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Volver al trabajo después de ser padre: un mes (solamente) con Carmen

17 de diciembre. Carmen cumple un mes, y este lunes me reincorporo al trabajo. Pero no quiero despegarme de ella. Acabo de apartarla de mi regazo, dormida, después de haber comido y expulsado algunos aires. Está en la cama, se mueve, agita sus brazos, sus piernas, aún con los ojos cerrados: prefiere el calor humano, el piel con piel a las sábanas. Sólo tiene un mes, apenas hace un mes que salió del útero de su madre, Clara, y aún se está acostumbrando a su nueva vida. 

Tuve a Andrea en 2004 y a Lucas en 2005. Entonces apenas tenías dos días de permiso, 48 horas, en los que tenías que correr por la ciudad para hacer gestiones inaplazables: Registro Civil, Seguridad Social y Hacienda. Para eso estaba el padre hace poco más de diez años: para las gestiones. ¿Cuidar a la madre recién parida? ¿Cuidar al bebé recién nacido? ¿Participar de la crianza de su hija? En aquellos años todo esto parecía una quimera: se trataba la paternidad como una mudanza; como dos días de “asuntos propios”; como una contingencia cualquiera. Pero es mucho más que eso.

Ahora tenemos un mes de baja por paternidad; cuatro semanas, aún lejos de las 16 previstas para la madre. De hecho, en 2017 es cuando ha arrancado esta medida aprobada al final del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y que Mariano Rajoy metió en el congelador de la austeridad durante un lustro. ¿Y cuándo será realidad la equiparación de derechos de paternidad y maternidad? Si 16 semanas para la madre son insuficientes, ¿qué son solamente cuatro para el padre?

En este mes hemos podido cuidarnos, conocernos, redescubrirnos, tejer una nueva relación: la del padre y la madre entre sí; la del padre y la madre con Carmen; la de Carmen con sus hermanos... Pero también hemos podido compartir las frustraciones de no saber cómo engancharse al pecho en esas primeras 48 horas en las que te acabas de conocer y, aunque se dice de la naturaleza que es sabia, hay muchas cosas que hay que aprender sobre la marcha. O cuando llegas a casa por primera vez del hospital con tu bebé, le enseñas su nuevo hogar y te das cuenta que aquel fórceps con el que nació porque estaba encajada le ha dejado secuelas a su madre, convaleciente, y que está dolorida, muy dolorida, y que tardará días en pasársele. 

Y, de repente, hombre, con genes, cultura y vicios heteropatriarcales, te encuentras con la obligación de ocuparte: de tener en la cabeza qué comprar; qué cocinar; cuándo ir a la farmacia; despertarte en cada toma; organizar las gestiones burocráticas... Y vivir. Y disfrutar. Y llorar. Y reír. Y emocionarte. Y pelearte. Y recibir a amigos y familiares orgullosísimo de presentarles esa preciosa Carmen; y feliz de pasearla por el barrio; de llevarla al mercado; al parque; al centro de salud. 

Feliz y tranquilo. Tranquilo porque, gracias a Andrea y Lucas –mis pies en la tierra y los mejores hermanos posibles para Carmen–, ya sabía que cada llanto del bebé no es una alarma; y que lo más común es que todo sea normal: que los granitos son de la lactancia; que si se agita seguramente tenga gases; que el pecho al principio requiere un tesón y una paciencia admirable por parte de madre e hija; y que este momento, estos días, estas semanas, son irrepetibles, pero insuficientes. Porque una persona sólo es recién nacida una vez. 

Este domingo Carmen cumple un mes. Y este lunes me reincorporo al trabajo, pero no me quiero despegar de ella; quiero seguir sintiendo su olor, su calor, su llanto, sus gases, sus pises y sus cacas; quiero seguir criándola con su madre, a la que aún le duran algunas secuelas del parto; despertándome, durmiendo mal, intentando calmarla cuando está molesta; quiero que la baja de paternidad se equipare a la de la madre, que no sea el único derecho social asimétrico en función del sexo y seguir mirándola embobado, como hago ahora de reojo mientras escribo, cuando duerme y hace esos ruiditos inconfundibles en un bebé.