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Educar desde el comedor: cuando el menú forma parte del plan de estudios

Un alumno comiendo el menú del Colegio Hipatia (Rivas Vaciamadrid)

David Noriega

Cada mañana, tres pequeños bajan a la cocina de la escuela infantil La Jara, en el barrio madrileño de Usera. Allí preguntan a los cocineros cuál es el menú del día y, aula por aula, se lo comunican a sus compañeros, de 0 a 6 años, mientras cuentan y anotan en un folio cuantos niños han asistido a clase ese día. Después, vuelven a bajar a la cocina, para informar a los cocineros y que estos calculen la cantidad de comida que deben preparar esa jornada. Así, “aprenden lectoescritura de una manera muy funcional y muy práctica”, explica la directora del centro, Elena Puch. Este es el primer ejemplo en el que las educadoras utilizan la comida como herramienta de aprendizaje. “Es un momento educativo más”, señala.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) alerta que “la promoción de las dietas saludables y la actividad física en la escuela es fundamental en la lucha contra la epidemia de obesidad infantil”. Según el informe Aladino 2015, la tasa de sobrepeso y obesidad infantil se sitúa en el 41%. La Jara es una de las escuelas que se engloba en el proyecto Alimentar el cambio, de la cooperativa Garúa, que apuesta por una alimentación ecológica o de cercanía en la que los padres también son participes de las decisiones que se toman respecto a la alimentación de sus hijos. “Lo conocimos por la asociación de familias, que nos animó a presentarnos”, explica Puch.

Con la alimentación saludable llegaron también otra serie de rutinas educativas. Los más pequeños se ponen el babero y colocan la cuchara junto al plato; los mayores (de 3 a 6 años) trabajan las matemáticas repitiendo la secuencia cuchara-plato-tenedor-vaso al poner la mesa; con cinco años, todos los días, hay responsables que ayudan a las educadoras y sirven a sus compañeros. “Van siendo conscientes de lo que ellos quieren comer y de lo que se tienen que servir, ponen la mesa, socializan con sus amigos, comen tranquilos, saben que no pueden tirar la comida…”, enumera Azucena de Juan, la secretaria de la escuela, donde “jamás” se fuerza a comer.

Hábitos contra la desigualdad

“Tienen sus funciones y sus responsabilidades. Además, hay un porcentaje muy alto de comida ecológica. Es importante no solo porque comen sano, sino porque impulsamos un cambio en el paradigma, que les llega a ellos educativamente”, explica Ana Paniagua, una madre del centro. “Cuando iniciamos el proyecto, hicimos una serie de actividades de sensibilización con las familias. Fue una sorpresa que aquellas más interesadas no eran las que a priori podrían estarlo, sino aquellas con niveles socioeconómicos más bajos, a las que les importa la alimentación de sus hijos e hijas”, señala Luis González, padre y miembro de la comisión de comedor. “Hay familias del barrio, muy pobres y con muy pocos recursos, cuya prioridad principal es sobrevivir. Tenemos clarísimo que la única comida saludable del día es la que tienen aquí”, añade Puch.

La alimentación en la escuela ayuda también a atajar las desigualdades. En esta no hay diferencia entre la merienda que los pequeños toman en el recreo. Siempre es fruta de temporada, que da el centro. De hecho, por los pasillos se ven bandejas con plátanos y mandarinas. “Al principio costaba, pero ahora comen muchísima fruta”, indica la educadora Almudena Abellán. “Si ves las meriendas de los niños de este cole, hay más fruta”, confirma Paniagua. “Cuando llevas muchos años en la escuela acabas teniendo contacto con familias que han ido cambiando sus hábitos alimentarios como consecuencia del proceso que se vive en el colegio”, apunta González.

Esta es una de las pocas escuelas de la Comunidad de Madrid que tiene gestión directa del comedor. Es decir, es la propia escuela quien elabora los menús, que deben tener el visto bueno de la Comunidad, y gestiona su presupuesto. ¿Cómo consiguen elaborar un menú compuesto por productos ecológicos (salvo la carne, el pescado y los lácteos, que son inasumibles económicamente)? “La comida ecológica es más cara pero preferimos… ¡preferimos no pensarlo mucho!”, ríe Puch. “Vamos quitando otra serie de gastos. Por ejemplo, habría que pintar, pero no tenemos dinero. Un año hacemos una cosa, otro año, otra, pero que nuestros niños coman bien”, explica.

