EN PRIMERA PERSONA

Cuando mi abuela supo mi nombre: una salida del armario trans

9 de febrero de 2022 22:59 h

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Hace unos meses le expliqué a mi abuela que no era un chico. Llevaba ya dos años en un tratamiento hormonal, pero me tapaba las tetas con un top deportivo ceñido y me ponía ropa ancha cada vez que iba a verla y estar con ella. Sabía que no se lo iba a tomar mal, pero mi abuelo había fallecido medio año antes y no quería darle sorpresas de más.

A mi abuelo simplemente preferí no explicarle que era trans. Ambos —toda mi familia, en realidad— me tenían por un chico hetero normal y corriente, supongo, y les chocó de entrada cuando les dije que tenía novio. Esa historia se remonta a 2018, un año después de empezar con él. Ella se quedó parada. Él, después de mirarme fijamente pero de manera inexpresiva durante unos segundos, decidió fingir que yo nunca había dicho esas palabras. Años después, y a pesar de que solía limitarse mucho —nadie le reía las gracias—, a veces aún hacía comentarios homófobos. En algún momento, me preguntó si tenía novia. Le respondí que llevaba años con un chico, y su respuesta fue la misma: se me quedó mirando y me repitió la pregunta. Mejor ni mencionarle que mi relación no es monógama.

Cuando salí del armario trans con mi madre y con mi hermano, mi abuelo empezó a visitar el hospital cada vez con más frecuencia. Así que decidí que durante el tiempo que estuviera con él podía fingir que era un chico cis. «Cisfrazarme», lo llamo. «Cisguise», para quien le guste el inglés. Me lo tomaba como un teatrillo barato, pero se me daba muy mal. Creo que el único acierto que tuve fue decirle, cuando llevaba una semana en la cama del hospital y le quedaban solo unos días de vida, que cuando saliera de allí nos tomaríamos un whisky juntos. Esa fue la última vez que le vi sonreír, aunque fuera con el cinismo de saber que aquellas palabras no iban a durar mucho. Poco después, nos llamaron para notificarnos su fallecimiento. Todo muy burocrático. Para bien o para mal, mi abuelo murió sin saber mi nombre.

A mi abuela, igual que a mi madre y a mi hermano antes, le hablaba de feminismo desde hacía años. También de situaciones como la de Aimee Stephens, una mujer a la que echaron del trabajo que tenía desde hacía décadas por salir del armario trans; o la de un hombre que entró al quirófano para extirparse el útero y salió de allí sin vagina simplemente porque al cirujano le pareció adecuado. De hecho, mi salida del armario con mi madre consistió en decirle poco más que “¿Tú sabes que últimamente hablo mucho de cosas trans, ¿no?”. Yo entonces tenía 23 años, y solo había tanteado la situación con ella.

Compartíamos muchas conversaciones de café con mi abuela, sobre todo antes de la pandemia. En una de ellas, mi abuela me preguntó directamente: “cuando una persona es trans… eso se nota desde antes, ¿no?”. El tema me pilló de sorpresa. Llevaba año y medio en hormonas y tenía el top puesto; se podían ver fácilmente las tiras surgiendo por encima del cuello de la camiseta. No corría ningún riesgo: sabía que lo iba a ver, igual que sabía que le daría vergüenza preguntar y que asumiría cualquier cosa antes que algo tan descabellado como que yo no soy un chico. Le dije: “se nota cuando tú quieres que se note”. Sobre todo, cuando lo dices.

'La explicación'

Salir del armario es complicado. La situación de vulnerabilidad en la que te pones es cortante porque, aunque hay veces que —como era mi caso— tienes la suerte de poder asumir que no va a haber ningún problema importante, estás poniendo tu vida sobre la mesa de la cocina. No existen certezas. He visto 'duelos' de padres y madres que no son capaces de aceptar que no tienen una hija sino un hijo, y pueden pasar años hasta que ese hijo pueda tomar decisiones sobre su cuerpo y su vida; o pueden, incluso, terminar en la calle. No se habla demasiado del sufrimiento que puede llegar a provocar el 'duelo' de un padre en la vida de una persona trans, incluso en las mejores situaciones. Esa ha sido siempre una de las ventajas más importantes en las que más me he apoyado. Es la razón por la que esta pieza no va sobre vivir en la calle para empezar.

No sé si hay una forma convencional de descubrirse mujer frente a alguien que ha creído toda tu vida que eres un hombre. En el caso de mi abuela, ella sabía que yo me dedicaba a escribir y hablar sobre 'el colectivo LGTB'. Se lo había dicho después de comentar que estaba saliendo con un chico; era una forma segura de explicarle algunas de las cosas que pasaban en mi vida sin tener que dar demasiados detalles, ya que ella podía asumir que lo hacía como persona bisexual —incluso, quizá, como chico gay—. Entonces, le di por primera vez el primer libro que traduje. “Creo que nunca te lo he enseñado; me parece que podría gustarte”. Debajo del título estaba la marca de mi nombre: “Traducción de Rosa María García”. Se puso las gafas de leer y observó el blanco de las letras. No dijo nada; ni siquiera expulsó un “pero…” confuso. “¿Entonces esta es tu traducción?”. “Sí, yaya, es mi traducción”.

Era una de esas mañanas de café y conversación. Yo no quería ser el tema del día, pero asumí que tocaba. No solo por las preguntas, que no dejaban de ser parte de su proceso y de su preocupación por mí, sino por la explicación. Parece que siempre hace falta una explicación, que hay que poner la vida propia a examen y dejarla a la evaluación de los demás, donde la diferencia entre ser un hombre y una mujer es inalcanzable y, desde luego, inhabitable. Quizá esa es la razón por la que aún no les he dicho que soy no binaria. Por suerte, mi abuela no lo exigió: yo le expliqué que hacía tres años que era Rosa María, y mi madre le comentó que llevaba dos años y medio en tratamiento hormonal. Si se le había pasado por la cabeza en algún momento poner en cuestión mi identidad, descartó esa posibilidad al momento, ya fuera por convencerse de mi explicación o por saber que mi madre iba a apoyarme.

Yo, dando por sentado que lo estaba pensando, le dije una de las frases más trilladas, ciertas e ignoradas en esta clase de situaciones: “Yaya, yo sigo siendo la misma persona”. Sabía que no iba a cambiar nada solo con eso, así que traté de rebajar sus dudas: “Por ejemplo, sigo siendo comunista”. Inmediatamente, arrugó la boca en gesto de desagrado: “Eso me gusta aún menos”. No le hizo falta pensar más para aceptarlo: si podía tragar lo del comunismo, no iba a tener ningún problema con que fuera una mujer trans.