, bien para conseguir unas políticas públicas que fortalezcan sus intereses, bien para evitar las leyes que los pongan en cuestión. Más de la mitad de las organizaciones inscritas en el Registro de transparencia de la Unión Europea pertenecen a grupos de presión dentro de las empresas y asociaciones comerciales, empresariales o profesionales. En números absolutos hablamos de unas 4.000 entidades, 360 de las cuales son españolas.

Las actividades de un lobista son variadas: desde organizar reuniones con cargos relevantes de la actividad política comunitaria, hasta diseñar y celebrar actos públicos que promocionen temas de interés para sus representados. Todas estas labores requieren de un importante esfuerzo de relaciones públicas y mediáticas, para el que se calcula que hay empleadas cerca de 30.000 personas en Bruselas. Esta cifra se pone en valor cuando sabemos que el total de personal funcionario encargado de dar marcha al engranaje político europeo está compuesto por unas 60.000 personas.

Es evidente que esta profusión de recursos humanos y materiales no se daría sin unas considerables garantías de éxito. Entre enero de 2012 y abril de 2013, antes de comenzar las negociaciones oficiales sobre el TTIP, el 92% de los encuentros auspiciados por Bruselas al respecto tuvieron como interlocutores lobbies privados. Solo el 4% se realizó hacia representantes de la sociedad civil. Otra vez en números absolutos: 520 de las 560 reuniones previas a las negociaciones del TTIP se realizaron con empresas, y 26 con grupos de representación del interés público.

La presión de los lobbies está planificada para no dar puntada sin hilo. Por un lado, su labor se dirige hacia la Comisión europea, que es el órgano que tiene la iniciativa legistlativa de la UE. En este caso sus propuestas buscan modificar directamente las propuestas de esta Comisión, con el fin de que sus redactados les beneficien. En el Parlamento, en cambio, se trata más de conocer la opinión de los partidos y los europarlamentarios sobre un tema concreto, e intentar que recojan en sus enmiendas las preocupaciones del sector que representan. Hace un tiempo, las cámaras de televisión grabaron al europarlamentario del PP navarro Pablo Zalba en un asunto poco claro de influencias y propuestas de enmiendas a una ley.

Como negar la existencia de estos lobbies sería una irresponsabilidad, y como su poder es tan grande que tratar de prohibirlos entra dentro de la utopía, en algunas instancias se ha tratado de regular su actividad. En 1995, el Congreso de los EEUU aprobó la Lobbying Disclosure Act (LDA), que obligaba a las organizaciones dedicadas a hacer lobby a publicar semestralmente un resumen de sus actividades, sus gastos y la lista de los lobbystas que tenían empleados. De todas formas, tratar de poner límites a la actividad de estos gigantes es muy difícil.

Desde la sociedad civil asistimos a este fenómeno desde la impotencia. Las cifras demuestran que la independencia del poder político es una quimera, y que el alcance de las grandes multinacionales y sus hordas de expertos en comunicación y relaciones públicas es infinito. Por tanto, debemos hacerles frente jugando en su terreno. Por eso creemos que es necesario organizar un lobby ciudadano, formado por personas organizadas que defiendan los intereses de las grandes mayorías. La gente más sencilla, las personas trabajadoras, las que usamos los servicios públicos, los sectores más afectados por la exclusión, la crisis o el paro necesitan tener voz en las instituciones.

Y no, no es suficiente con el cambio político que se está operando. Asegurar la presencia de los intereses de la gente de abajo requiere de una labor constante civil. Es necesario recordar constantemente a quienes nos representan que los derechos de la ciudadanía son prioritarios frente a los intereses de las grandes corporaciones. Debemos pelear. Si claudicamos, nos veremos en la obligación de dejar de designar a este sistema como democracia (gobierno del pueblo); y dotarle de un apelativo más exacto. Por ejemplo, lobbycracia.

Para la opinión pública no es desconocida la existencia de los lobbies, esos grupos de presión que emplean muchas personas, tiempo y dinero a influir sobre la clase política para conseguir prebendas. Son los poderes económicos y las grandes multinacionales las que más recursos emplean en su relación con el establishment político, bien para conseguir unas políticas públicas que fortalezcan sus intereses, bien para evitar las leyes que los pongan en cuestión. Más de la mitad de las organizaciones inscritas en el Registro de transparencia de la Unión Europea pertenecen a grupos de presión dentro de las empresas y asociaciones comerciales, empresariales o profesionales. En números absolutos hablamos de unas 4.000 entidades, 360 de las cuales son españolas.

Las actividades de un lobista son variadas: desde organizar reuniones con cargos relevantes de la actividad política comunitaria, hasta diseñar y celebrar actos públicos que promocionen temas de interés para sus representados. Todas estas labores requieren de un importante esfuerzo de relaciones públicas y mediáticas, para el que se calcula que hay empleadas cerca de 30.000 personas en Bruselas. Esta cifra se pone en valor cuando sabemos que el total de personal funcionario encargado de dar marcha al engranaje político europeo está compuesto por unas 60.000 personas.