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Cumpleaños en cautiverio

Aquí va una opinión impopular: los cumpleaños en el confinamiento molan más. Primero: no hace falta limpiar y decorar toda la casa antes de que lleguen los invitados; tan solo el rincón en el que vas a colocar la cámara. Segundo: puedes invitar a más gente de la que cabe en tu casa y, si tienes varios grupos de amigos o grupos familiares, en lugar de una videollamada haces varias y así soplas más veces las velas. Tercero: en el reparto de la tarta, tocas a más. Cuarto: luego no hay que limpiar la casa. Y quinto: ¡¡luego no hay que limpiar la casa!!

Y, esta vez, mis informaciones no me llegan por chats o balcones. En esta ocasión se trata de pura experiencia en primera persona de periodismo gonzo, hoy ha sido mi cumpleaños y aquí estoy, contándolo, antes de que den las doce de la noche. El gran objetivo del día era realizar una tarta a tiempo para las siete de la tarde, hora a la que había convocado a toda mi familia para una videollamada de celebración. Bajé al supermercado a hacer la compra de la semana y hacerme con los ingredientes necesarios. Fue difícil decidir qué tarta hacer.

Una vez más, recurrí a la magia de Twitter y recibí muchas sugerencias, la mayoría de ellas de carrot cake, lo cual me ha llevado a preocuparme por si se está formando una burbuja del bizcocho de la zanahoria, quizá es el nuevo cupcake o el nuevo macaron y no me había dado cuenta. He agradecido las recetas y me las he guardado pero sabía que hoy no iba a ser el día: si hago una tarta de cumpleaños sin chocolate, Eleonor me vuelve a encerrar en el balcón. No obstante, compré un kilo de zanahorias… por si acaso. Recibí sugerencias sofisticadas y otras el tipo “la podría hacer tu hija”. Incluso Ramón J. Soria Breña, escritor y antropólogo de hábitos culinarios, a quien conozco de nuestras viejas andanzas por las radios libres, se atrevió a sugerirme una tarta tatin de manzana. Yo le dije que, a ver, solo quería hacer una tarta de cumpleaños, no un TFG.

Por darme algún capricho, me alisé el pelo, me maquillé (delineador, rimmel, colorete, pintalabios) y arrojé sobre mí un par de soplos de perfume para visitar el supermercado en el día de mi cumpleaños. Al ponerme la mascarilla sobre la boca comprendí la estupidez que había hecho pintándome los labios. Para los que siguen habitualmente este diario, quiero informaros de que el charcutero ha salido del hospital y ya está en casa, pasando la  cuarentena; y que el carnicero ha superado el coronavirus y se ha reincorporado a su trabajo, estaba contento de estar de vuelta y de que el bicho no le hubiera afectado demasiado.

Encontré las tabletas de chocolate que necesitaba y proseguí con mi lista de la compra, cuando entraron en el pequeño supermercado dos policías nacionales. Inspeccionaron cada pasillo con interés y, cuando llegaron a donde yo estaba, me dijeron “buenos días”. Eran las tres de la tarde pero les contesté también que buenos días por aquello de no llevar la contraria a un agente de la autoridad. Me fijé bien en estar respetando la distancia de seguridad con los demás clientes, manipular todo con guantes, ¡y además llevaba incluso mascarilla! No me dijeron nada y repitieron la misma inspección en el siguiente pasillo. Entonces, se aproximaron a uno de los empleados y le preguntaron: “perdona, ¿dónde está la levadura?”. Las risas que me eché debajo de la mascar fueron disimuladas pero intensas. “Agente, levadura no tenemos desde hace días y días”. Preguntaron después por la harina, con el mismo poco éxito.

Cuando se fueron los policías, una clienta y yo comentamos el asunto de la escasez de material de repostería y le preguntamos a los empleados por unos paquetes extraños de algo que se anunciaba como harina, pero de almortas. “Pues eso es harina para las gachas”, me contesta el empleado. “Es que tampoco sé lo que son las gachas”, admití con un poco de vergüenza. Me lo explicó y acordamos que, cuando lleguen tiempos peores, vendremos a por la harina de algortas para sobrevivir a lo que sea que nos depare el futuro. En ese momento, el frutero nos desveló una información importantísima que quiero compartir aquí: “y si no hay levadura, pues que le echen El Tigre”, dijo. Pensé que era una metáfora, un chiste o una referencia a la canción de Lola Flores, pero él señaló con el dedo unas cajitas blancas debajo del kétchup. Es un gasificador que también vale para los bizcochos, nos aclaró. La clienta y yo nos miramos admiradas, después me dirigí a los dependientes y les confesé: “aquí tenéis un tesoro”. En ese momento entró un nuevo cliente y pidió, para nuestra sorpresa, sobres de El Tigre.

De todas las recetas que me llegaron, elegí la tarta de la abuela con galletas y chocolate, que me pareció la más fácil e infalible. Pero no conté con los dos factores propios de un día de cumpleaños: dar prioridad al relax y atender las llamadas y los mensajes de felicitación. Por eso, acabé con las manos en la masa demasiado tarde. Estaba en ello, cuando sonó una videollamada grupal en mi móvil. Eran mis amigas N., I. y C.. Lo cojo, me emociono y me piden que me asome al balcón. Allí estaban I. y N. (que viven muy cerca de mi casa), guardando una exagerada distancia de seguridad de unos quince metros entre ellas, haciendo como si no se conocieran y sosteniendo I. con una tarta en las manos. Bajé al portal, dándome cuenta de que lo del eyeliner tampoco había sido una gran idea porque no podía parar de llorar y me estaba dejando los ojos negros. Recogí la tarta en la calle, a distancia, con unas ganas enormes de abrazarlas mucho, llorando aún más por no poder hacerlo, todavía con la videollamada abierta en el móvil porque C. lo observaba todo desde su casa. I. me tendió la tarta con una vela encima y me dijo: “toma, ¡un TFG!”. Ahí estaba la tarta tatin que jamás pensé que fuera a comer en el día de mi 45 cumpleaños, y menos aún hecha con amor y sorpresa por mis amigas.

Por supuesto, mi tarta de galletas y chocolate no llegó a tiempo a la celebración, pero afortunadamente teníamos la tatin y soplé la vela morada en dos videollamadas diferentes, dos veces, por lo cual tengo doble deseo. Como he pedido lo mismo, espero que se me acumulen los puntos y se me cumpla con mayor intensidad.

Cuando escribo estas líneas aún me queda una última celebración. A cierta hora de la tarde, sonó el timbre de mi puerta y apareció un ramo de flores junto a una tarjeta y una cita en Zoom para las diez de la noche. Una vez más, mis amigas de Acción Mojitos saben cómo montar una fiesta. Estoy segura de que los fastos no habrían sido tan extraordinarios en condiciones de las llamadas normales.