tic-tac–tic-tac. Es el sonido del reloj despertador de la mesita de noche. Son las siete y media de la mañana de un martes de noviembre y es hora de despertarme. Solo que no es un martes cualquiera, es mi cumpleaños. Y cumplo 36. tic-tac–tic-tac. Podría ser una cifra más si no fuera por los anuncios con los que Instagram me bombardea desde hace semanas. “En España, el 70% de las mujeres de 35 años no tienen hijos. Este hecho conlleva una mayor dificultad en conseguir un embarazo ya que a medida que la edad de la mujer avanza, se produce una disminución del número y la calidad de los ovocitos”. “Si tu momento tiene que esperar, no renuncies a tu sueño”. “Es aconsejable preservar la fertilidad antes de los 35–38 años”. Así que este martes de noviembre cumplo 36 y me imagino a mis óvulos como pequeñas uvas que se arrugan. tic-tac–tic-tac. He cruzado la línea de los 35 y a mi alrededor una de las conversaciones estrella tiene que ver con ese reloj que marca el tiempo, con esas pequeñas uvas, con esas grandes decisiones, con tener o no pareja, con tener o no hijos, con congelar óvulos.
Puede que 'la conversación' invada tanto nuestra cotidianeidad, al menos la de las mujeres de entre 30 y 40 años, que el ruido no nos permita escucharnos. Porque lo primero, supongo, sería preguntarse: ¿yo qué quiero? Sin embargo, cuando escucho a las demás percibo más miedo que decisión o convencimiento. Entre la presión para ser madres –ese rol maternal y cuidador que la sociedad nos inculca desde pequeñas con nenucos y biberones, esa idea de que toda mujer se realiza en última instancia con la maternidad–, la precariedad rampante, el hedonismo de una juventud que nos cuesta abandonar, el miedo a arrepentirse, y los mensajes apocalípticos sobre nuestros cuerpos y el reloj biológico, decidir qué queremos y qué no –qué podemos y qué no– se vuelve tremendamente complicado.
Hablo con la psicóloga en educación y salud sexual Anna Salvia Ribera y me aconseja que deberíamos, primero, aceptar la contradicción, asumir que la maternidad y la paternidad son ambivalentes. “Si lo analizas solo con la cabeza es una decisión muy difícil porque todo lo que aparecen son dificultades, crisis, incertidumbres, miedos. La maternidad y la paternidad ni son solo bonitas ni son solo horribles. Aceptemos la ambivalencia”. Es decir, no esperemos un rayo clarificador, una luz cegadora, una manzana sobre la cabeza mientras caminamos por un bosque idílico: esto va de decidir. Esto tampoco va de instinto maternal. De eso ya se han ocupado muchas teóricas feministas. Así a bote pronto pienso en Elisabeth Badinter, Kate Millet, Adrienne Rich, Jane Lazarre, Jaqueline Rose y sus reflexiones sobre la maternidad.
Ahora bien, si no instinto, si como feministas rechazamos el mandato y el destino biológico, sí cabe la posibilidad de que exista un deseo o un anhelo de ser madre. “Puede haber deseo de ser madre, no desde la obligación, sino un deseo, como lo puedes tener de otras cosas. Es un deseo muy complejo porque los deseos lo son: puede ser más desde la cabeza –'me estoy haciendo mayor, me quedo sin óvulos, no voy a servir', o 'tengo 36, vamos a ponernos ya'–, o desde el cuerpo –una certeza de que al cuerpo le apetece, de que tu cuerpo se está abriendo a eso–. Todos los puntos de partida son válidos, el 'ya me toca' o el 'ahora es”, me dice Anna Salvia.
Recuerdo un libro que me gustó especialmente: 'Maternidad', de Sheila Heti. “Cuando una se siente indecisa lo mejor es esperar. Ahora bien, ¿durante cuánto tiempo? La semana que viene cumplo 37. Para ciertas decisiones el tiempo apremia. ¿Cómo podemos saber qué tal nos irá a nosotras, mujeres indecisas de 37? Por un lado, la alegría que aportan los hijos. Por el otro, la desdicha que traen consigo. Por un lado, la libertad de no tenerlos. Por el otro, la pérdida que supone no haberlos tenido..., aunque ¿qué nos perdemos? ”, reflexiona la narradora. A estas alturas del texto es hora de hacer una confesión pertinente: tengo un hijo, yo ya estuve embarazada, ya parí, ya crío a un hijo, soy madre.
