Todo parecía encajar. Hacía tres años desde el nacimiento de nuestro primer hijo y ya llevábamos un añito instalados en Sudáfrica, con todo el follón del cambio de continente, de trabajo y de vida más o menos resuelto. Era un buen momento para intentar ampliar la familia y, en apenas un par de meses, la rayita del predictor nos dio la buena noticia. ¡Qué ilusión!
Fue pasando el tiempo y ya estaba de dieciséis semanas. El día de la consulta me tumbé en la camilla, relajada, pero una frase seca de la doctora me sacó bruscamente del ensimismamiento. “En la ecografía veo algo que no debería estar aquí… parece grave”. ¿Cómo? Con el pantalón aún a medio abrochar, deambulé hasta dejarme caer aturdida sobre la butaca de la consulta. Le supliqué que me explicara lo que pasaba. ¿Qué quería decir “es grave”?
Así comenzaron semanas de incertidumbre, de espera infinita, de pruebas y más pruebas médicas para dar con el diagnóstico de lo que ocurría. Los días desfilaban impasibles frente a mis ojos mientras yo me encerraba en mi burbuja, hermética, agarrada únicamente a mi ordenador desde el que tecleaba compulsivamente para encontrar estudios científicos de la India, de Reino Unido, de donde fueran. Necesitaba saber, encontrar soluciones. Todos los estudios repetían, como en copia pega, que los problemas de pulmón de nuestro bebé tenían un 20% de probabilidades de resolverse, era cuestión de tiempo. ¿Conseguiríamos colarnos por la rendija?, ¿Podría vivir mi hijo? Y si lo hacía, ¿en qué condiciones sobreviviría?
En una de esas tardes idénticas, mientras me acariciaba la tripa abultada, decidí que mi niño necesitaba un nombre. No es un feto, no es solo el anhelo de ser madre… ¡es mi hijo y existe! Me puse a buscar nombres que significaran guerrero, pues íbamos a necesitar mucha fuerza. Marcial, Alaric… Mmm, no me convencen. Por fin encontré el nombre para mi hijo. Sería nuestro secreto. Mi guerrero…
De un día para otro decidimos volvernos a España, iluminados por un pensamiento fortuito que cayó como un rayo. Parir en Sudáfrica arruinaría nuestra familia si por desgracia el bebé necesitara ingresar en la UCI. La Seguridad Social se nos apareció como lo que es, una bendición. Por lo demás, los resultados no mejoraron con el cambio de país: el líquido que rodeaba los pulmones del bebé seguía ahí.
Tras la espera en aquella sala abarrotada de tripas variopintas, la doctora me explicaba una cantinela que conocía de sobra. “Si quieres abortar, estás en tu derecho, pero tendrás que hacerlo ya, porque estás en la semana 22, y ese es el límite legal. También puedes continuar con el embarazo. Si la situación del bebé continúa siendo grave, podrás solicitar que el caso lo evalúe un comité ético que decidiría si puedes abortar, sin límite de plazo. Pero la decisión dependerá de lo que dictamine el comité”. La mente no me respondía. Pedí llamar a mi marido. Me había plantado en aquel hospital tras coger casi al vuelo el primer avión que despegó desde Sudáfrica y él llegaría con nuestro hijo al cabo de una semana. Demasiado tarde.
¿Cómo decidir sobre la vida de mi hijo, que ya daba pataditas en el vientre? ¿Cómo seguir adelante y dejar la decisión en manos de un comité ético que no conozco de nada? Caminábamos asustados por un túnel negro e incierto sin vislumbrar la salida. Solo contábamos con un par de días para tomar la decisión: continuar, o no.
La familia nos arropó como pudo. Mi marido y yo, conectados únicamente por ondas telefónicas, acabamos verbalizando las palabras que se resistían a salir, que taponaban la garganta, aceptando una decisión que dolía hasta las entrañas. Si estamos haciendo lo correcto, ¿por qué duele tanto?
El parto
Acudí de nuevo al hospital. Con veinticuatro horas de antelación debía tomarme una pastilla que desencadenaría el desenlace. Alargué el brazo para agarrar, temblorosa, un vasito de agua que me ofrecía la enfermera, cuando, de repente, un nudo ascendió por mi garganta y estalló en un llanto violento, incontrolado. La enfermera me miraba incómoda. ¿Pero tú no querías hacer esto?
Y llegó el día. Muchas personas lo llaman intervención, pero es un parto. Ya no sabía cómo colocarme en aquella camilla, y las sábanas parecían pegarse a mi cuerpo por el sudor. A mi lado, mi madre me imploraba con los ojos que fuera paciente, que me tranquilizara, pero las contracciones apretaban y no me quedaba humor para soportarlas. Venga, empuja, aprieta fuerte que ya viene.
Por fin, el encuentro. Salió mi niño de mi vientre, del refugio que lo había acogido y nos había mantenido unidos desde hacía meses. Tan pequeño. Tan quieto. Las piernas me temblaban del esfuerzo. Las matronas y enfermeras se afanaban en recoger el cuarto a mi alrededor, en limpiar los recuerdos de aquel parto fallido. “¿Quieres cogerlo en brazos?” Dejé caer el triste peso de mi cuerpo sobre un sillón naranja, hasta donde me acercaron a mi hijo envuelto en una toalla blanca. Me quedé a solas con él en la habitación. Era mi hijo. No vivía, pero era mi hijo y yo lo amaba más que a nada. El único momento en el que pude abrazarlo, acunarlo en mi regazo. Crueldad de la vida, también fue nuestra despedida.
Volver a la vida no fue fácil. Recibir a mi marido en el aeropuerto y sentir asfixiada como los bracitos de nuestro hijo me rodeaban tras la carrera desde la zona de llegadas fue lo único que me devolvió a la realidad. Después fueron llegando pequeñas murallas inevitables que no hubo más remedio que escalar. Las miradas hacia la tripa, más o menos plana; la vuelta al trabajo. ¿Qué les explico?, ¿Por qué rehúyo a contarles la verdad?
Los días, las tardes, las noches con el pensamiento atrapado en aquel hospital. Un día, con los pies enterrados en la arena de la playa y la vista perdida en los espejitos que el sol proyectaba en el mar, saqué de la mochila un cuaderno y comencé a escribir. Fue un impulso, una necesidad. La escritura se prolongó durante meses, y me sirvió para cerrar la herida, para reconciliarme con mis sentimientos, para alumbrar la historia de mi guerrero.
No os equivoquéis. Aunque dolorosa, esta no es una historia de muerte. Es una historia de vida, la de mi pequeño, que fue corta, pero fue. También es la historia de miles de mujeres que atraviesan situaciones parecidas cada año, y que en la mayoría de los casos transitan en silencio. Porque el duelo tras el aborto no está legitimado en la sociedad. Tú misma lo has decidido. “Has hecho lo mejor”. “No te preocupes, que volverás a quedarte embarazada”. Frases pronunciadas con buena intención, pero que duelen. A eso parecía reducirse todo.
Esa incomprensión y silencio debe acabar. Mi granito de arena ha sido escribir una novela corta, Un nombre de guerrero, con la que espero que os emocionéis. Porque solo entendemos lo que conocemos, y solo conocemos de verdad aquello que nos sacude.