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La mujer enmascarada

Diario del coronavirus

Elena Cabrera

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Poco antes de que se declarara este escenario extremo en el que vivimos, la editorial La Felguera publicó un libro premonitorio: Algunas cosas oscuras y peligrosas. El libro de la máscara y los enmascarados. Me habría encantado leerlo en estos días, pero no me dio tiempo a comprarlo. A pesar de ello, pienso mucho en este ensayo del carismático Servando Rocha, quien dice sobre la máscara lo siguiente: “hemos sentido una y otra vez su presencia, en ocasiones amenazante pero siempre fascinante”. Tras la máscara se esconde la anarquía, el terror, la magia o la superheroicidad. Pues bien, yo, hoy, he salido a la calle más enmascarada que nunca.

Con una de las seis mascarillas que nos quedan. Con mi único par de guantes de nitrilo. Con el abrigo cerrado. Con el moño apretado. Con mi carro medio roto. Con mis bolsas de basura acumulada desde hace tres días. Con mi miedo. Con mi protocolo. Con mi curiosidad. Con mi móvil.

Mi móvil. Ese lugar que habitualmente ya alberga 30 veces más bacterias que la taza del váter, guarda también la lista de la compra. ¿Habéis probado a manejar un móvil con guantes de nitrilo? No es fácil. Al entrar en el supermercado, una vigilante me detuvo en la puerta para echarme gel hidroalcohólico en las manos. Le mostré mis guantes azul brillante para que viera que no hacía falta y me dijo “sí, sí, por encima”. Obedecí y me froté un guante contra otro, mientras el gel se escurría en goterones hacia el suelo. Fui en busca de unas verduras y en ese momento la megafonía recordó que era obligatorio el uso de guantes de plástico en la sección de frutería. Me miré mis extremidades y pensé que si me habían puesto alcohol sobre los guantes, debería también ponerme guantes de plástico sobre mis guantes de nitrilo. Y así lo hice. Y entonces… ¿habéis probado a manejar un móvil con guantes de plástico encima de guantes de nitrilo? La pantalla ni se desbloquea. Empecé a acariciar la idea de renunciar a mi lista y comprar a lo loco.

¿Tenéis gafas? Yo sí, como se puede ver en la foto que adjunto, disfrazada de Rambo en plena crisis vírica antes de salir a la calle. La máscara, en palabras de Servando Rocha, te hace sentir “oscura y peligrosa” pero también te empaña las gafas. Hay que procurar respirar poquito y no acalorarse si no encuentras la levadura en el pasillo donde estaba la semana pasada. Tomé nota mental para hacer la siguiente salida con lentillas. Mientras buscaba champiñones (que no había) empezaron a picarme terriblemente los ojos.

Al principio pensé “vaya, qué casualidad, justo ahora que no me puedo tocármelos”. Guiñé con mucha fuerza varias veces, delante de las cebollas. Me seguían picando, así que me moví un par de metros para colocarme delante de los brócolis, no fuera a ser culpa de las cebolletas. Empecé a sudar. Se empañaron las gafas. No sabía qué hacer con el móvil. Una señora, a la que vi entre lágrimas, guardaba dos metros de distancia de seguridad, esperando pacientemente a que yo dejara de guiñar los ojos con fuerza para cogerse sus brócolis. Agarré mi carro, me moví de allí y seguí pestañeando con furia. En el piso de arriba del super ya no sentía picor, pero regresó cuando bajé de nuevo, por lo que pensé que quizá no era tanta casualidad, sino algún producto desinfectante.

Desde el piso de arriba se ve muy bien la calle. Un coche de Policía Nacional se había arrimado a la acera y dos agentes efectuaban controles tanto a los escasos coches como a las personas que pasaban por delante de la puerta del supermercado, pero no a las que entraban o salían. Ventanera, al igual que hago desde mi casa, me quedé un rato mirando la película muda que sucedía en la calle, disimulando con el móvil en mis manos torpes. Aunque no las oyera, el lenguaje gestual de las personas implicadas servía para entenderlas. El conductor de la pequeña furgoneta que habían detenido señalaba unos papeles en el asiento del copiloto, como diciendo “¡estoy de reparto!”. Pero no fue suficiente y, orillando el vehículo a la acera, tuvo que bajar y abrir el portón trasero. Les dejé así. Fui en busca de huevos, dos paquetes de harina y sobres de levadura (sobre esto ya hablamos hace un par de días).

A mi lado, una mujer agarraba un kilo de harina mientras hablaba por teléfono con alguien. Le decía exactamente lo mismo que yo os conté: “chica, es que la mejor manera de tener a los niños entretenidos es haciendo unos bollitos”. Con los elementos de repostería ya en mi carro (a punto estuve de añadir un toppingde tres chocolates, pero no quise excederme), di un pequeño rodeo por los pasillos para echar un último vistazo al trabajo de los agentes. Uno de ellos discutía con un chico sin bolsa de la compra, con mochila, guantes y mascarilla en el cuello. No sé qué explicación le estaba dando pero el lenguaje no verbal del policía era evidente: “no puede ser, váyase a su casa”.

Ya en las cajas, había poca gente, como suele ocurrir por la tarde, pero tuve la suerte de encontrarme con un vecino de mi calle pagando justo detrás de mí: podíamos conversar a metro y medio de distancia sin romper ninguna norma ni protocolo de seguridad pues no habíamos venido juntos. Me puse muy contenta por ello. Hablamos de nuestras hijas, de lo duro que estaba siendo para ellas, de cómo no les habíamos dicho que la cosa se prolonga. “Se pasa el día esperando que den las ocho para salir al balcón a aplaudir”, me dijo. Pensé en su hija, a la que conozco, y la imaginé perfectamente: una niña como Eleonor, un balcón como el nuestro, la misma lluvia, el mismo granizo, el mismo día largo.

Regresamos juntos a nuestras casas, hablándonos a metro y medio, para lo cual tuve que elevar la voz para que traspasara la mascarilla y eso, sumado a lo pesado que estaba el carro, me empañaba las gafas. Y, bueno, ¡qué más daba! ¡Estaba manteniendo una conversación con alguien con quien me había encontrado casualmente! Me parecía alucinante. Por la acera, otra vez tocaba hacer bailes palaciegos (ahora, bailes venecianos, bailes enmascarados) para no bloquear el paso, y algunos transeúntes nos miraban con extrañeza: dos personas hablando por la calle, eso no se ve estos días.

“Se vivía una época extraña. Eran los años oscuros”, escribe Servan Rocha sobre el pasado pero parece que escribiera también en el futuro sobre este presente.

Hablan los números: 39.673 casos de COVID-19 confirmados en España, 189.989, en Europa y 334.981 en el mundo.

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