Adivina, adivinanza
Cuando la enfermera me llamó para darme el negativo de nuestra segunda Fecundación In Vitro (FIV), yo iba en el metro con una bolsa cargada de cerezas del Jerte, todo era primavera, todo estallaba afuera. Volvía de un seminario sobre Maternidad y Cine que impartía Laura Mulvey. Nos había puesto una de sus pelis, titulada La Esfinge. “La Esfinge permanece a las afueras de la ciudad, como los tanatorios, como todo lo que tiene que ver con la maternidad”. Iba pensando en esa frase cuando llegó la ansiada llamada. “¿Silvia? Te llamo de la clínica. (Yo por la entonación ya sé que es no, de hecho lo sé desde hace días, no sé cómo, pero lo sé, que este embrión tampoco se ha amarrado). El resultado es negativo. Lo siento”.
Sentir que las cerezas se secan de golpe, tu ilusión se queda en la estación anterior, tu dinero se va por el desagüe... Corre a los brazos de tu pareja, corre a llorar antes de dejarte caer en el hombro de este señor que tienes al lado, corre a beber el vino que todo sana.
Principio de incertidumbre
No sé la de veces que he estado embarazada en estos dos años que llevamos intentándolo, en serio. Abortos subclínicos, transferencias inciertas, implantaciones fallidas, síntomas inequívocos, reglas extrañas… Todas estas situaciones confusas se han dado en mi historial mientras que, en paralelo, no he conseguido ni un solo test de embarazo con la doble raya victoriosa. Esa es la vida de una aspirante a embarazada: jugar todo al negro en la ruleta de cada ciclo con la misma compulsión que un adicto a las tragaperras. Justo lo contrario al consejo universal: “Relajaos”. Oh, no. Sale rojo, siempre sale rojo.
La enfermedad
En todo este tiempo, me he resistido a considerarme infértil. Eso lo dejaba para las personas de menos edad que no conseguían salir adelante con sus embarazos. He conocido a muchísimas en las redes en todo este tiempo. Pero yo no era infértil, yo era mayor. Sí, estamos todas estupendas con nuestros treinta y muchos, pero la biología sigue anclada en la mujer del Neolítico y a los 35, cuando según el sistema laboral en el que nos insertamos en esta parte del mundo, una mujer puede empezar a pensar si reproducirse o no, es cuando nuestra fertilidad desciende irreversiblemente y en picado.
Así que yo, que empecé en esto frisando los 40, no era infértil, era solo vieja. Mis óvulos son como esos señores que van parándose por la calle y descansando en cada banco, incapaces de llegar a su destino, esto es, al endometrio, donde habrán de anidar. Pero, sí, finalmente tengo que reconocerlo y postrarme ante la definición de la OMS de la infertilidad como enfermedad, especialmente por la cantidad de procesos de infelicidad, angustia (esa sensación de “vida en suspenso”) y patologías psicológicas asociadas que provoca.
La tercera temporada de nuestra vida
Escribo este texto rodeada de cajas. La empresa propietaria de la casa en la que hemos vivido estos últimos años nos echa porque va a vender el piso. Necesitan liquidez. Nosotros también, no te jode. Después de menos de tres años hemos tenido que volver a mudarnos, a una casa más pequeña, con nuevos vecinos, nuevo barrio. ¿Y si hubiéramos tenido hijos, matriculados en sus colegios, qué haces, te los llevas, los desarraigas a ellos también? Gracias, nueva Ley de Arrendamiento. Todo legal. Luego dicen que por qué no tenemos hijos, que por qué esperamos tanto, es que os dormís en los laureles, chicas.
Pues bien, conmigo escribiendo en este salón caótico empieza el primer episodio de nuestra tercera temporada. Al final de la primera se murió mi padre y en toda la segunda yo no hacía más que llorar, pero también follábamos los días indicados con la puntualidad de los creyentes, esperábamos y nos cuidábamos. Hacia la mitad empezábamos a buscar presupuestos en clínicas de reproducción asistida. Y en el último capítulo hubo un punto de giro que nos lleva a donde estamos ahora.
Más allá del negativo/positivo
Después del fracaso de nuestra segunda FIV (en ninguna de los dos hemos podido congelar óvulos, por lo que nuestros ciclos eran dramáticamente un “todo o nada”) nos vimos ante la encrucijada de todo este camino: ¿volver a intentar una tercera FIV o pasarnos a la ovodonación? En la ovodonación, el proceso de in vitro se comparte con una donante, que es la que se estimula, la que sufre la punción, la que produce muchos y sanos óvulos (debido a su edad, no más de treinta años). Por un proceso de matching genético y de fenotipo se establece la concordancia. Una puerta giratoria inesperada, una bola extra para las infértiles, un hada madrina remunerada. Un jodido dilema moral cargado de capas y aristas.
