“Por qué no puedo vivir con mi madre de tripa” y otras preguntas que no sé cómo responder a mi niño de acogida
La primera vez que te vimos, nos mirabas desde unos ojos enormes y negros que se asomaban a lo desconocido. Como a un enorme avión en el que nunca has subido y que te asusta porque no sabes dónde puede llevarte. Tú acababas de cumplir tres años y ya habías conocido la separación, el dolor, la ausencia y el desgarro. De aquel día recuerdo los nervios por gustarte, el miedo a todo. Habíamos hecho un curso en el que nos avisaron: no va a quereros de entrada, no siempre hay luna de miel, os va a tener miedo, dar amor no es suficiente, vienen dañados y no todo se puede reparar.
Apenas pasamos veinte minutos juntos la primera vez. Ya querías a tu familia de urgencia, esa que te cuidó amorosamente durante meses hasta encontrar para ti una familia de acogida permanente… Ahí aparecimos nosotras. Primero media hora, otro día una tarde de parque, preparamos la habitación con cariño y una cuna grande a los pies de nuestra cama. Una trona, tus juguetes y hacerte espacio en el armario. Un día de febrero conociste a Nina, la que hoy es ya tu hermana, y recogisteis margaritas. Otro día comiste en casa y dejaste aquí tu osito inseparable.
El 13 de marzo de 2020 viniste para quedarte. Al día siguiente, llegó el estado de alarma y nos encerraron. Recuerdo tu maletita de animales llena de ropita en la plaza del barrio y un par de bolsas con juguetes. Venías con tu vida en esas bolsas y te encontraste con adultos con mascarilla que te encerraron en una casa para aquellos días de cuarentena, aunque con jardín, por suerte y privilegio.
La primera noche cerraste los ojos y te hiciste el dormido toda la madrugada. Tosías sin parar. No pegamos ojo. Estabas asustado. Éramos, para ti una especie de “secuestradores” muy amables. Fue un tiempo incierto de juegos, manualidades y casitas en el jardín, también de ataques de pánico, claustrofobia e incomprensión. No podías ver a tu familia de urgencia, tu única experiencia de cuidado seguro. No podías ver a tu madre biológica, tu nexo con el pasado, tu cordón umbilical, la raíz de tu existencia. No te servían los vídeos. Necesitabas abrazos, el cuerpo y el tacto. Llegó el tiempo de la incomunicación para un niño que hablaba a media lengua y al que no éramos capaces de entender.
Te enfadabas hasta gritar desesperado porque no sabía qué me decías. Yo lloraba porque no me dejabas cambiarte el pañal, huías de mí, estabas aterrorizado y yo quería que me quisieras porque yo ya te quería y estaba decidida a hacerte feliz. Nadie me había preparado para que no me quisieras nada más llegar. Estirabas la cuerda hasta romperla, nos lanzabas juguetes, empujabas a Nina por las escaleras, me tirabas la comida por la cabeza, pataleabas, mordías, te arañabas y me arañabas. Te defendías como un titán de una vida que no entendías.
Ahora pienso en todo el miedo que pasaste y se me parte el corazón. Entonces me costaba verlo. Con los ojos enrojecidos veíamos tu aita y yo vídeos sobre apego, “cómo educar sin gritar”, “el cerebro y el apego”, “experiencias de acogida familiar”. Fueron muchas noches en vela dándonos latigazos en la espalda porque no sabíamos cómo hacerlo bien, ni siquiera un poco mejor. Pronto entendimos que no había fórmulas mágicas, que solo el tiempo y nuestra incondicionalidad te harían florecer. Me obsesioné con descubrir el daño, tu pasado, la historia exacta, los hechos. Ahora sé que todo aquello no importa. Para ti importan dos cosas: que estemos locos por ti y que tu madre siga siempre cerca.
Te entendí mejor al perder a mi madre de repente durante la pandemia. Un golpe, un desgarro. Un para siempre intenso y definitivo. Lo inasumible. Conecté entonces con la niña que solo temía separarse de ella; de su olor, de su amor, de su protección.