En el caso de los colegios públicos de la Comunidad (hasta 12 años), la normativa obliga a que el servicio de comedor sea gestionado por una empresa externa según criterios económicos, lo que dificulta este tipo de proyectos, así como que los padres tengan capacidad de decisión sobre la alimentación de sus hijos. 

Diferencias entre comunidades

“Somos consumidores cautivos”, denuncia Isabel Fernández, portavoz de la plataforma Ecomedores Madrid, que persigue que primen criterios de calidad y sostenibilidad en la compra pública de alimentos. “A las familias les preocupa la salud, pero la salud ahora también es medioambiental”, recalca. En todo caso, las adjudicaciones dependen de las comunidades autónomas. Por ejemplo, en el País Vasco, los padres y madres podrán gestionar los comedores escolares a partir del próximo curso. Algo que ya ocurre en Galicia, donde conviven diferentes modelos de gestión o en Catalunya, donde se permite más flexibilidad a los centros.

En el colegio concertado Ciudad educativa Hipatia, en Rivas Vaciamadrid, la apuesta por una comida más ecológica y de cercanía partió del propio centro. “Cuesta que los niños acostumbren el paladar a estos productos y, también, acostumbrar a las familias, que nos tienen que ir acompañando”, explica el responsable del comedor, Carlos Carricoba. Por eso, se van dando pequeños pasos, aunque “ahora todo lo que se sirve es ecológico y lo que no puede ser, por cuestión de presupuesto (carnes, pescados y lácteos), es de proximidad”, explica. El producto que llega desde más lejos es el plátano, de Canarias.

También en este centro utilizan el comedor para concienciar al alumnado. “Las niñas y niños de 5º y 6º se sirven solos, solamente lo que ellos van a comer. De esa manera, en la bandeja no queda ningún residuo”, indica Carricoba. El objetivo es extender esta medida a 3º y 4º, para lo que deberán “ir progresivamente, porque tenemos 2 horas para 1.100 niños”. Además, en las aulas se realizan actividades relacionadas con la comida, “para saber la huella ecológica que dejamos si traemos productos de fuera” y por el centro hay carteles con mensajes sobre lo que contamina consumir determinados productos.

Sesiones de sensibilización

El director de infantil y primaria de Hipatia, Carlos Méndez, explica que “el proyecto tiene una parte educativa de trabajo en las aulas”. Esta parte consta de sesiones de sensibilización respecto al producto ecológico, y aborda diferentes temáticas: “alimentos de proximidad, cuántos recursos hacen falta para tener la carne para el consumo humano o qué cesta de la compra hacen en otros países, para entender las diferencias socioeconómicas”. Ello acompañado de un impulso por la dinamización de los patios. “Se forma a los monitores de comedor para que trabajen con el alumnado y que el tiempo de patio no sea un tiempo libre, sino que sea libre para quien quiera y que quien quiera pueda hacer uso de rincones de juego o de la mediateca”, desarrolla Méndez.

Además, han creado el grupo 'alumno ayudante', a través del cual los mayores se encargan de que “no haya niños solos y de incorporar e integrar a los más pequeños con los mayores”, indica. Precisamente, por la cantidad de niños y la ausencia de profesores, los comedores escolares pueden convertirse en un foco de conductas más dominantes entre iguales, que se agravan en los casos de acoso escolar. “Los comedores deben ser espacios donde la gente se sienta a gusto para comer y para estar”, defiende Alberto Brasero, del proyecto Alimentar el Cambio, que denuncia también el nivel de estrés al que está sometido el personal, que tiene que soportar volúmenes de ruido por encima incluso de los 90 decibelios.

“Eso es un horror para los niños”, defiende la directora de La Jara. Allí, los pequeños comen en sus respectivas clases, con el resto de compañeros (un máximo de 22 por clase) y sus dos educadoras. “Tal y como nos lo planteamos, el proceso hay que mimarlo”, indica Puch. Por eso, cuando sus alumnos llegan al colegio “se asustan, porque suelen pasar a instalaciones enormes, con personas que no son sus tutoras y están perdidos totalmente. No hay nadie que les apoye o les eche una mano”, concluye.

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