Nos ayudó mucho ir a ver a otro médico, pedir una segunda opinión. Con muchísima sinceridad, nos recomendó que si estábamos agotados, física y emocionalmente, si no teníamos más dinero (todos los supuestos coincidían), nos pasáramos a la ovodonación. “Veo positivos de mujeres a tu edad, pero después quedan nueve meses...”. Me miró a los ojos y me preguntó: “Tú que quieres, ¿un hijo con tu carga genética, verdad?”. “Sí”. “¿Pero quieres también un embarazo y un hijo sano?”. “Claro, eso es lo más importante”. “Pues a veces, esas dos realidades no pueden darse a la vez”. Era nuestro caso. Salimos de la clínica, nos fuimos de vacaciones.
Show me the money
Nunca habíamos gastado tanto dinero en algo. Dicen que la emoción es el nuevo punk. Y no hay nada más íntimo que hablar de dinero. Allá vamos. En nuestros dos intentos FIV hemos gastado unos 9.000 euros, lo hicimos gracias en parte a la adelanto de un libro que publiqué y a la herencia de mi padre. No puede ser todo más arcano. Guionista de mi vida, sácame de esta trama tan de semiótica para principiantes, por favor, devuélveme a cuando mi vida era un caos y yo era una inconsciente treintañera que me creía eternamente joven. Para la ovodonación, que ronda los 6.000 euros, hemos tenido que pedir un préstamo.
El callejón de Rosendo
Empezamos a intentarlo hace dos veranos en Portugal. Yo siempre he querido llamar a uno de mis hijos Rosendo. La gente se cree que es por Rosendo Mercado, que ni tan mal, pero es por un cuento de Borges. Eso nunca lo digo porque queda muy pedante. El caso es que nos hicimos una foto en una calle llamada Beco do Rosendo. La cara de pipiolos que nos descubro ahora en ella. Convencidos de que en nueve meses un Rosendo lloraría en nuestra casa. Ja. En estos años, esa foto ha estado de portada de nuestra tablet. Hace poco descubrí que Beco significa Callejón.
Nos despedimos de Rosendo este verano en otra playa, también atlántica, pero más al sur. Habíamos aceptado que después de intentarlo todo, de cuidarnos, de comer súper sano, tomar brebajes y potingues, hacer ejercicio, recurrir a la estimulación química, gastar nuestros ahorros en la tecnología más puntera, había un hecho incontrovertible: tengo 42 años y mis óvulos, coloquialmente hablando, “están pa chopped”. Rosendo nunca llegaría, tal vez llegarían otros niños, de otras maneras. Así fue como hicimos nuestro rito de despedida. Nuestro duelo ante esa puerta que se cerraba. Lo que más me dolió de renunciar a mi genética es no poder compartir con mi padre mi maternidad, ese era el único modo que me quedaba. Hemos cambiado la foto de la tablet por una de una puerta de la kashba de Rabat que dice: Baraka. La baraka es el don, la suerte, la bendición, en la cultura islámica.
La donante
Es inevitable pensar en ella. Aunque me controlo. Imagino una película con dos tramas paralelas: la suya y la mía. ¿Cuáles habrán sido sus motivaciones, comprarse un ordenador nuevo, pagar el depósito de garantía de su nuevo piso o el altruismo? Una de mis mejores amigas quiso donarme un óvulo fértil (ella tiene dos hijas) pero la ley vigente en España exige el anonimato.
De nuestra donante solo sabemos la edad y el grupo sanguíneo. En la clínica nos dijeron que venían muchas universitarias, de facultades donde a veces ponen publicidad. Y feministas universitarias se los arrancan. Yo hace años hubiera arrancado esos carteles. Ahora me veo comprando una camadita de óvulos y un millón de contradicciones.
Contarlo o no
Una de las cosas que más me ha pesado en la decisión de la ovodonación ha sido contarlo. Contarlo o no. A quién contarlo. He comprobado que esto es una preocupación angustiosa y recurrente en las mujeres que estamos en estos procesos. Creo que tiene que ver con el mandato del género femenino de vivir para el otro, de tener que explicar nuestra vida, nuestras razones, siempre justificarnos. Además, todo lo que tiene que ver con la sexualidad o la reproducción de la mujer está sujeto aún más a escrutinio público, familiar, íntimo. De ahí el silencio endémico, el tabú, el sufrimiento de muchas mujeres que no sabemos si compartir o no estos procesos con madres, padres, hermanos y familiares. Miedo al juicio, a estar haciendo algo mal, traicionando a tu familia, embarcándote en algo extraño y, según las creencias, hasta inmoral.
Después de muchas noches de insomnio, he decidido contarlo a quien nos pregunta con interés, de corazón (eso se percibe), a quien le importemos más allá del morbo y el juicio. Y a todos los que leéis esto, claro. La verdad es que siempre se me ha dado mejor escribir que hablar.