Un ecógrafo en mi vagina
Pero mis circunstancias personales han cambiado y mis años van sumando cifras. ¿Querría ser madre de nuevo?, ¿bajo qué condiciones?, ¿habrá otro hombre dispuesto a ser padre conmigo?, ¿habrá otro que desee ser padre y entonces sea yo la que diga 'no'?, ¿me enamoraré de una mujer y probaré la maternidad disidente?, ¿me subiré a un potro obstétrico y dejaré que introduzcan en mi vagina una inyección de semen porque habré decidido ser madre por mi cuenta?, ¿tendré en algún momento la completa certeza de que no deseo ser madre de otra criatura? No tengo una respuesta absoluta a ninguna de esas preguntas y tampoco especial inquietud. tic-tac–tic-tac. Pero pido cita con mi ginecóloga.
Me recibe agradable y dicharachera. También cabreada. La paciente anterior tenía 37, un novio de 34 y la duda de si congelar sus óvulos. “Porque su pareja dice que es muy joven para ser padre. ¿Con 34 joven para ser padre? Entonces, como él se considera tan joven, ¿se va a tener que someter ella a una estimulación ovárica y a todo un tratamiento?”, me dice. El proceso necesario para congelar óvulos, me recuerda, no es inocuo aunque los anuncios que todas nos encontramos parezcan obviarlo y dulcificar el asunto. Congelar óvulos o aclarar cabezas. Estimulación hormonal a base de inyecciones o ser capaz de tomar decisiones sobre la propia vida.
Mientras introduce el ecógrafo en mi vagina le hago preguntas. “¿Pero sí hay razones para preocuparnos, no? Quiero decir, ¿no es verdad que a partir de los 36 la fertilidad ya va cayendo y todo eso”. Ella responde: “Ahora mismo es tan habitual tener un hijo a los 38 o a los 40 que de verdad creo que se está metiendo miedo a las mujeres. Claro que un óvulo no va a ser igual a los 20 que a los 30, o a los 30 que a los 40, pero depende también muchísimo de cada mujer, y la fertilidad depende también de otros factores. Sí está bien saber que a partir de los 40 sí aumenta mucho el riesgo de aborto, por ejemplo, o de otras complicaciones. Pero que haya tantas chicas de treinta y treinta y pico agobiadas con esto y pensando en congelar óvulos me parece una exageración si tenemos en cuenta la realidad social que hay hoy en día. Aquí hay alguien que está haciendo mucho dinero con esto”. Alargamos la conversación un poco más y me quedo con la frase que me interesa: “Eres muy fértil, ten cuidadito eh”. Y aunque no tenga ni idea de por qué, hay una parte de mi ego que se infla absurdamente y sale feliz de esa consulta.
El miedo, siempre el miedo
Llamo por teléfono a Silvia Nanclares, escritora, autora de la novela Quién quiere ser madre, un libro en el que cuenta sus propio proceso de toma de conciencia del deseo de maternidad y su periplo con los tratamientos de fertilidad. “Está ahí en el fondo la idea de que con quien te juntas a partir de los 30 es con quien vas a tener los hijos. Con nosotras eso está a flor de piel, pero hay un desfase brutal con los hombres, su urgencia no es la misma y tampoco tienen la misma presión social ni la percepción de lo biológico que tenemos nosotras. Creo que ellos deberían ser más conscientes de que hay un momento para hacerlo si queremos y que posponerlo mucho recaerá sobre nuestros cuerpos. Es una apuesta por el futuro, ¿con quién vas a tener los hijos, con tías diez años menores que tú?”, apunta.
Las reflexiones sobre la masculinidad que ahora están más en boga que antes incluyen los cuidados y la paternidad como puntos clave. El trabajo emocional, tan asociado a las mujeres y tan desatendido, en general, por los hombres, hace que quizá ellos tengan más dificultades para clarificar algunos deseos. “Salvo tíos que lo tienen clarísimo creo que en general tienen más dificultad de saber lo que quieren en este sentido o al menos de decidirse, especialmente de decidirse por algo que requiere responsabilidades, también emocionales”, prosigue Nanclares. ¿Hay algo generacional en todo esto? Más allá de las dificultades económicas y materiales –que también encontraron otras generaciones–, me pregunto si no hay un miedo, en hombres y mujeres, a la pérdida de una libertad que hemos equiparado a viajar en Ryanair de vez en cuando, salir hasta las cinco y beber cuando y cómo nos apetezca, y no tener obligaciones respecto a nadie, al menos no más de las justas y necesarias.
Silvia está de acuerdo: “Hemos sido muy hedonistas, hemos querido disfrutar y hemos huido de las responsabilidades, hemos entendido que eso era la buena vida, que es algo que deberíamos cuestionar. Además, los hombres no encuentran su autoestima social en la paternidad, nosotras en la maternidad sí al mismo tiempo que vivimos todo tipo de penalizaciones sociales”. Quizá, cuando reproducimos memes que ironizan sobre lo que nuestros padres hacían a nuestra edad –criar hijos y ver la tele– y lo que nosotros hacemos a nuestra edad –beber y tener sexo–, estamos en realidad justificando una especie de infantilización de nuestras generaciones. ¿O es que a los 34 o a los 36 se es un adolescente?
