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“¡Viva el coronavirus!”

Diario del coronavirus

Elena Cabrera

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Hoy me he pintado los labios. Ha sido emocionante. “¿Adónde vas?”, me pregunta Eleonor. “¿Yo? A ningún lado”, le contesto encogiéndome de hombros. Habrá pensado que su madre está loca por pintarse los labios para no salir de casa o que está más loca aún por salir a la calle a saltarse el toque de queda. Mientras me mira silenciosa en el reflejo del espejo del baño, y yo decido añadirle a mi cara macilenta un toque de colorete, noto que su cabecita está valorando una opción o la otra. Sin añadir nada más, sale de allí para dirigirse a su habitación.

Cinco minutos después, vuelve. Se ha puesto uno de sus mejores vestidos, una fina chaqueta granate y las medias de nylon de Totoro que tenía por estrenar y que le había regalado su padre. Apunto estoy por regañarle un poco, previendo una más que probable carrera en las medias nuevas, cuando decido contenerme y, en lugar de eso, abro el cajón de los peines y le digo: “quizá hoy sí es el día para cepillarte el pelo”.

Paso la mañana dedicándole ratos al trabajo y ratos al seguimiento de sus deberes, como los días anteriores. En una peripecia circense, que a ella le encanta, hacemos las dos cosas a la vez. Como la pantalla del ordenador es grande, puedo ponerle los ejercicios que le han mandado en un tercio y, en los otros dos, un PDF que necesito ver y un DOC en el que necesito escribir. Ponemos dos sillas juntitas en la mesa del estudio y, al final, acabo dedicándole más tiempo a la reproducción de las plantas (reproduction of the plants, os recuerdo que os hablamos desde Madrid y aquí hacemos a los niños extravagantemente bilingües en natural science) que a lo mío.

Yo ya sabía que esto iba a ser así, pero hoy no tengo fuerzas para decirle que no a casi nada. Atención, que aquí viene el momento más dulzón que vais a encontrar en todo este diario. “¡Viva el coronavirus!”, grita, de golpe, mi hija. “¿¡Pero qué dices, niña!?”. El ratón se me cae al suelo del susto. “Viva el coronavirus porque así puedo pasar un montón de rato con mi mami. No quiero que la cuarentena se acabe jamás, jamás, jamás”. Ay. No me digáis que no os lo advertí.

A las dos de la tarde le digo que ya es suficiente, que la diferencia entre tree, bush y grass ha quedado clara, y que será mejor levantarse para hacer la comida. Me refería a mí, que en realidad casi buscaba un poco de aislamiento en la cocina ante este continuado ataque de mamitis, pero ella lo ha tomado como una invitación. El pescado que saqué esta mañana del congelador estaba listo y podía proceder a enharinarlo. Eleonor me manifiesta su intención de ayudar habiendo metido, con la rapidez de Sonic, las manazas (perdón, manitas) de lleno en el plato del polvo blanco, dejando caer a plomo el lomo de merluza empapado en huevo, provocando en consecuencia un pequeño hongo nuclear cuya onda se expande por su fina chaqueta granate.

Argh. Dije que hoy no me enfadaría.

Le pongo un delantal y le digo “enharinar, ¿a que no conoces ese verbo?”. Y así compenso yo la enseñanza en inglés, con mis palabras extravagantes. Mientras pelamos patatas, la radio, como siempre en mi cocina, cuenta cosas. En esta ocasión hay una noticia de última hora: Sanidad rectifica y sí permitirá que las familias beneficiarias de las becas comedor en Madrid puedan recibir los menús para los niños en los Telepizza y los Rodilla. Eleonor sube la antena. Se ha dado cuenta de que es un tema que le interesa.

Los lectores de este diario recordarán que el segundo día tuve que dejarle claro que la cuarentena no significaba vacaciones y que comería al mediodía la misma variedad, sana y equilibrada, que en el comedor del colegio. Ella protestó y dijo que quería “la comida de las cenas”. Recordé cómo le dije “en qué cabeza cabe eso” mientras escuchábamos a la locutora decir que el Gobierno de Madrid había aclarado que no se les daría solo pizza, sino también wraps, hamburguesas, ensaladas y croquetas. Eleonor realiza su baile de alegría por la cocina, celebrando algún tipo de victoria moral. “¿Ves?, ¿ves? —me dice—, ¡yo también quiero eso!”.

Por la tarde, Eleonor juega a Minecraft en la Play y yo puedo concentrarme en el trabajo. Me quedo un rato mirando la casa que se ha construido, que es enorme, y no puedo evitar pensar que estaríamos superbien ahí pasando la cuarentena, con nuestras ovejas y nuestros conejos. También hay creepers pero qué más da, juntas podemos contra ellos. Miro el amanecer brillante y azul en el videojuego, las colinas de pasto infinitas y un lago que se abre a lo lejos.

—Eleonor —le digo—, ¿juegas a Minecraft para hacerte a la idea de que en realidad estás al aire libre y que no estamos metidas en casa por la cuarentena?

Me mira perpleja como cuando me descubrió maquillándome por la mañana. pero esta vez se ríe antes de contestarme.

—Claro que no, juego porque me gusta.

Maldición, yo esperaba una respuesta que pudiera contar aquí y que quedara así como muy intensa. Aunque añadió:

—Lo que sí hago es jugar a Los Sims para ver a gente y hablar con ellos imaginándome que son personas de verdad.

Eso sí da miedo y no los monstruos de Minecraft.

Nuestro contacto más directo con la humanidad sucede a las ocho de la tarde, cuando salimos a aplaudir al balcón y nos encontramos con voces, gritos y palmadas de nuestras vecinas y vecinos. Hemos llegado a sacar también sartenes y bengalas, como para estar un poco más cerca. He visto unas manos que asomaban entre unas rejas. He oído vuvuzelas o bocinas de gas. He oído aplausos que se arrancan con ritmo cuando otros más cansados se apagan. He visto a una mujer paseando un perro y alzando las manos, sonriendo con la boca muy abierta, repentinamente muy feliz.

No solo estoy deseando que sean las ocho sino que, además, hoy me toca bajar la basura y estoy por pintarme otra vez los labios.

Hoy hay 11.178 casos confirmados en España, 58.425 en Europa y 173.344 en el mundo. Nos hemos armado de gel hidroalcohólico y paciencia.

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