Fiestas de cumpleaños infantiles cada vez más espectaculares, tardes en las que padres y sobre todo madres ejercen de taxistas de una extraescolar a otra para “preparar bien” a los niños para el futuro, 145 millones de enlaces en Google que nos explican cómo tener hijos felices, vivir el hecho de que nuestro bebé ande o hable antes que el del vecino como una especie de profecía de un éxito en la vida… ¿Nos estamos pasando de frenada con la búsqueda de la felicidad de nuestros hijos? ¿Respetamos con nuestra búsqueda sus necesidades como niños y niñas?
“Un hijo no deja de ser ese gran proyecto vital en el que un día decidimos embarcarnos, y el resultado de ese proyecto está a la vista de todo el mundo. Su éxito o fracaso también es nuestro”. Así explican (y critican) los psicólogos Alberto Soler y Concepción Roger en su libro Hijos y padres felices (Kailas) el contexto social de “presión por la perfección”, por ser los mejores padres y tener los hijos más felices. De ahí la profusión de actividades, productos, juegos, artículos, talleres, charlas y libros para preparar a nuestros hijos para que tengan éxito o sean felices. Nuestra sociedad es “competitiva para dormir, para dar el pecho o el biberón, para quitar el pañal, para leer, para evitar rabietas, para comer o incluso para jugar”, apuntan.
Pero cabe preguntarse: ¿qué es un hijo feliz? ¿Qué imagen de felicidad nos vende nuestra sociedad? ¿Qué idea de felicidad transmitimos a nuestros hijos?
Un estudio reciente sobre publicidad para niños de 5 a 8 años de la Universitat Pompeu Fabra señalaba que los protagonistas de los anuncios se mostraban “solos y felices”. Según se subraya, esto transmite un patrón de normalidad. El autor del estudio, Lluís Mas, declaraba a El País que “esto demuestra la tendencia social a la individualización” y el mandato social según el cual “siempre debemos estar alegres. Lo que no es verdad. Ya que se puede estar triste, enfadado”. La publicidad, en realidad, nos vende continuamente la promesa de la felicidad (una felicidad individual, asociada al éxito personal, al estatus, a la posesión de cosas), de la alegría constante. María Soto, creadora del proyecto Educa Bonito, señala que “en general confundimos la felicidad con estar contentos. Muchos padres intentan que sus hijos se mantengan en un estado irreal de alegría o equilibrio constantes que son imposibles para una persona que, precisamente necesita experimentar y vivir todas sus emociones”.
Autoexigencia excesiva
Carolina del Olmo, autora del libro ¿Dónde está mi tribu? Maternidad y crianza en una sociedad individualista, nos cuenta que en nuestra sociedad se vende “una idea de felicidad muy sesgada hacia la independencia, la autonomía o el triunfo individual. También tiene, como todo en nuestro medio ambiente ideológico, un tufillo consumista (ser feliz es hacer lo que me gusta siempre que quiero) que choca abiertamente con cualquier idea de compromiso”. Por su parte, Mónica Cerrada, psicóloga y socióloga, señala que “en nuestra sociedad occidental, estamos interiorizando, cada día más, un patrón de autoexigencia excesiva respecto al ejercicio de la parentalidad. Tenemos a nuestro alcance una cantidad ilimitada de información respecto a patrones de crianza y nos sentimos, en muchos casos, abrumados, perdidos o sobrepasados”.
El término “felicidad” es muy etéreo, apunta Cerrada, pero “venimos asociando esta felicidad con los valores sociales imperantes en una sociedad capitalista, consumista e hiperexigente con los propios adultos, de tal forma que trasladamos estos ideales de felicidad a nuestros hijos”. Así, entendemos que nuestros hijos son felices si tienen éxito “y, como consecuencia, procuramos a nuestros hijos una agenda diaria que facilite la consecución de tal fin”. María Soto apunta que el concepto de felicidad que tenemos en nuestra sociedad responde a “la idea de una plenitud material que nos esclaviza. Es una idea que nos obliga a buscar continuamente la felicidad en aquello que aún no tengo”.
Y claro, si no conseguimos que nuestros hijos (“ese gran proyecto vital”, como señalan en el libro ya citado Alberto Soler y Concepción Roger) sean felices o no logramos que estén preparados para el éxito, nos sentiremos culpables. Carolina del Olmo considera que “hay una idea muy extendida en el mundillo de la crianza según la cual la felicidad de los hijos, y no sólo la actual sino incluso la futura, la que puedan alcanzar cuando sean adultos, va a depender de lo que nosotros hagamos como padres. No sé por qué somos tan proclives a considerarnos culpables y tan reacios a aceptar que la felicidad de nuestros hijos va a depender de un montón de cosas que está más allá de nuestro control”. Tal vez, reflexiona, es síntoma de “un medio ambiente ideológico muy individualista y consumista, y muy tendente a dar prioridad a las explicaciones psicologizantes sobre los condicionantes sociales”.
Las necesidades del hoy
Frente a esta hiperexigencia por la felicidad y por preparar a nuestros hijos con cien mil actividades para un hipotético éxito, Cerrada apuesta por tener bien presentes las necesidades de nuestros hijos: “necesitan sentirse amados, comprendidos, respetados, reconocidos y conectados, tiempo de escucha, límites claros, tiempo para jugar, disfrutar de la naturaleza...”.
La psicóloga apunta a la necesidad de “dejar de perseguir la felicidad futura para centrarnos en sus necesidades hoy. Menos planes, menos extraescolares, menos agenda y más presencia”, resume. María Soto se muestra de acuerdo. Para esta experta, las necesidades de los niños y niñas son “sentir que se les tiene en cuenta (que se les acepta), sentirse capaces (que les dejemos crecer sin control excesivo) y sentirse seguros (que los adultos de su entorno les transmitan seguridad)”.
¿Cómo podemos escapar de esta presión por la perfección y la felicidad como producto de consumo? Carolina del Olmo cuenta que “hace tiempo conocí a una autora de libros de meditación para niños. Había escrito una versión de los tres cerditos en la que el cerdito mayor buscaba la felicidad acumulando dinero y poder, pero fracasaba; el segundo la buscaba en el ocio y el consumo, y también fracasaba. Mientras que el pequeño encontraba la felicidad a través del mindfulness, viviendo completamente solo en su cabañita”. Confiesa que esta versión del cuento “me pareció un mensaje terrible para cualquier ser humano, y más para un niño” y apuesta por “darle una vuelta a la idea de ”vida buena“ a la que queremos aspirar. Diría que en esa vida buena necesariamente tiene que tener cabida el compromiso, el ser capaces de establecer relaciones humanas significativas estables y duraderas. Apoyarnos en los demás, y servirles de apoyo”.