El caso es que la expectativa, seamos heteros, bi o lesbianas, recae principalmente sobre nuestros cuerpos. Inma es amiga de una amiga y a comienzos de 2020 cumplió los 30. De regalo pidió a sus padres una congelación de óvulos. “A día de hoy no voy a tener hijos por el tema del dinero, el trabajo, la pareja... Ni ahora ni creo que mínimo en los próximos cuatro o cinco años. También estoy casi segura de que de tenerlos no sería con una pareja hombre. Haciendo esto me quito una presión y ahí están para cuando quiera tomar la decisión”, me cuenta. Pero, ¿y de dónde viene esa presión ya a los 30? A Inma le cuesta concretar. “Por un lado que todo el mundo empieza con lo de que tenerlos a partir de los 35 es más complicado, que vas a tener menos probabilidades de quedarte embaraza o más de que el feto o tú tengáis problemas, que la calidad del óvulo es menor...”. Pienso entonces en mi ginecóloga y en sus reflexiones y me las resumo con esta frase: una cosa ere tener información sobre nuestros cuerpos y otra este Apocalipsis que parece cernirse sobre nosotras.
Arrepentirse, ¿de qué?
En el otro extremo de la década está Rebeca Marín, periodista, feminista, autora de “Este libro es un coñazo”. Tiene 41 años y un mes antes de su último cumpleaños congeló óvulos. “Nunca lo he tenido claro y esto lo he hecho porque sigo sin tenerlo claro, es como el comodín del público aún sabiendo que es solo dilatar una decisión y que esto ni siquiera te asegura que luego puedas quedarte embarazada”, reconoce. Nadie la ha obligado a congelar óvulos, pero la presión, admite, está ahí, acechando. “Tengo mis contradicciones. Hay empresas que subvencionan tratamientos de este tipo a sus trabajadoras y eso te hace replantearte muchas cosas, esa especie de chantaje que te hace esta sociedad capitalista para que sigas currando, eso no es conciliación, sí lo es facilitar criar y que eso no condicione poder llegar a un puesto alto. Así que he tomado esta decisión por mí misma y me ha tranquilizado, también la he tomado porque tengo tres mil euros para poder gastarme en eso. Porque me parece bien que exista esta posibilidad de hacerlo pero no tenemos que ser naif con lo que esto implica, está claro que hay intereses”, cuenta. En parte, señala también, es una decisión tomada desde el miedo a equivocarse, “ese miedo que nos ronda de '¿y si de repente quiero ser madre y mi cuerpo ya no reacciona?'”.
La siguiente pregunta sería, ¿por qué siempre aparece el miedo a arrepentirse de no haber tenido hijos y no el miedo a arrepentirse de haberlos tenido? Es como si la posibilidad de arrepentirse de tenerlos no existiera o no nos aterrara de la misma manera que habernos perdido eso de ser madres. Pienso entonces en otro libro, 'Madres arrepentidas', de Orna Donath. “Creo que la sociedad forma parte del problema, pero no es sólo un tema social. Incluso si sacamos de la ecuación las expectativas sociales y sus mitos, la maternidad sigue siendo una relación muy dura porque eres responsable de la vida de otra persona. Aunque no seas la madre ideal, los problemas están”, decía la autora en una entrevista. Donath habla de una “omisión histórica”: si bien las teorías feministas se han encargado de hablar de la vergüenza, la culpa o el aburrimiento, ha costado más abordar el arrepentimiento de si tener hijos, seguramente por el tabú pero también por lo escurridizo de ese arrepentimiento.
tic-tac–tic-tac. Al tic-tac de mi útero le acompañan muchos otros, el tic-tac de la escritura, el tic-tac de mi wanderlust, el tic-tac del hijo que crece como un árbol y al que deseo acompañar con tiempo, el tic-tac del cuarto propio, de los vinos en bares con paredes rojas o azules, el tic-tac de los lugares por descubrir y de las aventuras que vivir, el tic-tac de un montón de relojes que también tengo sobre la mesa, aunque no se ven.
Recuerdo entonces las palabras de Raquel, mi psicóloga: “Siempre se pierde algo, también cuando se gana. La pérdida es parte de la vida”. La cuestión es decidir. La suerte: que yo puedo hacerlo, al menos en buena medida, algo que millones de mujeres en el mundo no. Quizá el instinto maternal, el deseo de tener hijos que imaginamos como un rayo clarificador, unívoco y determinante sea la mejor excusa para eludir nuestra responsabilidad de decidir. Porque decidir –gracias Raquel– implica también asumir una pérdida. La pérdida de una posibilidad, de una hipótesis, de una vida que ya no será porque necesariamente será otra. Aprender a perder. De 2020 eso ya me ha quedado claro. Ahora falta ponerlo en práctica. De momento, voy a seguir dándole cuerda a todos mis relojes.