Son poco más de las cinco de la tarde. Una mujer joven toma la palabra ante un pequeño grupo de personas. Es la primera en hacerlo. “Todo pasó hace tres días. Me dijeron que el corazón ya no le latía, así que tuve que parir a mi hija muerta”.
Tras el shock inicial otra mujer se levanta y le da un abrazo. Ambas lloran. Mientras se abrazan, yo fijo la mirada en mis manos. En silencio. Siempre lo hago cuando me pongo nervioso. Como si pudiera refugiarme en ellas. Supongo que es porque me recuerdan a las de mi padre.
Tras unos segundos la mujer que se levantó vuelve a su sitio y suelta una frase hecha. De esas que parecen ensayadas, pero que impactan como si hubieran salido de las entrañas. “Traer la muerte cuando esperabas la vida”. Es el crudo resumen de las personas que acuden a este grupo. Un pequeño espacio donde las mujeres y sus parejas pueden contar su pérdida sin miedo a ser juzgadas o desautorizadas.
Luego interviene una pareja joven. Él apenas puede hablar. Hace siete meses nació su hija, Daiana. Lo hizo entre prisas. Tratando de llegar a la vida después de un repentino desprendimiento de placenta. No llegó.
Tras dos días en la UCI se despidieron de ella, pero antes, le hicieron una foto. “La tenemos junto a la tele. El que no quiera verla, que no entre a mi casa”, dice ella. No es una afirmación gratuita. En la sala todos parecen reconocer ese sentimiento, el de vivir en un mundo en el que la gente no quiere saber que los bebés mueren y en el que muchos no comprenden el dolor por perder a un hijo poco antes de nacer o apenas unos días después de hacerlo.
Mejor ahora que cuando sea más grande. Eres joven, ya tendrás más. Seguro que venía mal, mejor así. Son expresiones que la mayor parte de los asistentes han escuchado más de una vez y que, lejos de ayudar, solo aumentan la sensación de soledad de los padres. “La gente no entiende que tu hijo nació, no entienden que le esperabas desde que supiste que iba a existir y le querías”, se escucha en la sala.
Frente a la pareja hay otra mujer. Está inquieta, pero no llora. A las 27 semanas tuvo que interrumpir el embarazo por una infección. “Le pararon el corazón”, dice, “y luego nació”. La mujer sonríe nerviosa y confiesa que no era consciente de que estaba pariendo a su hija, Aitana.
“Quería que todo fuera lo más aséptico posible. Llegar, parir y marcharme a casa”. Sin embargo, una de las matronas “limpió a la niña como si fuera la cosa más bonita de este planeta y me la acercó para que la viera”, cuenta. “Ahora me alegro de que alguien tuviera la delicadeza de hacerlo. Era mi hija”.
Tras esas tres palabras una respiración entrecortada cruza la sala. Es el padre de Daiana. Está roto. Su esfuerzo por no hacer ruido al llorar descompone al grupo. Se me encoge el estómago. Abro las manos y vuelvo la vista hacia ellas.
Tras una pequeña pausa el grupo continua hablando de lo duro que puede llegar a ser la experiencia en los hospitales, donde rara vez hay protocolos para atender estos casos. Algunas han tenido que parir a sus bebés muertos a solas en una habitación. Otras se han enterado de la muerte del “feto” por una conversación entre médicos. Y muchas, tras perder a sus hijos, han tenido que compartir espacio con madres y niños recién nacidos. El drama sobre el drama.
Pero lo peor llega al volver a casa, dice la madre de Vega, que se sienta a mi lado. “Recoger sus cosas, doblar ropa sin usar, tan pequeña que parece de juguete. Despertarte de madrugada y recordar su carita, casi sin vida. Desear morir”. Eso dura un tiempo.
“Eso y el pánico a salir a la calle”, afirma otra. “Sentir miedo al doblar cada esquina por si te cruzas con alguien que te pregunta por tu bebé y tienes que decir que murió, en un mundo en el que parece que está prohibido hablar de bebés muertos”.
El grupo lamenta que muchos conocidos traten de evitar el tema y actúen como si nada hubiera pasado. “Para no recordártelo, dicen. Claro, porque la muerte de mi hija se me había olvidado”, afirma una de las mujeres con una sonrisa amarga. Los demás asienten con tristeza. El peso de la pérdida se va aligerando, pero no se olvida. Nunca se olvida.
Con el paso de los minutos la tensión se diluye. Los asistentes se desahogan y se empieza a respirar cierto alivio en la sala. Parecen haberse quitado un peso de encima. O, al menos, una pequeña parte de él. Mientras tanto, yo observo la escena desde cierta distancia. En silencio.
Son poco más de las seis y media de la tarde. La reunión está a punto de terminar y soy el único que no ha hablado. La coordinadora del grupo me sonríe y me recuerda que no tengo porqué hacerlo. Asiento con la cabeza en señal de que estoy dispuesto a hablar. Cojo aire, pero las palabras se me atascan en ese punto de la garganta del que parecen salir las lágrimas.
Les he visto llorar. A todos. Pero yo me resisto a hacerlo, así que bajo la mirada y me vuelvo a refugiar en mis manos, de nuevo abiertas. Mientras las miro pienso en mi padre. En todos los libros que le había comprado a su nieta. Mi hija. Algo se me rompe dentro. Aprieto los labios. Mi mujer me coge la mano. “No hace falta que lo hagas”, susurra. Pero quiero hacerlo.
“Mi hija se llamaba Vega y murió a los cuatro días de nacer”. Después, por fin, salen las lágrimas.