Decían que te costaría hablar, que apenas sabías saltar y que estabas bajo de talla y peso. Hoy, después de más de dos años y medio en casa, hablas castellano y euskera, usas más adverbios y sabes más del cuerpo humano que muchas personas adultas, haces ballet y estudias inglés. Reconoces todas las letras y los números. Ya no pegas (casi nunca) y no hay pánico ni miedo. Ahora el dolor es otro. Es saber que no puedes vivir con tu madre de la tripa. “A ti te quiero mucho pero no eres mi madre real”, me dijiste el otro día. “Soy real porque estoy aquí y te quiero y te voy a querer siempre”, dije.
Hoy sé que para ti no es suficiente, que nos quieres, que te gusta tu vida, tu casa, tu hermana, tu abu, tu aitite y tu amama… tu familia, tu cole, tu vida. Pero siempre vives con la misma pregunta: “¿Por qué no puedo vivir con ella?”. Te dimos una respuesta sincera con ayuda de la psicóloga que te conoce desde que saliste del hospital en brazos de tu familia de urgencia. No te sirvió aquello porque hay respuestas que preferimos que no nos den, que no sean, que no existan. Hay respuestas que nos cuesta asumir toda la vida.
Una hora y media cada cierto tiempo, os abrazáis y jugáis y te llena de regalos y besos. No lo dudes nunca, vida mía, ella te quiere con toda su alma. A veces las visitas son más largas para que podáis disfrutaros, hacer cosas juntos, ser madre e hijo. Porque yo lo sé y aita lo sabe: siempre vas a ser su hijo y ella será siempre tu madre. No competimos y nunca lo haremos.
Ahora, cuando nos vemos antes de las visitas, nos abrazamos. Las dos te queremos y eso nos une. Ella me dice gracias y yo le digo gracias. Ella por una cosa y yo por otra.
Todo esto sigue siendo difícil cada día. Va cambiando. Lo que ayer era un problema, hoy deja de serlo para que inmediatamente después pase otra cosa: “Me gustaría poder vivir con la misma madre que me tuvo en la tripa, como todos los demás, como Nina”. Yo te hice ver que no es así. Te hable de muchas amigas y amigos que no viven con la persona que les llevó en la tripa por distintas razones; adopción, fallecimiento, acogida... Pero, ¿quién soy yo para tratar de parchear tu vacío? Solo te doy respuestas para que sepas que no eres un bicho raro, que todo es normal… que hay muchos niños y niñas como tú. Que la vida no es fácil para todo el mundo.
Durante estos más de dos años y medio como familia de acogida permanente he escuchado de todo. Que le “quitamos” los niños a otras mujeres, que los servicios sociales son “el demonio”. También idealizaciones: que somos valientes y especiales, que somos héroes. Ni una cosa ni la otra. Cuando hay niños y niñas de dos años en desamparo, el estado y la sociedad debe protegerlos. Las criaturas no son de nadie, no son objetos que se posean, son personas con derechos que deben ser protegidos. Nadie culpa a las madres y padres de las causas (mayoritariamente estructurales pero también relacionadas con la maldad que, oh sorpresa, existe en este mundo) que hacen que sus hijos sean protegidos por el sistema pero es una obviedad decir que esas criaturas no son culpables de las adicciones, la salud mental, la violencia, los delitos o la injusticia.
No cubrimos una sustitución. Ni podemos ni queremos. Venimos a sumar contigo. Nunca vamos a ser para ti, mi pequeño, lo que habría sido ella si hubiera podido cuidarte cada día y cada noche. Pero estoy aquí, estamos y lo estaremos siempre. Aunque cumplas 16 y decidas irte, te estaremos esperando siempre. Aunque me grites que no soy tu madre cuando te enfades, aunque me lleves al límite y me hagas vivir todo el diccionario de emociones en un solo día. Solo una de tus miradas de alegría, de tus “te quiero” y de tus carcajadas valen mucho más que todas las horas de angustia que hemos vivido tan perdidos como tú, tan asustados como tú. Ser tu familia es hermoso. Ser tu familia es un aprendizaje constante. Es contagiarnos de ti. También de tu miedo. También de tu resistencia. Ser tu familia, amor mío, es vivir dos veces.
Gracias por todo, hijo. Feliz cumpleaños.
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